El fin de la escritura, según Fernando Peirone
- Elidio La Torre Lagares
- hace 4 días
- 5 Min. de lectura
No se trata de un manifiesto estridente, sino de una observación casi serena: la escritura ya no ocupa el centro, se ha vuelto excéntrica frente a las narrativas mediáticas o hiperglósicas.

Ocurre que, a veces, o de vez en cuando, llegan libros con un aire de epitafio y, sin embargo, encierran en su interior una respiración nueva, casi un nacimiento, aunque lo anuncien con palabras de final. El fin de la escritura, de Fernando Peirone, tiene precisamente ese extraño perfume de testamento que no termina de cerrar el cofre, de sentencia que, al enunciarse, abre otros juicios que aún no se han celebrado.
Uno piensa, al leerlo, que quizá la escritura no se acaba nunca, o que si termina lo hace como lo hacen algunas vidas: dejando hijos, huellas, bastardías y hasta imitaciones que prolongan su sombra. Y sin embargo, el autor insiste en que hay una mutación en curso, un desajuste de época que desplaza aquello que por siglos sostuvo nuestra idea de cultura.Peirone recuerda, por ejemplo, que en 2015 el Diccionario de Oxford eligió como palabra del año algo que no era palabra en absoluto, sino un pictograma, un rostro amarillo llorando de risa. Y que incluso la institución más conservadora debió reconocer el síntoma.
Lo cuenta con naturalidad, pero no deja de ser inquietante: «la carita que llora de risa se impuso de un modo tan elocuente que ni una de las universidades más tradicionales del mundo pudo ignorar su relevancia».
Se nos dice, sin dramatismos, que ese emoji desplazó a la palabra, que la escritura quedó relegada por una figura mínima y risueña. Y uno no puede evitar preguntarse si lo que nos reímos —y lloramos— en aquel gesto gráfico fue también la carcajada del lenguaje sobre sí mismo, como si la letra hubiera descubierto de pronto que ya no era suficiente para contener lo que circula.El libro avanza, y lo hace con un tono que no es apocalíptico, aunque pueda parecerlo en un primer vistazo, sino con la calma de quien sabe que los derrumbes nunca ocurren de golpe, que más bien son una lenta sedimentación de fracturas.
Habla Peirone de una «crisis de la narración», con la cual concordaríamos Byung Chul Han lo mismo que yo en mi libro Hyperglossia and the Novel, próximo a darse a prensas.
Es un sisma de «desencuentro epistémico con la sociedad informacional», y uno recuerda, leyendo, todas esas veces en que la escritura ha sido declarada muerta, o al menos agónica, desde que Platón desconfiaba de ella hasta que los futuristas quisieron aniquilarla en nombre de la máquina.
Pero aquí la diferencia es que no se trata de un manifiesto estridente, sino de una observación casi serena: la escritura ya no ocupa el centro, se ha vuelto excéntrica frente a las narrativas audiovisuales, hipertextuales y transmediales que colonizan el presente. Quizá lo más logrado del libro sea la osadía de proponer una periodización cultural que parece arbitraria y, sin embargo, convence por su sencillez: tres grandes estadios —la sociedad prelogos, la sociedad logos y la sociedad poslogos—, cada uno marcado por una narrativa dominante.
No es poca cosa reducir la historia de la cultura a tres nombres y, a la vez, hacerlo sin sonar simplista. Define Peirone la «narrativa social dominante» como «la tipología representacional que construye una cultura para transmitir tradiciones, formalizar creencias, reglamentar normas, contar dramas intersubjetivos, expresar miedos, organizar cantidades, medir distancias, proponer soluciones».
Y aquí uno siente que se ha dado con un hallazgo: no se trata, como en Foucault, de la episteme que regula los saberes, sino de algo más cercano a la vida, a esa pedagogía invisible que nos enseña qué temer y cómo obedecer, qué nombrar y qué callar.En esa larga deriva, el paso del mythos al logos se cuenta como un desplazamiento semántico antes que como una ruptura. Se recuerda, con cierta ironía, que mythos y logos fueron en un momento sinónimos, un tiempo cuando ambos significaban narrar, hasta que el segundo empezó a usarse para contar en otro sentido, para numerar, medir, calcular.
Ese giro, que parece menor, terminó por convertir al logos en un instrumento de poder, en la voz que jerarquiza y calla a las demás. «El teórico literario Mijail Bajtin denominó a esta operatoria ‘monologismo’, por la predominancia de una sola voz o perspectiva», escribe Peirone, y no podemos dejar de reconocer la astucia de su mirada: mostrar que la gramática misma, esa herencia indoeuropea que nos obliga a estructurar el mundo en sujeto y predicado, fue ya un gesto político, un dispositivo de dominación.
El libro, sin embargo, no se limita a recordarnos esa genealogía. Se arriesga en su propia forma, que no es del todo libro, o al menos no del todo lineal: capítulos cortos, imágenes, hipervínculos, citas sin paginado, emojis, códigos QR.
Puede que al lector más tradicional le parezca un artificio, una coquetería innecesaria. Pero hay que concederle a Peirone la coherencia: si habla del fin de la escritura, lo hace escribiendo como si la escritura ya hubiera estallado, como si necesitara convocar a los otros lenguajes que hoy le disputan el sentido.
No es este libro, pues, un lamento académico, sino un gesto performativo, y en ello reside gran parte de su originalidad.No falta, además, el matiz político.
Peirone insiste en que lo que vivimos no es un cambio superficial, sino una transición semejante a la del siglo VI e.c., cuando el logos sustituyó al mito y reorganizó la vida política y cultural.
La diferencia es que ahora ocurre a escala planetaria. Y uno se pregunta, siguiendo su razonamiento, si no estamos de nuevo en un umbral civilizatorio, en el que las instituciones y los saberes heredados ya no logran responder a la magnitud del cambio. Lo dice así, sin grandilocuencias: «no contamos con un desarrollo teórico ni un rediseño institucional acordes a su relevancia».
Y uno, lector, siente el vértigo de estar viviendo algo que aún no sabemos nombrar.Lo más persuasivo, quizá, sea la insistencia en que ninguna narrativa social logra jamás borrar a las demás. El mito, aun desplazado, siguió habitando los márgenes, sostuvo experiencias religiosas, estéticas, carnavalescas, resistencias de lo sensible.
Así también la escritura, aunque pierda centralidad, seguirá respirando en los intersticios, como reserva crítica. Hay aquí un eco derridiano: los restos nunca desaparecen, persisten como espectros que vigilan y desestabilizan a la narrativa dominante.Al leer estas páginas, uno no puede dejar de pensar que el fin de la escritura no es exactamente un final, sino una metamorfosis. El riesgo, como siempre, es el de la hybris: creer que la medida, el cálculo, el algoritmo contienen el mundo.
Peirone recuerda que los griegos ya lo hicieron, que confundieron el logos con la totalidad, y que de ahí nació la soberbia de dominar la naturaleza. Hoy, con nuestros datos y métricas, con nuestra obsesión por la inmediatez, corremos el mismo peligro.Y sin embargo, lo que queda tras la lectura no es un desconsuelo, sino la impresión de haber asistido a una cartografía lúcida, escrita en el umbral. El libro mismo, híbrido y fragmentario, es testigo de esa transición. Uno cierra sus páginas con la sensación de que, aunque la escritura se vuelva marginal, nunca dejará de ser necesaria: para decir lo indecible, para nombrar lo que los emojis y los gifs apenas rozan, para conservar esa lentitud que resiste a la avalancha del presente.
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