Hierofanía y poética: Formas de decir el milago, de Pedro López Adorno
- Elidio La Torre Lagares
- 17 jul
- 7 Min. de lectura
El milagro que aquí se enuncia no es objeto, ni fenómeno, ni revelación. Es más bien lo que se abre cuando el lenguaje fracasa. El milagro, para López Adorno, es ese punto de inflexión donde la palabra se deshace sin cesar de insistir.

Primero, fue el silencio. Y luego llegó la palabra como ofrenda, como signo, como metáfora. Antes de escindirse en los géneros que hoy creemos conocer, antes de que se emancipara del canto y la forma se subordinara a la función, la palabra era plegaria, transverberación.
Parménides inicia la filosofía dictado por una diosa y en el poema de Gilgamesh se cifra el duelo y la muerte antes que ninguna teoría. La poesía, antes incluso de la escritura, era un saber que aún no se sabía desgajado.
En esa edad anterior, la palabra no se limitaba a representar: era ella misma el milagro, la aparición, la forma en que lo divino tomaba cuerpo. Entonces, la escritura transformó esa relación originaria. Al fijar la palabra, la hizo reaparecible, sujeta, cautiva. Ya no fue sólo voz, sino trazo.
Entre los residuos de ese pasaje —de lo oral a lo escrito, de lo ritual a lo técnico— persiste una tensión sagrada que Pedro López Adorno invoca de diversas maneras en su antología personal Formas de decir el milagro (2024). Esa tensión no solo queda reconocida en los trece libros que se reunen en esta edición de Pro Latina Press, sino que se reabre, se habita, se disuelve.
La obra se dice toda en sí misma: Hacia el poema invisible (1981), Las glorias de su ruina (1988), Los oficios (1991), País llamado cuerpo (1991), Concierto para desobedientes (1996), Viajes del cautivo (1998), Rapto continuo/Poesía Tarot (1999), Opera ardiente (2009), Terapia perpetua (2018), Versión del que surgía (2020), El jardinero efímero (2023) y Una eternidad en cada sombra (2024). Cada título, cada libro es un universo paralelo en la poética cuántica de López Adorno y en esta edición de más de 150 poemas, se nos invita a explorar el milagro como un acontecimiento lingüístico, como más que como hecho sobrenatural. Cada libro es una pieza en un puzzle mayor, y por ello no se trata aquí de afirmar lo prodigioso, sino de bordearlo: de ensayar, desde múltiples ángulos del lenguaje, las maneras de conjurar lo inaprehensible.
La poética de López Adorno se inscribe en una tradición que conjuga lo filosófico, lo corporal y lo simbólico en un lenguaje denso, experimental, pero de marcada resonancia espiritual.En esta obra, el poema no dice el milagro: lo persigue, lo acosa, lo desmantela. El poema no reza; rumia, derrama, murmura.
Y ese murmullo no viene después del acontecimiento poético, sino que es el acontecimiento: escritura de tremores múltiples, lengua que desborda, sentido que se niega a sí mismo como una forma de aproximación a lo invisible, como se comienza a cifrar desde la poesía temprana de López Adorno.
Existe un valor poético en la memoria de la piel, el órgano mayor de nuestro cuerpo, tapiz de los nervios con los que percibimos la ilusión de la materia física. Como un Whitman barroco, en López Adorno piel y percepción son una cópula: el lenguaje, las imágenes, los sonidos, todo. En Hacia el poema invisible, los cinco sentidos alertas no comprenden que si el sexto sentido es la intuición, el séptimo es la imaginación, esa facultad superior que Coleridge avivaba y que Einstein no dejó morir.
Pedro López Adorno, poeta bien leído y conocedor de las tradiciones poéticas, nos instala, ya desde el primer poema en la fractura, la marca de Caín del poeta en la modernidad. La poética de López Adorno se eteriza desde el abismo, palabra lanzada al fondo sin la promesa de un eco. Así, afirma: “de sus vestidas plumas / conservarán el desvanecimiento / los anales diáfanos del viento”.
Viento. Poema. Música. Se sienten pero no se ven. Existen, como existe el amor.
La pulsión amorosa va en crescendo a lo largo del libro mientras el poeta se va disolviendo, pero no deja de sentirse. «Un residuo verosímil/ donde se refugian o renacen/ los estambres del vidrio de silencio» («Algo decisivamente microscópico»).
El silencio. Otra forma del milagro, que es objetivo o empírica, y aparece a la conciencia como experiencia vivida. Es decir, como ente fenomenológico.
Entre los libros más impresionantes de la antología destaca, por su swag baudeleriano y la factura de imágenes surrealistas, País llamado cuerpo. Los versos «Tu espalda como un ladrido enorme. Tu frente como un hambriento bostezo. Cubiertos de cuello a tobillos por una manta de lino antiguo» («32») invocan los fantasmas de Bretón y Artaud. «La escritura nos ha llenado de miel los aullidos» («35»).
Escritura. Piel. Música.
Lo que se propone es la huella sin cuerpo, la oscilación sin centro: no la figura, sino su evaporación; no el ídolo, sino la niebla que lo niega. El poema, en tanto invisible, no se ofrece como palabra plena ni como silencio absoluto, sino como intersticio: un entre que no representa, sino que suspende. Y es precisamente en esa suspensión —ese diferimiento de toda plenitud— donde se abre la posibilidad del milagro.
