Poética archipelágica: Village Weavers, de Myriam J. A. Chancy.
- Elidio La Torre Lagares
- 14 jul
- 6 Min. de lectura
Lo más poderoso, lo que arrastra esta novela como un río oculto bajo las piedras, es su modo de entrelazar lo espiritual y lo real. Sin exotismos. Sin metáforas. Lo mítico no está en el margen, sino es el texto mismo.

En un estudio de mi autoría titulado Hyperglossia and the Novel: the Production of (Non) Space, me aviento a declarar que el futuro de la novela toma sol en las playas del Caribe. El fundamento es sencillo: la descolonización no solo comienza con el quiebre de las narrativas hegemónicas, sino también en la forma en que construímos las nuestras. Porque aquí las palabras —las que laten como tambores de agua, como trizas de sal— no dicen, sino que flotan. Se dan a la oleada. El vaivén de lo que nunca llega y que nunca se va porque es todo movimiento. Es una sola ola de donde emanan todas las olas. Así escribe Myriam J. A. Chancy. Así canta Village Weavers (Tin House, 2024).
Merecedora del Premio OCM Bocas de Literatura Caribeña 2025, Village Weavers es un estuario donde las aguas de la historia, del mito, del silencio, del duelo, del afecto, del cuerpo roto y del cuerpo curado se entremezclan sin volverse una. No hay desembocadura, hay reflujo. No hay argumento, hay tejidos. Tissage, como diría Cixous. La metáfora multifacética que entrelaza lo literal, lo simbólico y lo espiritual. Aunque el texto no presenta a las aves tejedoras de aldeas (nombre común del pájaro africano Ploceus cucullatus) como personajes centrales o explícitos, el concepto se despliega con resonancias poéticas y políticas profundas.
Son los 1940 en Port Au Prince, y desde la primera página sabemos que estamos ante un texto móvil, que aspira al movimiento sinuoso. Un tiempo sin tiempo. Como si lo hubiera escrito una diosa del agua con los dedos aún mojados. Como si la novela no fuera un género, sino un rito. Como si la lectura fuera un cuerpo que se ofrece a la corriente de los Simbi, esos espíritus del agua que no se dejan ver pero nos arrastran.
El mar es historia, dice Walcott. Por eso, se hila.
La novela sigue a las protagonistas Sisi, Gertie, Momo, Margie como «tejedoras» de relaciones, afectos, memorias y cuidados. Son mujeres que construyen y reconstruyen comunidades íntimas y afectivas más allá del linaje, la sangre o la geografía. En ausencia de estructuras estables (nación, familia patriarcal, hogar fijo), ellas tejen redes alternativas de sentido. Por un lado, Sisi adopta a una hija en el exilio y rehace su historia afectiva desde Arizona, mientras Gertie, tras una cirugía que le arrebata su matriz, cuida de sus gatos como extensiones de su ser, como descendencia elegida. Entre ambas, Momo transmite oralmente el legado espiritual del pueblo invisible, esa "aldea" que no figura en los mapas, pero que constituye la base mítica de la novela.
Nos abrimos así en una marejada de recuerdos. En cada giro, una historia, una memoria, una interrupción. El texto tiene textura de piel: porosa, sensible, hecha de pliegues y cicatrices. Es un mapa sin cartografía. Una partitura de silencios y repeticiones. Y en cada página, un leitmotiv que regresa como un pájaro migrante: la sangre, el mar, las aves, los hilos. ¿Acaso no son todos ellos formas de la memoria? La estructura no es líneal, porque no puede serlo. Chancy es haitiana de nacimiento, educada en París y Montreal, y profesora en California. El vínculo con la tierra es fluido, como la sangre.
Tejedoras, golondrinas, pájaros bobos. Las aves aparecen como signos de tránsito, como presencias incorpóreas que atraviesan el cielo del texto sin ser atrapadas. Margie promete volver como un pájaro amarillo. Y lo hace. No con alas, sino en la vibración del viento, en el color que entra por la ventana. Las aves son la promesa de un regreso, pero también su imposibilidad. Son libertad, sí, pero también fragilidad. Migración, pero también exilio. Las aves son signos de una escritura que no aterriza. Es una escritura de la Relación (Glissánt).
Los «village weavers» son también tejedoras de sentido frente a la dislocación. Como aves que construyen nidos intricados con fragmentos dispersos, nuestras protagonistas rehacen el mundo con lo que el exilio no ha logrado destruir. Tejer, en sí mismo —sean villas, mantos o historias— es un gesto de resistencia, un acto de memoria no archivada, un saber que se transmite entre mujeres como agua entre dedos.
