La melancolía del método: In Memory of Memory de Maria Stepanova
- Elidio La Torre Lagares
- hace 2 horas
- 6 Min. de lectura
La autora reconstruye un orden a partir de los fragmentos que deja su tía, pero el resultado no es un retrato de familia, sino una meditación sobre la imposibilidad de poseer el pasado.

Conservar lo que se desvanece sabiendo que escribir también es un modo de perder nos conduce a la idea de que la escritura también es compañía que se queda, aún cuando ya nosotros hemos abandonado este plano de vida. Solemos precisar el acto de escribir como un acto consciente, racional y medido, pero también es una respuesta íntima y lírica a la crisis de la sensibilidad, sobre todo en días de horizontes borrascosos como los que vivimos. Atribuyo el desapego creciente hacia las artes literarias al colapso de la empatía y de la imaginación en una era del exceso informacional.
Precisamente, In Memory of Memory (New Directions, 2021), una lectura reflexiva de la remembranza y el recuerdo de la escritora rusa María Stepanova (1972), escribe desde la fatiga de una época saturada de signos, donde la memoria ha perdido su latido orgánico y se ha convertido en nube. Stepanova se dispone a desandar la historia de la Tía Galya, desparace «por completo en el mundo que había construido para sí misma: estratos superpuestos de posesiones, objetos y baratijas en la cueva de su pequeño apartamento». Stepanova se desplaza como una forma de permanecer en el recuerdo sin ser devorada por él.
Su comienzo, casi doméstico, parece trivial: la muerte de la tía Galya y el inventario de sus objetos. La maniobra de abrir cajones, revisar papeles, tocar los restos de una vida, se funda el tono del libro: una escritura que no pretende comprender, sino acompañar. Todo lo que se enumera —diarios, postales, broches, retales de tela— forma una materia que se resiste a morir. Es como si cada objeto reclamara un derecho mínimo a existir aún, aunque ya nadie lo reclame. Todo lo sólido, al final, se desvanece en el aire, escribió Marx. Los objetos pasan a ser efímeras, singulares sinécdoques de una vida que ya no es.
Lo primero que impresiona es la lentitud de la voz. No hay prisa en llegar a lo que (irremediablemente) será el final del libro. Stepanova escribe como quien mide el aire antes de pronunciar una palabra. Cada frase contiene una vacilación, un retroceso, una conciencia de estar rozando algo que no puede decirse de otro modo. Así, el relato se abre paso entre los restos de una familia que nunca hizo historia. La autora no pretende rescatar a nadie del olvido, sino comprender por qué el olvido puede ser una forma de piedad.
La tía Galya, cuyo deseo de muerte era morir en su propia casa, llevaba diarios sin alma: anotaciones de horas, comidas, medicamentos, temperaturas. Ninguna confesión, ningún desahogo. Stepanova los lee como quien observa una piedra: sin esperar nada, pero sabiendo que en su mudez hay una forma de verdad. Esa escritura sin emoción revela que la vida ordinaria también es una manera de perseverar. Cada línea del cuaderno confirma que hubo un día que alguien se levantó, miró por la ventana y escribió «nublado». Esa insistencia en registrar lo mínimo es la resistencia última frente a la nada.
La autora intenta reconstruir un orden a partir de esos fragmentos, pero el resultado no es un retrato de familia, sino una meditación sobre la imposibilidad de poseer el pasado. Es la imposibilidad de la hiperglossia. No hay redención posible; solo la tentativa de entender por qué seguimos escribiendo después de que todo ha terminado. En cada página se percibe la tensión entre el deseo de explicar y la certeza de que cualquier explicación traiciona.
Stepanova sabe que la memoria no se revela, se insinúa. Su prosa se despliega como un pensamiento que se oye pensarse. Hay frases que parecen quedarse suspendidas a mitad del aire, temerosas de cerrar. El ritmo del libro no proviene del avance de los hechos, sino de la respiración del pensamiento. Uno no lee In Memory of Memory para saber, sino para demorarse en esa respiración, en ese modo de mirar hacia atrás sin girarse del todo.
