Hay algo podrido y no es Dinamarca: Levittown mon amour, de Cezanne Cardona Morales
- Elidio La Torre Lagares
- 20 jul
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 21 jul
Levittown no es un lugar: es una torsión. Un síntoma. Un cuerpo textual en putrefacción que aún, sin embargo, respira.

En el Hamlet, de William Shakespeare, el centinela del castillo, Marcellus, enuncia una de las grandes citas imperecederas de la obra: «Something is rotten in the state of Denmark». Es apenas la cuarta escena del primer acto y el soldado se refiere a la percepción de corrupción (semiotizada como descomposición) en el reino de Dinamarca, justo después de la aparición del fantasma del rey muerto. Es un indicio de que algo oscuro, oculto y malsano está ocurriendo en el corazón del poder.
En Levittown mon amour (2025), de Cezanne Cardona Morales, existe un personaje silente que hace las veces de un shapeshifter, pero siempre es un solo olor objetable: el olor al cadaver del Estado Libre Asociado, el Puerto Rico que nos prometieron, que nos dijeron que era, pero nunca fue.
A tomates no huele
Como en William Faulkner, el hedor es opaco, objetable. Levittown mon amour es un texto saturado de referencias específicas que anclan la acción y generan verosimilitud: la Funeraria Boulevard, Cano's Pizza, el tanque de agua ("calamar gigante"), la carretera 165, Playa Cochinos, el Parque de Pelota de la Tercera Sección convertido en vertedero. El olfato, el sentido más primitivo del ser humano (olemos antes de escuchar o ver) y supeditado en la civilización occidental al dominio de la mirada, es un sentido crucial: pestes a queso y pepperonis de repartidor, acetona de salón de uñas, cloro barato de funeraria, orín y enfermedad en el asilo, el olor fermentado de los "meaítos".
Si hay algo desafiante en la literatura es recrear el olfato. El texto, por su condición misma de texto, se lee, que es como decir que se ve y se escucha. Pero, ¿oler?
Lo que se percibe por el olfato, dice Merlau Ponty, no se deja ver, no se puede delimitar con exactitud, pero afecta, invade, se impone. El cuerpo lo recibe sin mediación: no hay distancia crítica entre el sujeto y el objeto olido.
El Levittown que no paga renta en el corazón de Cezanne está hecho de una historia de urbanismo planificado, modernidad importada, aspiraciones de clase media y, al mismo tiempo, una narración de fracaso estructural, segregación espacial y desencanto social. Pero aquí también vive gente. Y la gente ama. Y cuando se ama, se padece.
Así, más que reinventar, Cezanne Cardona Morales lo consigna en Levittown mon amour, cuya segunda edición bajo el sello Seix Barral abona dos cuentos nuevos al conjunto, «Meaito» y «Gracias por el funeral».
Levittown resuena con la generación nacida entre 1965 y 1980, la primera generación que creció bajo el Boom del Estado Libre Asociado. Probablemente somos la última generación que reconocerá el Datsun 82 del cuento homónimo. Creado en 1963 como una filial del modelo suburbano estadounidense desarrollado por la empresa Levitt & Sons, Levittown replicaba proyectos similares ensayados en Pennsylvania y Nueva York. Cuando la utopía del ELA colapsó en los 1970, comenzó a pudrirse el cadáver.
Pero el cadáver, como en el poema de Vallejo, ¡ay! siguió muriendo.
Hay algo podrido
A través de una sucesión de narraciones interconectadas por personajes, lugares y una desesperación compartida, Cardona Morales construye un universo narrativo donde el realismo sucio se funde con el absurdo existencial, el humor ácido y destellos de una poesía surgida de lo sórdido. El logro del autor reside precisamente en esta capacidad para capturar la esencia cruda, compleja y a menudo grotescamente poética de la vida en los márgenes de clase media puertorriqueña venida a menos, revitalizando tradiciones literarias desde una perspectiva profundamente local y auténtica.
Levittown es retratado en plena decadencia: casas abandonadas convertidas en negocios de comida rápida o iglesias, negocios cerrados, parques destruidos por la basura y el abandono ("caballos pastando, basura en el home, una nevera, grafitis y un sofá con basura"). Esta decadencia física es un espejo de la precariedad económica que ahoga a los personajes: el periodista freelance sin dinero para el ataúd de su padre, el exabogado fracasado viviendo de sueños en el techo, el repartidor de pizzas buscando herencias simbólicas en la yerba medicinal. La lucha por conseguir dinero es el motor trágico de muchas historias.