La palabra, en esta poética, disloca, tambalea irredenta. El verbo se desgasta como quien exuda una fiebre: «la página como voluntad y como idea / el mar convertido en desnudez». La página se convierte entonces en espacio de transfiguración, de erosión, de deriva. No se trata de decir algo; se trata de mostrar que distante al borde de decirse.
Los poemas insisten en alguna manifestación del cuerpo, pero no como territorio de goce o de herida, sino como superficie que vibra al contacto del signo. El cuerpo no está ahí para testimoniar, sino para inscribirse como resto, como archivo viviente del lenguaje: «culebra socio-histórica», «vientre que tiembla», «la música de cuerpos en la arena». Este cuerpo —mamífero y totémico a la vez— es figura de un saber antiguo: un saber anterior a la escisión entre sujeto y mundo, quizá de antes del tiempo. Del cuerpo también se dice su envoltura, que es la piel que tiene memoria y conduce placeres.
En esa medida, la poética de López Adorno no parte del yo lírico como interioridad, sino como pulsación: un cuerpo que se dice en su ser vibrátil, no reflexivo. Un cuerpo que no enuncia, sino que deja filtrar por sus poros una lengua ancestral, como si aún recordara que alguna vez fue canto ritual y no sólo carne nombrada. Un cuerpo que penetra en otros cuerpos con la palabra en pequeñas muertes por acuerdo mutuo. Por ello, en el libro País llamado cuerpo, el poema es incontenible y abandona su traje de verso para desnudarse en prosa. Un efecto contrario se suscita en El jardinero efímero, donde el derrame y extásis gotean en haikús: «Belleza efímera/ las flores del jardín/ cuando regresan».
El punto climático de este libro, que fluye como una suite para orquesta de cuerdas, es Opera ardiente, donde la poética de López Adorno conjuga todos los motivos, temas y texturas de lo que se aboserberá al terminar la lectura de Formas de decir el milagro. El cuerpo, que conste, deja se ser el lugar donde ocurre el milagro, sino donde se lo percibe como ausencia, como pulsación no dicha.
Uno de los ejes más potentes del poemario es su manera de concebir la escritura como desborde. La palabra ya no se organiza para decir, sino que se esparce: “Lo escrito puede más que las hojas”. Ese “más” no alude a profundidad, sino a exceso.
El lenguaje no se contiene, se derrama.
López Adorno no aspira a la claridad, ni a la metáfora perfecta, ni al lirismo ornamental. Aspira, más bien, a un estado de vibración semiótica donde cada palabra sea resto de otra, cada imagen sea una falla del decir, cada poema una tentativa que se desvanece mientras emerge. Donde la poesía se sienta más de lo que se comprende.
Aquí, el milagro se intuye en la imposibilidad del poema de volverse cosa, mensaje, verdad. En esa tensión —entre lo que quiere decir y lo que apenas puede rozar— habita la dimensión sagrada del texto. Como si toda la escritura fuese una forma de oración desplazada, una plegaria no dirigida a Dios sino al lenguaje mismo.
Este carácter sagrado de la palabra poética encuentra un interlocutor natural en El arco y la lira de Octavio Paz. Allí, el poeta mexicano señala que la poesía no es una forma de comunicación, sino de revelación. El poema, para Paz, "es un organismo verbal que contiene, suscita y transmite un conocimiento poético: la revelación de la condición original del hombre y su situación en el universo” (El arco y la lira). Esta concepción del poema como vía hacia una forma de saber no conceptual resuena profundamente en la poética de López Adorno. Como en la obra de Paz, para López Adorno la poesía no describe el mundo, sino que lo transforma. No se trata de representar, sino de desocultar. como nos aconseja el poeta en «Arenga a la escritura», no se puede descuidar la sombra.
En Formas de decir el milagro, la ruina tiene su gloria. Después de todo, solo estaremos preparado para recibir todo cuando no tengamos nada. En Las glorias de su ruina, los rostros se desvanecen, los pasos se pierden, se deshace la piel y queda el vacío, «cenizas en la brisa que se eleva».
La palabra misma conjura lo invisible. Paz dirá que toda poesía es “búsqueda del otro”. El milagro de López Adorno es, justamente, esa otredad que no se deja alcanzar sino por la resonancia del lenguaje, por el tartamudeo semántico, por el balbuceo ritual.
Ambos entienden la palabra poética como hierofanía: aparición de lo sagrado sin necesidad de un dios. Como Paz, López Adorno no escribe desde la fe, sino desde la experiencia. La poesía no es religión, pero sí acto sagrado: una forma de abrirse al mundo como misterio.
López Adorno hace poesía convencido de que el poema no es un espejo sino un umbral.
Formas de decir el milagro no es un libro de poemas en el sentido convencional. Es más bien un laboratorio del silencio, un herbario de signos rotos, una catedral sin altar. Su escritura no busca ser leída como quien descifra; exige ser habitada como quien ora. Cada poema es una plegaria a lo que no llega, una liturgia donde lo dicho se sacrifica para que algo —un temblor, una música, un resto— pueda insinuarse.
Pedro López Adorno no escribe para comunicar; escribe para convocar. Y lo que convoca no es el sentido, sino su sombra. El milagro, entonces, no es lo que se dice. Es el temblor que queda cuando todo lo dicho ha ardido.





Comentarios