Memoria del desvanecimiento: Amnesia en tránsito, de Aurea María Sotomayor
- Elidio La Torre Lagares
- 12 jul
- 6 Min. de lectura
El libro encierra ya su voluptuosidad. Amnesia: no el olvido como pérdida, sino como voluptuosa suspensión del deber de recordar. En tránsito: no el movimiento, sino la promesa que se aplaza indefinidamente. Se trata, quizás, de la más exquisita de las formas poéticas: aquella que no busca completar una memoria, sino habitar la duda de no saber si alguna vez hubo algo que recordar.

La escritura, desde siempre, es un cuerpo que se ofrece como quien retira la mano justo antes del contacto. Nos enfrentamos, así, al gesto más radical —y más elegante— que es desear disolverse. Con la ilusión de lo elusivo —que no es otra cosa que sentido en movimiento— la obra Amnesia en tránsito (La Criba, 2025) de Áurea María Sotomayor plantea el tema de lo escurridizo del lenguaje y la impermanencia de la materia como una forma de adentrarnos en el principio de los saberes fundamentales, que para la poeta comienza con la imagen poética. Como diría Lezama Lima sobre la metáfora, aquí la imagen poética es la manera de bordar el sentido y comprensión del mundo.
Amnesia en tránsito, más que un libro de poemas en el sentido usual, es una vectorización de imágenes fugitivas, donde la memoria no se representa sino que se refracta como imagenes pixeladas al borde del desvanecimiento. En esta deriva poética, la imagen no cristaliza como ornamento del sentido, sino como umbral de aparición —acontecimiento ontológico que fractura la linealidad del discurso y obliga a pensar desde las ruinas del lenguaje. Es entonces que la poesía se convierte en el último saber de salvación en la que la poeta se recupera y se sostiene.
María Zambrano precisaba que la razón poética permitía abrir un pasaje entre pensamiento e imagen, entre historia y fulgor. Lo que se da en este poemario de Aurea María Sotomayor no es la restitución de lo perdido, sino la herida que hace visible aquello que ha sido arrancado del presente.
En ese gesto, que no es restitución sino emulsión de las ausencias, se inscribe también el ritmo de una escritura que no para dice lo vivido, sino que perfila el lugar donde algo pudo haber sido dicho. ¿O algo que se dijo? Este libro es un umbral. No se entra en él. Se roza. Como se roza un secreto.
El título —Amnesia en tránsito— encierra ya su voluptuosidad. Amnesia: no el olvido como pérdida, sino como voluptuosa suspensión del deber de recordar. En tránsito: no el movimiento, sino la promesa que se aplaza indefinidamente. Se trata, quizás, de la más exquisita de las formas poéticas: aquella que no busca completar una memoria, sino habitar el temblor de no saber si alguna vez hubo algo que recordar. La amnesia que titula el texto es entonces un pliegue constitutivo en la estructura misma de la rememoración.
Leer a Sotomayor es entregarse al placer de los signos que no terminan porque la imagen poética es un acto de revelación. Es decir, no comunica un contenido; más bien, lo abre, lo deja temblar. En Amnesia en tránsito, cada poema es una constelación de imágenes que no se dejan fijar: el flamboyán en “La hipoteca y las larvas”, los zapatos en “4645” —«Los 4645 zapatos tienen nombre», dice Sotomayor, y es cierto: mi padre fue uno de eso—, el espejo que no devuelve el reflejo o la Singer como máquina de sobrevivencia. Son imágenes que no remiten a un referente claro, sino que constituyen una zona de inestabilidad. La imagen es acto que no tiene pasado porque existe en pretérito perfecto.
No hay posibilidad de un signo transparente: toda palabra está atravesada por el silencio que la hace posible. En ese sentido, la poética de Sotomayor se inscribe en una lógica que resiste la clausura conceptual y, por ello mismo, se aproxima a la razón poética zambraniana: un pensar que nace de la herida, que no busca dominar el objeto sino habitar su fulgor. El olvido es el dispositivo del recordar.
El título del poemario, entonces, no nombra una condición clínica sino una estructura ontológica. La amnesia no es pérdida de lo vivido, sino señal de lo que no ha podido inscribirse. En esto, la amnesia no es una falta sino una forma del archivo. Es, si se quiere, un archivo sin archivo: una forma espectral del pasado que retorna sin ser invocado.
