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LAS CARTAS QUE NO LLEGAN: QUERIDA BETH, DE ANDREA COTE

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • hace 3 días
  • 4 Min. de lectura

En Querida Beth, poemario merecedor del Premio de Poesía de Casa de América 2024, no hay deseo de comprensión ni tampoco de redención. Como sucede en toda gran poeta, escribir es ya una forma de insistir, de buscar sin encontrar.


Hay palabras que no se pronuncian para ser oídas, sino para permanecer. Palabras que no buscan respuesta, sino compañía. Escribirle la carne que ya ha cruzado a otra existencia, como ensaya Andrea Cote Botero en su reciente colección poética, Querida Beth (Visor 2025), no es tanto un gesto de evocación como una forma radical de habitar el silencio. Sólo así puede la escritura volverse morada —no de certezas, sino de presencias. La carta, entonces, no comunica: vela, como las flores plásticas en los cementerios, que más que decirse, están.


La voz viene del miedo y alimenta con pavor («Ese toro sombrío»). «No hay alimento más amargo que un fruto del amor atravesado por la duda», dice. La voz vive en sí misma, descompone en Beth. No desespera. La soledad que habita esta escritura no es abandono, sino aliento de una relación. Esta soledad escucha. No exige la voz del otro, sino que custodia su huella. La muerte, cuando no clausura, transforma el lazo. Entonces, ya no es diálogo, sino plegaria sin dogma, sin altar, sin ritual. Un temblor escrito. La tía Beth lo hubiese querido así.


En Querida Beth, poemario merecedor del Premio de Poesía de Casa de América 2024, no hay deseo de comprensión ni tampoco de redención. «Lo que Beth espera de este libro es extraordinario: escribir contra el asilo/ escribir en lugar de ser pobre/ escribir para no cocinar/ para no dormir/ escribir para el olvido», dice la voz que escribe. Como sucede en toda gran poeta, escribir es ya una forma de insistir, de buscar sin encontrar. No se trata de rodear el sentido perdido, sino de sostener su falta como un gesto. Por ello, la escritura aquí no revela: acompaña. No cura: permanece. Como si la palabra fuera lo único capaz de rodear el abismo sin clausurarlo.


Andrea Cote escribe desde un paisaje sin ornamento. No hay belleza buscada, sino belleza ofrecida. No hay poética, hay entrega. El paisaje es otro. En cada frase se escucha un temblor contenido, como si el lenguaje dudara de sí mismo, como si temiera perturbar el silencio donde habita la memoria de Beth, quien llega a los Estados Unidos a insistencias de su prima Cristina y la resolución de encontrar un buen hombre.


La carta, en Querida Beth, se convierte en un instrumento sin esperanza, voz unidireccional, pero no sin sentido. Como el amor de Beth hacia Don. «Cuando miro a América/ en la cara de Don,/ la veo triste», dice la poeta, porque esa «América», como el la búsqueda de Beth por un buen hombre, es inalcanzable. Cada carta—cada verso— es un esbozo de presencia en la ausencia, un modo de palpar con palabras lo que no puede tocarse con los dedos. Las cartas no se ordenan según el calendario ni según el progreso. No hay tiempo lineal. Hay tiempo interno, movimiento. Ese que se estanca, que se repliega, que gira en torno a una pérdida sin centro. Así se vive el duelo verdadero: no como tránsito, sino como umbral detenido.


La figura de Beth —poetización de una tía de Cote Botero— no se diluye en el símbolo ni se eleva a la abstracción. Es una mujer concreta, encarnada, una vida silenciosamente desgarrada por los márgenes que llegó a Estados Unidos en 1974 y pasó cuarenta años entre la comunidad colombiana de Perth Amboy, trabajando siempre en oficios precarios. Cuando la edad la dejó sin capital que ofrecer a cambio de trabajo, volvió a su país con lo que cabía en una sola maleta. Volvió sin Dios, porque para Beth, Dios era trabajo. A ese gesto de retorno —desnudo, sin épica— responde la escritura de Cote Botero. No alza la voz por Beth: la afina para oírla. En ese acto, el poema deja de ser palabra y se vuelve lugar. Lugar de restitución. Lugar de regreso. Estancia donde se dosifica la memoria.


La maternidad compartida entre la autora y Beth se convierte en otro espacio donde la vida insiste en su fragilidad. Beth vive su experiencia materna marcada por la distancia emocional y una sensación de desconexión. “Si uno se pone a pensar qué le ha dado Beth/ a este país,/ la respuesta es un hijo», la voz tiende puentes entre dos experiencias de vida muy opuestas, pero unidas por la tarea de convertirse en madres. Aquí se quiebra el habla para rearticularse. La maternidad, lejos de ser un tema, es umbral. Está ligada a su percepción del tiempo, del cuerpo, de las expectativas sociales, y sobre todo a la experiencia del amor —o su falta—.


En Querida Beth no hay argumento, no hay evolución, no hay desenlace. Hay repetición. Hay retorno. Hay ritmo. Cada carta abre el mismo vacío, se asoma al mismo abismo. Eso sí: no es reiteración vacía; es insistencia. La ausencia se transforma en rito. Un rito sin objeto, pero con sentido. Lo sagrado, alguna vez lo dijo María Zambrano, es aquello que sin saberse espera.


El paisaje natural —la lluvia, la nieve, el cambio de estación— no es adorno. Es espejo. La naturaleza no ilustra: acompaña. La nieve no es solo nieve. Es la quietud del alma que aún tiembla. La primavera no es alivio: es la traición del mundo que sigue. Frente al esplendor que regresa, la voz que escribe se retrae. No hay júbilo, pero tampoco resentimiento. Hay un mirar con los ojos abiertos, sin velo, sin escapatoria. Como quien contempla sin poseer. Como quien desde los ojos del silencio, que no es un vacío: es una forma de tacto. Y esta escritura, toda ella, es táctil en el sentido más hondo: toca sin dañar. Acaricia sin posesión. Ofrece sin imponer. Ese es su poder. Su ser.


Querida Beth no es un libro sobre la ausencia. «Hablar es ordenar el olvido», y la voz le habla a un cuerpo hecho de memorias. Sobre el gesto de seguir diciendo “aquí estoy” cuando ya nadie escucha. Más allá del cuerpo, al otro lado, queda algo que también es de la poeta. Cosas extinguiéndose, dice. El más inmenso vacío. Pero también sobre la posibilidad secreta de que alguien escuche aún, aunque no del otro lado, sino en lo más hondo de uno mismo.


Las cartas no llegan. Flotan en el tiempo sin esperar destino, pero insisten:

“Estoy aquí, Beth”.


Publicado originalmente en Nagari.

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