Por ella, la maternidad aquí no se reserva para la que pare, sino la que cuida. Como decir que la familia es la que se preocupa por ti, y no la que comparte tu apellido. Madre es la que nombra. La que teje. Sisi no necesita parir para ser madre. Gertie, con sus gatos, con sus dolores quirúrgicos, es madre de sí misma. Momo, la abuela, es madre de las aguas. Margie, la hermana, es madre del amanecer. Y hasta el mar es madre: la que arrulla, la que desgarra, la que devuelve los nombres cuando ya no queda cuerpo.
La maternidad no es una función biológica. Es una ética. Es un lugar desde donde se borda la vida ajena. Lo doméstico no es pequeño: es un escenario de lo cósmico. El hogar no es propiedad, es práctica. No hay linaje, hay cuidado. Una forma de decir: somos hijas unas de otras. La historia de una mujer es la historia de todas las mujeres, después de todo (Cixous).
Y sin embargo, el cuerpo está ahí. Gertie abierta por una histeroctomía total —el despojo de su útero—, Sisi vaciada por la infertilidad, ambas atravesadas por la marea de la menopausia. El cuerpo femenino es territorio donde se inscriben no solo enfermedades, sino regímenes. Lo ginecológico se vuelve geopolítico. Donde el útero, presente o ausente, es una alegoría del mundo. Y es ahí, precisamente ahí, donde el texto se vuelve político sin proclamarlo: en el modo en que muestra que toda biografía es una microhistoria del imperio.
Lo más poderoso, lo que arrastra la novela como un río oculto bajo las piedras, es su modo de entrelazar lo espiritual y lo real. Sin exotismos. Sin ilusiones ópticas. Lo mítico no está en el margen, sino en el centro. Los Simbi no adornan: desordenan. Son fuerza mítica, epistemología ancestral y dispositivo narrativo. Lejos de ser simples adornos simbólicos o folclóricos, los Simbi constituyen uno de los centros gravitacionales de la novela: guardianes de las aguas, espíritus del mundo invisible, entidades que encarnan el vínculo entre el cuerpo, la naturaleza y la historia caribeña.
El mito aquí no es mágico, es método. Como en Brathwaite, como en Danticat. El mito como modo de pensar lo que no se deja pensar. Lo que no cabe en el logos occidental: la mezcla, el trance, lo invisible, lo ancestral, lo no dicho que habla. El mito nunca puede ser apagado.
Myriam J.A. chancy escribe como quien lava una herida en voz baja. Hay pausas que arden. Interrupciones como parpadeos. Frases inconclusas que se quedan flotando como un cuerpo que no llega a hundirse.
Aquí el silencio no es vacío: es gramática. Es sintaxis del sobresalto. Lo no dicho pesa tanto como lo dicho. Hay cosas que no se pronuncian, pero se sienten. Gestos que atraviesan la página como fantasmas que respiran. No hay nada que confesar porque la culpa es la sutura.
La historia no es fondo. No es telón. Es veneno lento. Es corriente subterránea. La ocupación norteamericana de Haití, el colorismo, las rupturas familiares como herencia colonial, la violencia del exilio: todo está allí, pero no como decorado. Está en un vestido. En una casa. En una llamada telefónica que no se devuelve. En el cuerpo abierto por una cirugía. En el cuerpo que ya no sangra pero sigue siendo herida. Historia que no se archiva, que no se explica, que solo se deja sentir.
Y entonces… ¿es esto el futuro de la novela?
No: es ya su desplazamiento. Village Weavers no ilustra el Caribe: lo reinventa, lo desborda. No es exótica: es excesiva. No es representación: es reverberación.
La novela caribeña, en manos de Chancy, no es un género europeo adaptado. Es una forma radical de inscribir la memoria como rizoma. No como árbol genealógico, sino como red subterránea de afectos, de voces, de fragmentos, de espectros. Es un archivo fractal. Cada fragmento —una canción, un animal, un silencio, un vestido— es una entrada a otra novela posible.
Y en ese tejer en fuga, se instala la hyperglossia. No como exceso ornamental. Sino como poética del desborde. Como proliferación de lenguas, de sentidos, de vibraciones que no se traducen entre sí. Como un texto que no cabe en sí mismo. Que se sale. Que se multiplica. Que se escucha como un eco de otra voz que no llegó a hablar.
La hiperglossia es aquí la novela misma: un dispositivo rizomático que no organiza, sino que dispara en ondas hacia todas direcciones.
Si hay algo que una novela no debe ser es expositiva. La novela ya no da para informar (para eso están las redes sociales y los medios de prensa). La novela se escribe para tocar. No enseña, sino que encanta.
Village Weavers, a fin de cuentas, es un conjuro. Chancy escribe con los dedos mojados por el agua de los Simbi, tejiendo una historia que es, al mismo tiempo, íntima y universal. No se lee: se habita. Como el mar, devuelve a la orilla lo que el tiempo había arrastrado.
Una novela como cuerpo. Como orilla. Como ofrenda. Como herida.
Como mujer. Como ola. Como Simbi.
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