Los personajes (como construcción literaria) en Levittown mon amour aparentarían dirimirse por motivos básicos, incluso patéticos, si se miran desde fuera: enterrar a un padre dignamente ("Una escopeta sobre la hierba"), conseguir un árbol de Navidad robado ("Meaito"), recuperar a una hija escapada en un coche fúnebre ("Gracias por el funeral"), llevar un regalo de cumpleaños robado a un hijo hospitalizado ("Formas de beber agua"). Pero estos son precisamente los síntomas de esta geografía del olvido en la que viven los personajes, entre memorias estratificadas como capas de cloro barato y orina seca. Las casas con sus perros, los techos sin agua y las ventanas sin Navidad se dejan ver desde el «Calamar Gigante», un faraónico tanque de agua que observa las narraciones como un panópticon. El «calamar gigante» —imponente, monstruoso— se erige no como metáfora, sino como resto. «El tanque de agua era el único monumento de la comunidad. Un calamar gigante oxidado al lado de la carretera». El espacio urbano aquí no se habita: se sobrevive.
El filósofo camerunés Achille Mbembe hablaría de un régimen necropolítico donde ciertos territorios son gestionados como reservas de lo moribundo. Levittown es uno de ellos. Allí no se vive: se persiste. Si, para Mbembe, la soberanía significa la capacidad de definir la vida, también ostenta el poder de dictar la muerte: de exponer a ciertos cuerpos al abandono, a la violencia, al exterminio, a la no-vida.
En Levittown mon amour, ciertamente, hay algo podrido y no es Dinamarca.
El olor como vector de la verdad, se impone: “La pestilencia a pepperoni viejo me perseguía desde que salí de Cano's Pizza. Era como si me hubieran rociado con el sudor de una rata”. El lenguaje se pudre porque lo que nombra está ya podrido. La palabra no es herramienta, es herida.
The Point of «Know» Return
¿Qué se escribe cuando todo se ha derrumbado? La crudeza no es recurso, es condición. El absurdo no salva: duele. El humor no alivia: revela la implosión del sentido. En «Formas de beber el agua», domina el sentido de la habitual extrañeza de la que bebe la buena literatura: la exesposa del narrador con un gorrito de cumpleaños en pleno hospital, donde han internado al hijo de ambos; la placa del oficial de seguridad parecía «una estrella de plástico», el narrador es sorprendido en una farmacia robando una pistola de agua y su castigo es escuchar al dueño leerle un pasaje bíblico, un tipo sale de un estadio comatoso de salud al caerle una gotera en la cabeza y sin embargo, la belleza aparece.
En «Sofá», probablemente el mejor relato del conjunto, un nuevo olor, distinto, despierta la memoria: el olor del padre muerto. Entonces, el núcleo espectral del libro: ser residuo, estar fuera de calendario, fuera de pulso. Como dice Mbembe, hay vidas que no acceden ni siquiera al estatuto de lo vivible. Pero aquí hablan. Balbucen. Lo más genial y cercano que he leído desde Raymond Carver, otro fantasma en el texto.
El sofá donde muere el padre (mi padre murió en un sofá) se convierte en el pretexto de una nueva relación afectiva, cuando el narrador intenta deshacerse del mueble y llega una corpulenta mujer que le pide utilizarlo para entrenar su rutina de luchadora. No es metáfora: es signo puro. Es lo que Berardi llama la poesía del colapso, la estética que emerge cuando el lenguaje deja de significar y empieza a ser.
El narrador, al saberse cercano a la mujer gracias al sofá, sale a la quema de cuanto sofá abandonado encontrara en Levittown. El gesto de quemar el sofá es polisémico, pero sobre todo es una forma de reapropiarse del deseo roto, de performar, incluso en su fracaso, una estética del desborde. No se puede recomponer el vínculo, pero se puede aún decir —a través del fuego— que algo dolió, que algo pasó, pero otro algo queda.
Estas pequeñas epopeyas adquieren una urgencia monumental porque representan los últimos jirones de dignidad, amor o responsabilidad que los personajes intentan aferrar en medio del caos. La imposibilidad de cumplir incluso con estos mínimos rituales sociales (un entierro, un cumpleaños, una Navidad) es lo que los desgarra y los sitúa afectivamente en rendición de emotividades.
La vida se da en los detalles. Y solo el amor sale de la vida.
Los personajes de Levittown mon amour, al final, quedan en comunión con una afectividad vaciada de cuerpos emocionales, cuerpos extenuados por el colapso del horizonte. Ya no buscan futuro: escarban los restos del ahora.
Cezanne Cardona busca reabrir el tiempo, desautomatizar el deseo, repolitizar lo posible.

