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La poética del humo de León Félix Batista

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 4 sept
  • 4 Min. de lectura

No hay aquí versos como unidades contables ni metáforas como adornos reconocibles: hay humo. Humo que no se fija, que no se deja apresar, que insiste en dispersarse.


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El título anuncia ya la paradoja: un poema que se sabe destinado a extinguirse. No la gloria, no la permanencia, ni siquiera la enseñanza —si alguna— que se transmite; solo la voluta que se traza y se disuelve, «el grafiti secreto» del humo que escribe en el aire.


No hay aquí versos como unidades contables ni metáforas como adornos. Hay humo.

Humo que no se fija ni se deja apresar: «un soplo basta para que el poema desaparezca». Materia tenue que solo se sostiene en la inminencia de su fuga. Lo que queda.


Poema con fines de humo (Eolas Ediciones, 2023), de León Félix Batista, pertenece a esa rara especie de libros que saben de antemano su destino de tránsito. No quieren erigir monumentos ni grabarse en la piedra de la memoria. Apenas se afirman en un instante compartido, en ese aire que se curva y se pierde. No buscan perpetuarse: «lo que escribo quiere irse, no quedarse. Quiere subir, no caer».


El humo es tránsito y revelación. Como en Borges, no hay clausura ni centro: hay pasillos que conducen a otros pasillos, umbrales que se abren hacia lo indeterminado. Lo que importa no es la presencia, sino «el abismo que se luxó / y eclosioné / cuando salía solo de la casa» —la vibración de la sombra, la fragilidad hecha verso.


Sonia Betancort lo advierte en el prólogo: la palabra arde bajo el signo de lo que no se deja retener. No hay contradicción, sino doblez: fragilidad y expansión. Lo que se deshace también se eleva. Lo que rehúsa el contorno se afirma en su propia huida.


Cada verso fulgura como brasa que se consume: breve, suficiente para incendiar una experiencia. «Una madre es comenzar / a vivir sin madriguera», dice otro verso, en el que el origen no es amparo, sino intemperie. El humo es clave: nunca aparece por sí solo, sino como huella de lo que arde.


El ritmo de este texto se sostiene en pausas, en silencios que acompañan la combustión. Hay humor y hay despojamiento. «De mi boca sale humo, ¿es palabra o ceniza?», se pregunta en un instante. La respuesta no importa: queda la suspensión.


La estética del humo es estética de lo fugitivo, que es lo que permanece en los antillanos: siempre flujo, siempre movimiento en anillo de vórtice. Es una poética emparentada con Raúl Zurita (su cielo escrito con humo en Santiago de Chile), o la poesía visual y performática del Caribe insular, donde lo que importa es la aparición y la huella que deja en el cuerpo del lector y lo frágil y disperso constituye lo compartido, que es el Caribe. El poema, entonces, no se ofrece como catálogo ni nomenclatura, sino como vuelo. Como la llama de una vela, se extingue en el mismo acto de alumbrar. Y ese resplandor, solo mientras dura, es lo que se nos da.


Por eso el libro exige un lector dispuesto a dejarse impregnar, no a poseer. Porque aquí «el abismo se desarticula» y lo que parecía firmeza se transforma en tránsito. El humo, sin centro ni contorno, nos revela una verdad inasible: desaparecer es su modo de estar.


Heidegger insistió en que el ser no es sustancia fija, sino acontecimiento, apertura (Ereignis). El ser se da como fuga, como movimiento ascendente que rehúye la fijación y ahí, en ese paso, va el poema de León Félix.


Pero bajo esta elusividad contante —donde hasta el significado se desposee de su sentido— hay una vibración afectiva, un temblor del alma. El humo, tan pronto frágil como ascendente, nos revela los valores que sostienen la experiencia poética. Ante todo, la fragilidad, pues el poema confiesa que basta un soplo para desaparecer.


Esa conciencia de lo precario es también la conciencia de lo humano: saberse expuesto, entregado a la intemperie. En ese desamparo se alza, sin embargo, el deseo, el impulso ascendente de lo que «quiere subir, no caer». Lo afectivo no es cenicero sino encendido que cifra esa aspiración de elevación, en esa fuga que no se resigna al peso de la tierra, que se sabe que hay que arder para vivir.


El humo conoce asimismo la ironía. Sabe reírse de sí mismo a pesar del dolor, donde la experiencia de nacer se confunde con la herida, con el hueso dislocado, con la fractura que marca desde el inicio. Pero ese dolor no cierra, sino que se abre hacia la comunidad, hacia la celebración compartida. El humo es también tabaco, fiesta, carnaval, rito de velorio. Se convierte en respiro colectivo, en combustión que reúne y acompaña. Si hay humo es porque vivió un fuego.


El hablante de esta joya de la poesía contemporánea caribeña y latinoamericana es un ser en tránsito, herido y jubiloso, frágil y ascendente, destinado a la intemperie y al mismo tiempo convocado a la fiesta de lo perecedero.


Como al terminar la lectura de este Poema con fines de humo, que sentimos que algo se ha ido. Y, sin embargo, queda la bruma.


Ese resto invisible, ese aire impregnado, es la verdadera obra.




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