Relato de una rendición: Biografía del silencio, de Pablo d’Ors
- Elidio La Torre Lagares
- 9 jul
- 6 Min. de lectura
Biografía del silencio no es un libro sobre meditación, aunque lo parezca; no es tampoco un libro de sabiduría, aunque la emane. Es, más bien, el relato de una rendición. Un descenso hacia el centro del día. Un ensayo sobre la respiración del mundo.

Mi relación con el silencio es tan íntima como la canción de las estrellas. No solo el silencio decanta por todo cuanto escribo —¿acaso llamarle obra?— sino que me mira así, con ojos incandescentes, aún en momentos cuando más rodeado de gente me encuentro. En el principio, siempre fue el silencio. Luego llegó el deseo. El silencio contiene todas las palabras. Por ello, aquello que calla merece escucharse. El silencio, por supuesto, no es tampoco una carencia, un negativo acústico, una elipsis sonora. El silencio es cuerpo. Es materia. Tiene densidad, textura, incluso olor. Tiene vida.
En su obra Biografía del silencio (Siruela, 2012), Pablo D’Ors ensaya una especie de tratado estoico-contemplativo adaptado a un lector contemporáneo y acelerado. Con hambre de palabras. Un lector que quiere escuchar más de lo que desea decir. A veces ese es nuestro problema: queremos escucharnos más a nosotros mismos, y nos olvidamos de lo que dicen los demas. O hasta de cuando callan.
La pulsión es bajar revoluciones. No quedarse quieto exactamente, pero sí moverse al interior. Allí, donde el respiro es estruendo. Si decir prisa es llegar a ningún lado, porque esa es el torque del capitalismo: nunca llegar, nunca completarse, siempre querer y nunca tener, que siempre es una ilusión, un simulacro.
Biografía del silencio no es un libro sobre meditación, aunque lo parezca; no es tampoco un libro de sabiduría, aunque la emane. Es, más bien, el relato de una rendición. Un descenso hacia el centro del día. Un ensayo sobre la respiración del mundo. En la arritmia de la hipermodernidad, hay que tomar tiempo para sentarse. No para mirar, no para entender. Sentarse como quien abandona la necesidad de función.
Ahí, justo ahí, empieza la escritura.
Pablo D'Ors, sacerdote y filósofo —prueba de que nadie es una sola cosa— ofrece una narración orgánica de cómo el silencio, practicado con constancia, puede convertirse en forma de conocimiento, arte de vivir y, en última instancia, forma de escritura.como quien entra a una habitación y decide no mover nada. Porque si el silencio habla —y habla— lo hace sin volumen, en un registro que no es de la palabra, sino del estar. El silencio es el lugar donde la conciencia aprende a dejar de ser ventana para volverse habitación.
Lo pesado del silencio es que no nos deja solo, sino con nosotros mismos. Dice Bill Bryson que ser uno mismo no es una experiencia gratificante a nivel atómico. Pese a toda su devota atención, nuestros átomos no se preocupan por nosotros. De hecho ni siquiera saben que estamos aquí. Y ni siquiera saben que ellos están ahí. Son, después de todo, partículas ciegas, que además no están vivas.
Deshacernos es endógeno al silencio. Bryson imagina —con esa crueldad de los que piensan con precisión— que uno podría desmontarse a sí mismo con pinzas, átomo por átomo, hasta quedar reducido a un polvo tan fino como el olvido.
Nada en ese polvo habría estado jamás vivo, y sin embargo, habría sido todo lo que somos. No el tú que ama, ríe o recuerda, sino el tú disuelto, sin drama, sin alma. Una melancolía sin sujeto: haber sido sin ser.
La identidad, entonces, no es sustancia sino acumulación temporal de partículas obedientes. El cuerpo, una ficción aglomerada. El yo, una forma momentánea del polvo.
Hay una pedagogía de la lentitud en cada frase de este libro de Pablo D'Ors. No como doctrina, sino como ritmo interno. El ritmo no es decorativo. Es política de la percepción. La lentitud no es demora: es resistencia. Es una ética de la atención. D’Ors escribe como quien no quiere terminar la frase, como si cada punto final fuese un acto de violencia contra el instante. Así, la frase se convierte en espacio respirado, y el lector ya no lee: habita.
Toda experiencia auténtica se resiste al nombre. D’Ors lo sabe. Y por eso escribe no para nombrar sino para rodear. El gesto escritural es aquí táctil: bordea las cosas, no las define. Como si escribir fuese tantear con los dedos lo invisible. No hay análisis, hay roce. No hay disertación, hay roce.
“Meditar es observar”, escribe. Pero lo que se observa no es el mundo, sino la resonancia que deja en la carne, ese eco sutil que atraviesa el cuerpo como una corriente sin nombre. La conciencia no como lente, sino como pulso. No se trata de conocer, sino de tocar. Y el conocimiento que se toca ya no es concepto: es calor. Lo que se toca se transfigura. La silla se vuelve altar. El perro, maestro. El picor en la nariz, revelación.
