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Escritura armónica: Las negras, de Yolanda Arroyo Pizarro

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 21 ago
  • 5 Min. de lectura

La novela de Arroyo Pizarro es un trabajo medido, pensado, cronometrado. Es una novela con metrónomo. Un laboratorio de la voz.


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Imagíne una novela en ritmo de bomba, compás binario compuesto 12/8. Es un seis corrido. Tres corcheas por cada cuatro tiempos. La novela se sabe acompañada: no canta sola, dialoga con un linaje mayor. Las voces llegan armónicas, una escritura coral: soprano, contralto, tenor y bajo. Como los endecasílabos afroantillanos de Palés Matos, Las Negras (2025), de Yolanda Arroyo Pizarro abre un umbral: un desvelo de hibridad literaria que a la misma vez es reclamo, reafirmación.


No se trata solo de recordar, sino de volver a convocar, de llamar al presente a quienes fueron borradas, reducidas en el archivo colonial a sombras utilitarias: “mercancías”, “bestias”, “úteros reproductores”. La escritura resuena desde sus cueros y atravieza la piedra del olvido para hacer surgir cuerpos. Cuerpos que no llegan como espectros mudos, sino como insurgencias encarnadas, alzándose.


Estas cosas, en una novela, no ocurren por orden de las musas ni por la caída de un rayo. Las Negras, desde su encarnación más reciente bajo el sello Penguin Random House, es un trabajo medido, pensado, cronometrado. En una novela con metrónomo. Un laboratorio de la voz como objeto excedente —ese resto inasible que, según el pensador esloveno Mladen Dolar, no se reduce ni al puro sentido (logos) ni a la pura materialidad (phoné), sino que opera como un excedente que funda lo político y lo subjetivo.


La voz —literaria, poética, cotidiana o como sea— es aquello que no se deja atrapar ni por el significante ni por el cuerpo, pero que organiza el lazo social y político. En Las Negras, esta lógica aparece en la coralidad: las voces de las esclavizadas no son meras portadoras de información, sino restos sonoros que insisten, retornan, rebasan la clausura narrativa. El canto, los rezos y los gritos funcionan como excedentes: son la huella de lo indecible que aún así organiza la memoria colectiva.La dedicatoria misma, tan sencilla y tan inapelable, irrumpe como manifiesto: “A los historiadores, por habernos dejado fuera. Aquí estamos de nuevo, cuerpo presente, color vigente, resistiéndonos a ser invisibles, rehusándonos a ser borradas”.


En esa declaración resuena la entera apuesta de la novela: restituir el derecho a la voz, a la narración, al canto, a la palabra que enciende la vida donde parecía abolida.


Las negras es una novela compuesta con la tesitura de las voces armónicas en distancia de 12 grados. Es un canto coral del feminismo afrocaribeño que invoca a Sylvia Wynter, pensadora que ha denunciado la valoración de lo humano en base a la exclusión del cuerpo negro. Sobre todo, el de las mujeres negras.


Audre Lorde supo decir que «las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo», pero que la resistencia sabrá reapropiarlas, volverlas contra la dominación.


Ese es el llamado de la novela caribeña en el siglo XXI.


La colonialidad del poder está entrelazada con la colonialidad del género, ha argumentado Ochy Curiel, pues ambas se sellan en el mismo hierro candente. Arroyo Pizarro no repite teorías, las convierte en carne, en voces, en furia viva. La novela deja de ser solo ficción: deviene archivo alterno, reescritura de la memoria, linaje restituido. La escritura enlaza la aldea africana y la plantación caribeña, la oralidad ritual y la imaginación de futuros insurrectos.


Las negras recoge la historia de varias esclavizadas que participaron en la rebelión conocida como Las Siete Partidas de los Negros Cimarrones (1821). Entre ellas destacan María, Josefa y Margarita, mujeres negras esclavizadas en Puerto Rico. A través de sus testimonios, la autora construye un relato en el que la esclavitud no se presenta como fondo pasivo, sino como escenario activo de lucha y subjetividad.


María es la narradora fundamental que relata desde el encierro y la violencia, pero también desde su potencia de narrar la experiencia de las demás. Josefa, por su parte, se vincula al linaje de los saberes espirituales y al poder de la resistencia ancestral. Y Margarita es la voz que muestra la ambivalencia entre la sumisión impuesta y los deseos de fuga y liberación.