En Mal de archivo (1995), Derrida problematizaba la autoridad del archivo como garantía de memoria. Si el archivo nace del arkhé (origen, autoridad, poder), también nace del deseo de controlar el olvido. Pero este deseo está siempre fallido: archivar es ya perder lo no archivado. En este sentido, la amnesia puede pensarse como el exceso que ningún archivo puede contener, el “mal” que revela la fragilidad de toda conservación.
Cuando en el poema “Estar” la voz lírica dice: “Yo me morí, pero no lo sabía”, afirma un yo que ya no se pertenece, su tiempo ha sido expropiado. La muerte, aquí, no es evento sino condición. Lo que muere no es el cuerpo, sino la posibilidad de habitar el presente sin exilio. La amnesia no borra: hace visible lo que no pudo entrar en el relato oficial. No hay aquí nostalgia, ni voluntad de recuperación. Hay, más bien, inscripción en el intersticio: en esa zona que no es ya recuerdo, pero tampoco olvido pleno.
Una de las constantes en el poemario es la figura de la casa vacía. PAra Bachelard, la casa constituía una figura fundamental para pensar la relación entre el sujeto y el mundo, entre la materia y la imaginación. No como metáfora del yo, sino como ruina de una promesa. «Mami no sobrevivió la promesa», inicia «El pacto colonial», y de pronto «mami» es el aliento de todos los que creyeron en el simulacro de realidad política en Puerto Rico. De pronto todos queremos ponernos los zapatos y dar «la vuelta del pendejo» sin llegar a ninguna parte. Lo que continúa en la casa son los pies, los labios, los ojos, el corazón. La casa no contiene: desborda. No protege: expone. Se vuelve reliquia de un cuerpo expandido, pero también testimonio de su dispersión.
Esta topología del despojo se acentúa en poemas como “Tombeau”, donde el padre postrado en el lecho se afirma al decir su nombre completo. Es el cuerpo, no el discurso, quien resiste. No hay aquí heroicidad; hay dignidad sin espectáculo. El nombre propio no funda identidad: es un resto. Como un hueso, como un zapato vacío. Y sin embargo, es también acto de memoria: decir el nombre es una forma de no desaparecer del todo.
Si algo caracteriza la construcción poética de Sotomayor es la insistencia en el umbral. No como transición, sino como lugar de fractura. “Es de cristales el umbral”, escribe, y el cristal no es aquí transparencia sino superficie quebradiza, materia que corta la luz. La imagen del umbral articula el poemario como espacio de tránsito donde lo visible y lo ilegible se cruzan sin integrarse. No es la metáfora de un viaje, sino la experiencia misma del estar en tránsito sin dirección.
En este sentido, el poemario puede ser leído como conjunto de relaciones donde se produce un efecto de saber-poder-imagen. Como filosofaba Zambrano, el pensamiento no se opone a la poesía: nace de ella, se alumbra en sus intersticios. Por eso la poesía aquí no “representa” una memoria colectiva; más bien, hace posible su aparición como fisura.
En múltiples poemas, el agua aparece como sustancia de tránsito: “Nadamos en un río de sangre confundida”. La sangre, el llanto, los ríos desviados —no son elementos ornamentales, sino superficies de inscripción. Lo líquido no fluye: arrastra. Transporta restos, cuerpos, nombres. La historia colonial, la violencia del Estado, la diáspora forzada: todo eso está en el cauce, pero no como narración, sino como residuo. Como escritura que ya no puede afirmarse, pero que aún resiste la cancelación.
Lo mismo sucede con la luz. La «luz seca» y la «luz entremezclada con la brisa» no aluden a paisajes, sino a estados de ánimo histórico. Hay una luz para la pérdida, otra para la espera. Y en esa modulación está el arte de la poeta: hacer que el poema no diga, sino que permita que algo acontezca. Que algo se asome y retroceda. Que el lector no comprenda, sino que sea tocado.
Aurea María Sotomayor no sería fiel a Amnesia en tránsito si concluyera. Este libro no se cierra, no llega a destino. Como escribe la poeta en «La mano abstracta»: «Desconocerse. / Desprenderse. / Deshacerse». Esta tríada no es una renuncia, sino una ética. Una forma de resistencia a la captura. La escritura, aquí, no busca anclar. Desea, más bien, sostener el temblor.
El lenguaje deja de ser hogar, si es que alguna vez lo fue. Es un eco, un intervalo, una herida que canta. La imagen poética no representa nada: es lo que queda cuando todo ha sido arrancado.
Y lo que queda, aún sin garantía, aún sin tierra, sigue diciendo.





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