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Odiar como forma de amar: El verano que mi madre tuvo los ojos verdes, de Tatiana Țîbuleac

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 21 ago
  • 4 Min. de lectura

El duelo no queda como el final de algo, sino la persistencia de un resto que nos acompaña.


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La voz de un hijo que cuenta, con una violencia verbal que es a la vez bisturí y caricia. Un verano se convierte en el espacio donde la memoria se recompone en jirones, donde cada frase es una piedra lanzada contra la superficie opaca del pasado. Un libro que se levanta desde el resentimiento: no como culpa, sino como ruina viva, donde lo que resta no es el recuerdo fiel, sino el eco de lo que no se pudo decir.


Lo que Tatiana Tibuleac pone en juego en su novela El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes no es una historia de pérdida cerrada sobre sí misma, sino la imposibilidad misma de narrar el dolor sin que el lenguaje se fracture en heridas abiertas.


Decía Lukács que la novela existía dada la incapacidad de los humanos para recomponer un mundo que irremediablemente se ha quebrado, y en el cual la escritura se convierte en ese inefable intento de recomponerlo.


A veces, eso es todo lo que tenemos.


En la prosa de Țîbuleac avanza como un sol de agosto: enceguece, quema, pero también obliga a mirar lo que no puede sostenerse sin dolor. El relato del verano es también el relato de una metamorfosis: la del hijo que, bajo el mandato de acompañar a una madre moribunda, descubre una dimensión de la vida que no conocía. «Fue un verano en el que aprendí a mirar. A mirar de verdad». Esa mirada no es neutra ni contemplativa: es una herida que se abre en el rostro materno y, en esa apertura, deja ver el reverso del odio acumulado. La escritura se convierte en una pedagogía del desgarro.


«Odié a mi madre hasta el último día de su vida», confiesa el narrador, y en esa declaración no hay simple resentimiento, sino la condensación de un vínculo envenenado por los malentendidos, los rencores y las imposibilidades de una familia. El odio aparece aquí como una forma del amor desgarrado, como la única manera de sostener un lazo que nunca fue tierno, pero que tampoco pudo romperse. En este gesto la persiste el «resto», ese residuo que el duelo no consume.


El hijo que habla no busca absolución, sino la intemperie: «Odié a mi madre y, al mismo tiempo, la necesité como nunca a lo largo de ese verano». La paradoja del afecto se convierte en el ritmo de la narración. El hijo mira y, en ese gesto, se reconoce en lo que antes rechazaba. La madre enferma, con sus ojos verdes —esos ojos que sostienen el título como emblema—, ya no es solo la figura de la hostilidad, sino también la encarnación de una belleza que se vuelve insoportable.


Los ojos verdes funcionan como cifra de lo que no puede apropiarse del todo: un destello que atraviesa el lenguaje y deja tras de sí una estela inasimilable. “Eran tan verdes que dolían. Verdes como la verdad cuando ya es tarde”. El dolor y la belleza se funden en una misma experiencia, y el lenguaje tropieza en el intento de fijarlos.Pero lo más perturbador es que esta metamorfosis no lleva al hijo a una redención, sino a una comprensión desgarrada: la imposibilidad de volver atrás.


Si hubo odio y amor, si hubo reconciliación tardía, nada de eso borra la marca del pasado. El duelo nunca se cumple del todo; siempre queda un resto que habla, que insiste, que interrumpe. En la novela, ese resto es la memoria del hijo, narrada como una confesión imposible: «Quise pedirle perdón, pero no supe cómo. Las palabras se quedaban atascadas en la garganta».


El perdón no llega. La escritura se convierte en el espacio donde esa imposibilidad se inscribe. La tensión entre palabra y silencio atraviesa todo el texto. En la economía de la memoria, callar es tan significativo como hablar. El hijo enuncia, pero lo hace desde un lugar donde la palabra se parte constantemente: metáforas fulgurantes, imágenes súbitas, frases cortas que cortan la respiración. «Las frases eran cuchillos y yo era el único que sangraba».


El lenguaje mismo deviene escenario del duelo, un teatro de heridas abiertas que no buscan sutura.La obra rehúye el sentimentalismo y, en cambio, expone el afecto en su crudeza. No hay un ideal de madre, sino un cuerpo enfermo, un rostro que se desfigura, unos ojos que, en su verdor, se vuelven insoportables. El verano se transforma en el tiempo suspendido donde la verdad se desnuda sin adornos: el odio y el amor son inseparables, y la belleza solo aparece como herida. Lo que queda es el suplemento que no cierra, que no se deja absorber.


«Después de ese verano, ya nada volvió a ser igual».


La frase resuena como epitafio y como apertura, como la constatación de que la memoria no puede clausurarse en un relato acabado.


El duelo no queda como el final de algo, sino la persistencia de un resto que nos acompaña. En el fondo, lo que Tatiana Țîbuleac pone en escena es la imposibilidad de darle fin a lo vivido: el verano, con su sol ardiente y sus ojos verdes, no termina nunca del todo. Permanece como herida, como resto, como escritura.


Así, la novela no enseña a reconciliarse con la pérdida. Tan solo se trata de habitarla.

A veces, eso es todo lo que tenemos.

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