En el fondo, el libro pregunta qué significa vivir rodeados de lo que sobrevive a los muertos. La casa de la tía Galya —llena de figurillas, papeles, cortinas que nadie abrirá— se convierte en un espejo del mundo. Todo está lleno de lo que fue, pero nadie sabe qué hacer con ello. Los objetos, despojados de uso, comienzan a mirar a los vivos. Stepanova describe ese instante con una precisión que hiere: cuando alguien muere, las cosas se vuelven más vivas que nosotros, dice. Quedan ahí, intactas, sabiendo que no podrán seguir mucho tiempo sin ser tocadas.
El libro entero podría leerse como un diálogo con esas presencias inertes. Cada fragmento intenta responder a una pregunta muda: ¿hasta dónde puede llegar la memoria sin volverse invención? No hay respuesta, solo el movimiento de la duda. Stepanova escribe para no decidir. Esa indecisión es su ética: reconocer que recordar también puede ser una forma de violencia.
En su viaje hacia los orígenes familiares, la autora busca un pueblo en el mapa y lo encuentra convertido en una sombra. La geografía del recuerdo es así: se borra incluso mientras la trazamos. Cuando por fin llega al lugar, todo parece exacto y desconocido a la vez. La sensación no es de regreso, sino de intrusión. Ella misma lo sabe: «No sé qué vine a buscar, y sin embargo era mi sitio». Esa frase resume el tono del libro: una certeza sin contenido, una verdad que no se puede traducir.
Lo que mantiene viva la narración es la conciencia de que la escritura, para Stepanova, no cura nada. La autora no escribe para cerrar un duelo, sino para sostenerlo. Su gesto más honesto consiste en no apartar la mirada de la incompletud. Cada intento de ordenar el pasado termina en una nueva dispersión. Y sin embargo, en esa dispersión hay un consuelo: el lenguaje se vuelve casa de lo irrecuperable, que es lo que al final queda.
In Memory of Memory avanza como un tejido que se desteje a la vez que se hace. Las fotografías, las cartas, los silencios familiares forman un mosaico en el que el sentido siempre llega tarde. El libro se erige sobre la intuición de que lo recordado nunca coincide con lo vivido. Esa distancia es el verdadero territorio de la escritura.
Stepanova comprende que lo más humano quizá sea esa incapacidad para cerrar. Su estilo, sobrio y transparente, se detiene en los márgenes de lo dicho. No hay dramatismo ni exaltación sentimental, sino lucidez. Leerla produce la impresión de estar ante una mente que se observa con cautela, consciente de que pensar es borrar.
Hay un momento en que Stepanova confiesa haber heredado una tarea: «La de conservarlo todo». Y, sin embargo, lo que conserva no es la materia, sino la ausencia.
Esa contradicción —guardar lo que se disuelve— es el corazón del libro. Lo que llamamos memoria no es una continuidad, sino una suma de huecos. La autora los ilumina con una ternura sin énfasis, como quien limpia un vidrio sin esperar ver lo que espera al otro lado.
En el último tramo, la voz parece agotarse. No hay conclusión, solo una pausa larga, un cansancio sereno. El libro termina como empezó: ante un montón de cosas que ya no saben a quién pertenecen.
Pero algo ha cambiado en quien las mira. Ya no busca sentido, busca ritmo: la cadencia de la pérdida, el compás secreto con que el tiempo se retira de lo vivido, el ritmo de lo que nace de la ausencia. De ahí emana la belleza de In Memory of Memory: no en la recuperación de un pasado, sino en la aceptación de su deriva.
Stepanova convierte la melancolía en método. Su escritura no es un lamento, sino una forma de lucidez que respira despacio. Cada página demuestra que la fidelidad al pasado consiste, quizá, en no apropiarse de él. Es un libro que se mueve como una sombra sobre el papel: denso, silencioso, cargado de resonancias que no terminan de formularse. Su verdadera materia, a fin de cuentas, no es la memoria, sino el tiempo que la atraviesa. Y ese tiempo, que todo lo borra, se detiene un instante en las frases de Stepanova, como si aceptara que también el olvido merece ser recordado.
Los recuerdos no se guardan en los álbumes, sino en el aire que dejan al desaparecer. Y en ese aire —fino, trémulo, irrepetible— vive este libro: un intento de escribir con la lentitud de quien ya no busca salvar nada, solo mirar cómo la vida continúa siendo, en su forma más pura, lo que se pierde.





Comentarios