En el texto, las voces de María, Josefa y Margarita fungen como voces históricas, voces documentales del cuerpo femenino esclavizado que aparece como espacio de inscripción de la violencia colonial, pero también como territorio de rebeldía y transmisión cultural.


Es el tejido de una genealogía que se niega a ser rota, que insiste en su latido circular. «El tiempo no es línea, es círculo. Donde tú luchas, yo recuerdo», dice la narradora.Esa frase, como un fuego fatuo, ilumina el núcleo filosófico del libro. La cronología del discurso histórico —captura, travesía, plantación, abolición— se deshace en el círculo. El tiempo en la novela no se clausura en la linealidad, sino que vuelve, insiste, golpea como tambor.


Aquí entran, entonces, las voces resonantes, o mítico-poéticas.


Wanwe, la primera voz, habita a la vez la violencia del barco negrero y la memoria del ureoré, rito de iniciación en su aldea donde los cuerpos se rozaban hombro con hombro. En ese contraste palpita la resistencia: aunque la violencia occidental la quiera mercancía, la memoria la sostiene como cuerpo de comunidad.


En ese círculo reconocemos lo que Wynter y Glissant llaman tiempo rizomático, fractal, rumor de memorias que no se extinguen. Arroyo Pizarro escribe desde esa tradición: el tiempo es tambor, repetición, eco. Nunca cadáver, siempre vibración.


El cuerpo, en estas páginas, es territorio de la disputa. Hierro candente, látigo, violación. Pero también contraataque, grieta, insurrección.


Ndizi, encarcelada y violentada, convierte la maternidad en arma de sabotaje. Su iterabilidad —«los ahogo en el balde de recolectar placentas»— incomoda, estremece. Pero es ahí, en lo insoportable, donde late su potencia. El cuerpo convertido en negación radical del dispositivo esclavista.Una tercera voz, Tshanwe, llamada Teresa, marcada como objeto de los señoritos, responde con dientes, con golpes. Y una flecha, en justicia inexplicable, se devuelve al amo, clavándose en su frente como justicia de los ancestros.


La cuarta es la de Petra, nodriza de un niño blanco. Ella condensa en su cuerpo la ambivalencia: leche que alimenta al colonizador y memoria que preserva las dos orillas. Su cuerpo, sobreimpuesto por las muchas muertes y sus resurrecciones, tachado, pero vivo.


Así nos queda ese fondo de Las negras donde late una certeza: no hay voz única, sino coro. Somos multitudes. Una coral quebrada y renacida, como si cada mujer viniera a ocupar un registro en la partitura de la memoria. La novela es canto polifónico, escritura que se sabe música rota y a la vez renacida.


La voz siempre llega íntimamente ligada al espectro: es presencia de lo ausente . En Las Negras, la escritura reproduce ese fenómeno: cada voz femenina está marcada por lo espectral (el eco de las que murieron sin hablar, la resonancia de las canciones que sobreviven al cuerpo). La polifonía no es suma de voces, sino la insistencia de un olvido que se niega a ser —lo que resuena aun después de la muerte.Wanwe es la soprano, el tiple agudo que atraviesa como relámpago de pureza. Ndizi es la contralto, voz grave que arrastra tierra, fuego y sombra. Tshanwe es el tenor, filo que atraviesa y se convierte en justicia ancestral. Petra es el bajo, rumor hondo, sostén subterráneo de toda la coralidad.


Así, la novela no puede ser relato lineal, sino partitura coral. El resultado es una textura que mezcla historia, mito, archivo, erotismo, lirismo y denuncia. Entre lo documental y lo imaginario, la relación es dialéctica: archivo y mito se entrelazan. Las unas aportan el peso del hecho histórico, las otras la amplitud de lo que el archivo calló. Juntas generan una coralidad que no se limita al dato histórico, sino que lo expande hacia una memoria colectiva y afrocaribeña.


El texto entero se vuelve polifonía de lo desgarrado.


La prosa de Arroyo Pizarro es poética, fragmentaria y coral. Mezcla registros históricos con un tono lírico, cercano a la oralidad, que reproduce la musicalidad afrocaribeña. Y cuando la última nota parece extinguirse, no queda silencio: queda vibración, certeza de que el coro continúa en nosotros.


Porque el tiempo no es línea: es círculo.

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