Hay un abandono radical del yo narrativo. No hay hazaña que contar. La meditación no le ofrece al sujeto ninguna heroicidad, ningún saber al que aferrarse. Lo único que le da es una fisura. Una grieta en la identidad. Una sospecha. Pero esa sospecha es luminosa. Es el resplandor de la ignorancia bienaventurada. El yo —ese personaje que tanto protagoniza nuestras vidas— aparece en estas páginas como una silueta en disolución. No se trata de eliminarlo, sino de dejar de aferrarse a él. “Me siento —dice D’Ors— y me observo escaparme.” El yo que escapa es el yo que se revela: no como esencia, sino como escena. Meditar es asistir a la función del yo sin identificarse con el actor. El silencio es el teatro donde el yo actúa hasta agotarse.
Por eso el silencio no es un estado, sino un escenario. Un lugar donde algo —o alguien— ocurre. No se entra en el silencio como se entra en una catedral. Se entra como se entra en un cuarto sin espejos. Y uno aprende, por fin, a no mirarse. A no buscarse. Porque la imagen de uno mismo es siempre ruido.
D’Ors no busca persuadir. No busca conmover. Tampoco instruir. Ni siquiera trata de dosificar al lector con emulsiones de dogma. Su escritura es una suerte de confianza —una entrega al lector sin garantía. Nos da sus palabras no como lecciones sino como hojas que el viento no ha terminado de soltar. Su escritura está hecha de leves concesiones. Habla para que uno escuche su propio silencio.
En ese gesto, hay también una poética del despojo. Leer este libro es deshacerse. No hay progresión argumental, sino sedimentación. El pensamiento se da en capas, no en líneas. Cada fragmento es una cavidad. Cada capítulo, un eco. No hay tesis. Hay tacto.
Y, sin embargo, la prosa de d’Ors no es ambigua. Es transparente. Pero no por falta de complejidad, sino por exceso de entrega. Como una ventana sin marco. Como una mano que no sujeta, solo acompaña. Su claridad no es luminosa: es opaca. Una opacidad cálida, como la del agua.
El silencio es, en este libro, un método para deshacerse del drama. No del drama exterior —el del mundo— sino del drama íntimo que cada uno escenifica para sentirse vivo. La meditación aparece como una pedagogía de la no-interpretación. No se trata de vivir sin emociones, sino sin sobreactuaciones. Abandonar el drama es una forma de desobediencia narrativa.
Y así, el acto de escribir se convierte también en un acto de meditar. D’Ors no escribe sobre la meditación: medita al escribir. No produce texto: produce un estado. Un microclima. Una atmósfera. El lector no aprende, sino que entra. Como quien abre una puerta a un espacio interior y encuentra ahí, no ideas, sino temperatura.
El silencio que propone Biografía del silencio no es vacío ni ausencia, sino una forma de hospitalidad. Algo que acoge. Que no exige. Que no interpreta. El silencio como lo que permite que todo sea sin tener que explicarse. Como si el lenguaje, en vez de aprehender el mundo, lo abrazara. No la palabra que delimita, sino la que acompaña.
En tiempos donde el ruido es el modo predilecto de estar —de estar en línea, en vigilia, en alerta—, este libro es un gesto radical. Su radicalidad no está en lo que proclama, sino en lo que retira. Elimina el exceso. Silencia el énfasis. Suspende la explicación. Y al hacerlo, revela. Lo que hay. Lo que somos. Lo que se escapa cuando insistimos en hablar.
El número cabalístico del silencio es el cinco. No por azar, sino por esa lógica indisciplinada del símbolo, donde las cifras no cuentan, sino que respiran. El cinco —pivote del cuerpo extendido, mano abierta, cruz viviente— no se alza, no decreta: se balancea. Silencio: no clausura, sino pasaje. Lo que no dice, atraviesa. El cinco no cierra los labios, no los abre: los sostiene entreabiertos, como si aún hubiese una palabra por inventar, o ninguna. Entre los cuatro puntos cardinales, el cinco no se ubica: vibra. Es el centro que no se fija, el eje que no se ve, la oscilación en lugar de la raíz. No es estabilidad: es el arte de permanecer en movimiento sin caer. Silencio es eso: moverse sin sonido, desplazarse sin ser notado.
El cinco no posee: media. No une ni separa: vincula. Espíritu y materia no se reconcilian en él, se rozan. El silencio no es solo paz; es fricción sin ruido. No calla, no habla: afina. Lo informe se reagrupa en su latido. El silencio, por tanto, no es ausencia, sino compás.
Una vez uno acepta Comenzamos a vivir, entonces, como quien recorre con los dedos la superficie del instante.Y escribir —como lo hace Pablo d’Ors— no como quien quiere decir algo, sino como quien se dispone a escuchar. Desde el centro mismo de lo no dicho. Desde el corazón silencioso de la escritura.
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