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El contorno de lo que falta

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 16 abr
  • 4 Min. de lectura

«No tengo nada que decir, y lo estoy diciendo». —John Cage.


La noche se extiende como una página en blanco. He apagado todas las distracciones; solo me acompaña la leve respiración de la casa y las palabras de un poeta muerto. El libro Sobre nada de Mark Strand yace abierto frente a mí; sus páginas quietas, apenas iluminadas, guardan un silencio expectante. Strand titula una conferencia Sobre nada, y en ella se atreve a hacer exactamente eso: hablar de la nada. Al comienzo admite, quizá con un guiño, “No tengo nada que decir, y lo estoy diciendo”. Esa cita de Cage, en labios de Strand, suena a declaración de principios. ¿Cómo se escribe sobre lo que no tiene contenido? ¿Cómo decir la nada sin llenarla de algo?

 

Strand explora la paradoja con ironía y gravedad. Observa que la nada suele ser el preludio de algo, el comienzo invisible de toda historia. La nada no propone nada en sí misma; pensamos que es un inicio. Pero si es el inicio de algo, deja de ser nada en el momento en que ese algo aparece. Nombrar la ausencia inmediatamente la convierte en presencia.


Permítanme volver a empezar diciendo que lo que sé es nada —confiesa Strand—. Habla de la nada como si existiera, aun sabiendo perfectamente que no existe. En esa tensión entre existir y no, entre el silencio y la palabra, vibra la esencia de su ensayo.

 

Leyendo a Strand de madrugada, siento que la nada de la que habla no es un vacío estéril, sino un espacio expectante. La oscuridad de mi habitación ya no es pura ausencia: dentro late algo indeterminado. Pienso en el descubrimiento que menciona Strand: cómo el espacio vacío del cielo resultó estar lleno de materia oscura, esa sustancia invisible que sostiene galaxias. Aquello que creíamos nada era en realidad algo imperceptible pero enorme. Del mismo modo, entre las líneas de Strand intuyo una materia oscura emocional: la presencia implícita de todo aquello que falta, orbitando alrededor de sus palabras.

 

La nada, pensaría uno, debería sentirse desoladora. Sin embargo, en la voz de Strand resulta casi acogedora. Él habla del vacío con familiaridad, con una suerte de ternura irónica, como de un amigo invisible. En sus manos, la ausencia deja de ser amenaza y se vuelve posibilidad: un cuarto a oscuras donde uno presiente que algo (o alguien) aguarda.

 

En este punto me seducen las ideas de Susan Stewart sobre la poesía. Stewart sugiere que la tarea del poema es precisamente dar cuerpo a la ausencia. Que la poesía nació para contrarrestar la soledad de la mente; para vislumbrar, en la oscuridad de nuestra existencia, el contorno de los otros. Es decir, trazar con palabras una figura de compañía donde antes solo había aislamiento.


La poesía hace tangible, visible y audible nuestra humanidad compartida aun en la distancia. Activa sentidos invisibles: con la poesía podemos ver con los ojos cerrados, oír con el pensamiento, tocar con la imaginación lo que no está. Quizá por eso, a las tres de la mañana, la voz escrita de Mark Strand consigue hacerme compañía. Sus frases susurran en el silencio; sus imágenes iluminan tenuemente la oscuridad. No estoy solo: un diálogo invisible ocurre, de autor a lector, a través del tiempo y la ausencia.

 

Pienso en la ausencia física de Strand, en que ya no habita este mundo. Sin embargo, aquí está, hablándome. En este libro. Un libro sobre nada.


Él escribió una vez, en su “Abecedario de un poeta”, que los famosos y los muertos pueden ser el alma de una fiesta sin aparecer. Que a veces quisiéramos no estar presentes solo para que alguien nos echara de menos. Que te echen de menos supone ser querido. Ahora, Strand es uno de esos ausentes ilustres de los que hablaba: se ha ido, y por eso lo extrañamos; y al extrañarlo, lo hacemos presente. Sus lectores, como pequeños círculos de luz en la noche, nos reunimos alrededor de su ausencia para sentir su calor.


Cada uno de nuestros sentidos define la nada a su manera. La vista de la oscuridad. El oído del silencio. El tacto del vacío. El sabor de la nada. El olor de la ausencia.

 

Vemos la nada cuando no hay luz; oímos la nada cuando el mundo calla. La tocamos cuando extendemos la mano y no encontramos a quien esperábamos. La saboreamos en la boca seca de la pena, en el gusto insípido de la espera. La olemos en los cuartos vacíos, en la ropa que conserva apenas un rastro de quien ya no está. Nos rodeamos de esas ausencias sensibles y tratamos de darles sentido. Porque la mente no tolera el vacío: en la oscuridad imaginamos formas; en el silencio, rumores; frente al vacío, fantasmas. Ante la nada, la llenamos de pensamiento.

 

De ese impulso nace la poesía.


En palabras de Stewart, el poema sostiene y transforma el umbral entre la existencia individual y la ajena; convierte la soledad en diálogo. Es un acto de fe: creemos que lo que falta puede insinuarse en lo que decimos. Cada metáfora es un conjuro para que regrese una presencia perdida. Escribir es dibujar el contorno de una ausencia. Colocamos signos negros sobre el blanco de la página, como quien enciende pequeñas lámparas en un cuarto vacío, con la esperanza de revelar una silueta. Buscamos a tientas en la oscuridad del lenguaje alguna forma familiar.

 

Strand lo entendía: hablar de la nada es invocar algo. Nombrar lo que no está es otra forma de acariciarlo.


Tal vez por eso seguimos escribiendo incluso cuando sentimos que ya todo está dicho, o cuando no sabemos qué decir, o cuando nadie nos lee.


No tenemos nada que decir, sin embargo lo decimos—para trazar con palabras el perfil de lo que falta, para no perdernos en la noche.

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