El resplandor detenido en el aguacero
- Elidio La Torre Lagares
- 28 ago
- 5 Min. de lectura
En su totalidad, el poemario no ofrece clausura ni redención definitiva. Lo que despliega es la fidelidad a un gesto: escribir contra el olvido, escribir desde la pérdida.

La voz comienza en un murmullo que no sabe si es aire o si es sombra. Camina hacia sí misma como quien se interna en un pasillo sin final, tanteando las paredes con la sospecha de que cada roce es un recuerdo. La poesía no habla de lo que ocurre, sino de lo que insiste, de lo que queda después de todo lo ocurrido. Y lo que queda aquí es un niño que no muere, un niño que es ya ruina y germen, espejo y nostalgia, como si en él se guardara la última forma de la presencia. La poesía comienza siempre en un murmullo, y en Acorralado por el aguacero, de Ebrahim Narváez, ese murmullo se transforma en insistencia: la voz se dirige a sí misma como quien tantea un pasillo oscuro, consciente de que cada roce es un recuerdo.
Los versos se levantan contra la erosión. No hay calendario que no se deshoje, ni corazón que no haya sentido la presión del tiempo, pero la palabra tiembla todavía en su raíz: trae consigo la memoria de la madre, el latido del tío ausente, las calles desoladas por el viento. La escritura es entonces un gesto obstinado: no busca salvar, pero sí sostener, como si la voz pudiera erguirse en el instante mismo en que todo se derrumba.
El agua es un personaje secreto en este libro. Lluvia, vorágine, aguacero, mar: cada gota contiene la paradoja de lo que paraliza y lo que renueva. El agua acorrala al sujeto, lo deja inmóvil, y en esa detención florece el poema. El agua es el tiempo en su estado líquido: cae, resbala, se escurre entre las manos, pero también refleja, espejea, devuelve imágenes que parecían extinguidas. El agua no pregunta, pero exige: ¿cómo retener lo que ya se ha ido? ¿cómo no hundirse en lo que no puede detenerse?
La escritura no quiere narrar acontecimientos, sino sostener lo que persiste después de ellos.
Así aparece el niño, figura que no muere y que se convierte en raíz, germen, espejo. En «Mitigar el ocaso» se enuncia con claridad: «dejar de ser niño es / la mayor desvinculación con la existencia». Aquí está el núcleo: la infancia no es un tiempo pasado, sino un principio ontológico que sostiene la posibilidad misma de decir.El poemario se abre a la erosión del tiempo.
Los «43 otoños entre las manos» son cifra de caducidad y a la vez ofrenda: el yo lírico los presenta a la madre, cuyo corazón late ya con un marcapasos. La voz no oculta la herida, pero la viste con imágenes: el balón con el que de niño jugaba, las tardes coloreadas con crucigramas y café. Lo cotidiano se transforma en vestigio, en materia de permanencia. El tiempo, nos recuerda el poema, «es la mirada habitada»: no mera sucesión de días, sino un ojo que persiste en su contemplación.
El agua, en sus formas múltiples, funciona como metáfora central. El título ya lo anuncia: el sujeto se descubre acorralado por el aguacero, detenido bajo una fuerza que paraliza y fecunda al mismo tiempo. En «Lluvia de mayo» el niño que capturaba lloviznas reaparece como adulto que palpa la nostalgia: «resurge esa antigua memoria / cuando era acorralado por el aguacero».
El agua cae como tiempo, como memoria que desborda, como evidencia de lo que no puede retenerse. Y sin embargo, en esa inmovilidad brota el poema. El aguacero es límite, pero también es origen.
El duelo personal y el colectivo atraviesan las páginas. «La fragilidad de un otoño» recuerda el paso del huracán María y nombra lo que el desastre dejó: «cómo duele el respiro aislado / y desvelado de aquellos / que en la sorbida muerte nos dejaron su aire».
La experiencia íntima se expande hacia lo común, y el poema se convierte en un espacio donde la voz habla no solo de sí, sino de una memoria compartida por todos los que sobrevivieron. La poesía no embellece la tragedia, sino que la transforma en un lenguaje capaz de ser habitado.La escritura se alza también como resistencia frente a lo efímero. En «Memorias», por ejemplo, el hablante decide enhebrar colores sobre un lienzo tras recibir la noticia de la inminente muerte del tío.
La pintura, como la poesía, se convierte en un acto de permanencia frente al escombro. De la misma manera, en «Obra maestra» se enuncia que «a los poetas le suceden / las muchas aguas dentro del agua», afirmación que encapsula la sensación de exceso y desbordamiento: la palabra poética no dice una sola vez, sino que reverbera, insiste, multiplica los reflejos.
Hay también un desplazamiento hacia lo marino, hacia la figura del viaje. «Velero» condensa esa imagen: «va el niño / el hombre / el viejo y un conglomerado de otoños cargados como inventario». El yo poético se reconoce múltiple, habitado por sus edades, acompañado por la memoria de padres, hermanos e hija. El velero no busca un puerto definido, simplemente se mantiene a flote en un mar de imágenes y preguntas: «¿será este el mismo mar que transformó a Alfonsina en sirena?».
El mar es espejo, es historia literaria, es herencia.
El viaje no concluye porque la escritura misma es su deriva.La voz, entonces, no se deja hundir en el silencio. En «A viva voz» se confiesa: «desemboco cada tarde abrazado a la palabra nostalgia». El poema se convierte en insistencia, en gesto que no se rinde a la erosión del tiempo. Esa nostalgia no es simple tristeza, sino una forma de mantener vivo lo que amenaza con extinguirse.
En su totalidad, el poemario no ofrece clausura ni redención definitiva. Lo que despliega es la fidelidad a un gesto: escribir contra el olvido, escribir desde la pérdida, escribir como quien levanta la cabeza bajo la lluvia. En Utopía se compara ese gesto con la espuma que se exilia del oleaje para volver a ser ola: la poesía es así, insiste en regresar, aunque se disuelva una y otra vez.
El resultado es un libro en el que Narváez convierte la fragilidad en materia de resistencia.
La memoria es herida y lámpara a la vez; la voz se asume como eco, como pincelada, como reflejo. Lo que queda no es la certeza, sino la compañía: la escritura acompaña al lector en medio del aguacero, lo invita a permanecer de pie bajo la lluvia, a sostener entre las manos la infancia como brasa encendida.





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