Un hilo negro entre dos oscuridades: frontera y viaje en Desierto sonoro
- Elidio La Torre Lagares
- 14 ago
- 6 Min. de lectura
En la novela de Valeria Luiselli, la frontera no es la línea donde termina un país y comienza otro, sino un espacio de fricción y de mezcla, de interpenetración.

En un momento suspendido de Desierto sonoro, de Valeria Luiselli, el paisaje del desierto parece perder su condición de mero escenario y adquirir una dimensión metafísica: «Todo parecía inmóvil, pero sentías que algo se movía bajo la tierra».
Es un instante umbral. El mundo visible y el invisible se tocan, se cruzan, como si la narradora —la madre— advirtiera que lo que la rodea no es solamente una planicie de polvo y luz, sino un territorio donde los estratos de la historia vibran por debajo, cargados de relatos y de pérdidas.
Desde su apertura, la novela avanza con esa sensación de desplazamiento inminente: la familia —madre, padre, una hija y un hijo— emprende un viaje por carretera desde Nueva York hacia el sur de Estados Unidos. No hay turismo, no hay ociosidad; cada adulto lleva un proyecto que empuja la ruta. Ella investiga la crisis de migración infantil centroamericana; él, la historia de Gerónimo y la resistencia apache. Los niños crean memorias.
El punto de llegada imaginado es México, aunque la narración nos enseña pronto que no se trata de un destino físico sino de un polo magnético: un lugar que organiza los desplazamientos y condensa sentidos. México es, aquí, la frontera que no divide, sino que acumula. Un hipertexto vivo donde convergen la resistencia apache y el éxodo centroamericano, la memoria de un pasado de invasiones y la urgencia de un presente marcado por el desarraigo. En palabras de la narradora: «La frontera es donde todo parece estancarse, pero donde todo se mueve bajo la superficie».
El contexto histórico es decisivo. La novela se sitúa en los años de mayor visibilidad mediática de la «crisis migratoria» en la frontera sur de Estados Unidos (2014–2016), cuando miles de niños centroamericanos viajaron solos, atravesando México para llegar al norte, y muchos fueron retenidos en centros de detención. La política estadounidense endurecía las medidas, separaba familias, y en las ciudades fronterizas la vida se encogía bajo un estado de vigilancia constante.
Luiselli escribe desde dentro de ese tiempo, y su prosa respira la densidad de un presente asfixiante que, sin embargo, está conectado con una historia larga de desplazamientos forzados: «En esta tierra, decía el padre, los muertos cabalgan todavía».
La trama —en apariencia lineal— se abre con el viaje familiar. Pero el desplazamiento, aunque hace de exoesqueleto, descansa sobre un organismo narrativo más complejo: la búsqueda de sentido en medio de una fractura íntima, y la necesidad de articular la historia de quienes cruzan fronteras y quedan suspendidos en el limbo legal.
La narración no se instala en un solo punto de vista. A ratos, la madre registra en su cuaderno los datos de su investigación: «Entrevistado número siete: No recuerda su dirección, pero sabe que la casa de su abuela estaba junto a un árbol grande». Otras veces, la voz se fragmenta para dejar entrar las percepciones de los hijos: «Si vamos muy rápido, mamá, el tiempo no nos va a encontrar».
Jane Alison describiría la estructura de Desierto sonoro como una «espiral» o una «onda», un patrón que se contrae y se expande, que no avanza hacia un clímax sino que vuelve sobre sí mismo, sedimentando significados. El viaje se construye tanto por la carretera que atraviesan como por la cartografía emocional que se expande con cada parada.
Michel Onfray hablaría aquí de la «geografía móvil» del cuerpo en tránsito: cada kilómetro recorrido es también una exploración interior. La narradora lo formula así: «Nos desplazábamos con la certeza de que no había un destino claro, sólo la promesa de seguir moviéndonos».
El paisaje, omnipresente, se convierte en personaje. En un tramo nocturno, la carretera «parecía un hilo negro cosiendo dos oscuridades», y en esa imagen se concentra la sensación de estar siempre entre lugares, sin llegar del todo a ninguno.
El desierto no es un vacío, sino un hipertexto natural donde se superponen capas de violencia, resistencia y esperanza. Allí conviven el eco de los trenes que arrastran migrantes, las voces de los apaches desplazados, y el murmullo íntimo de una familia que intenta sostenerse.
Luiselli hilvana microhistorias sin que se rompa el flujo narrativo: la del niño que huyó de Honduras colgado de La Bestia; la de las comunidades indígenas replegadas a reservas inhóspitas; la de los propios hijos, que inventan juegos para orientarse en un territorio incomprensible. La voz infantil se convierte en un ancla poética: «En esta tierra, los muertos no están muertos», dice el hijo. La hija, más pequeña, observa el mundo con lógica inmediata: «Si el desierto es tan grande, mamá, ¿quién lo guarda?».
La tensión aumenta a medida que la investigación de la madre avanza. En una sala de audiencias migratorias, describe: «Los niños esperaban en silencio, las manos en el regazo, como si supieran que cualquier palabra podía empujarlos más lejos del lugar que buscaban».
El dolor aquí no se expone; se insinúa, se contiene, como si la novela respetara el derecho de sus personajes a no ser exhibidos. Ese silencio latente —«hace más ruido que cualquier grito»— es uno de los grandes logros formales del libro.
No hay linealidad heroica. El viaje no se asemeja a la flecha que va del inicio al desenlace, sino al oleaje que arrastra y deposita, que vuelve sobre los mismos motivos: el pájaro enjaulado que los niños intentan liberar, las cintas de casete que registran voces y canciones, las fotografías que acumula el padre. «A veces, dejar ir no es liberar», dice la madre cuando el pájaro, liberado, cae al suelo sin volar. La frase condensa la ambigüedad del trayecto: no toda apertura conduce a la libertad.
La frontera, en este relato, no es la línea donde termina un país y comienza otro. Es un espacio de fricción y de mezcla, un lugar donde las fuerzas históricas y las historias individuales se interpenetran. Luiselli lo presenta como un nodo narrativo que organiza el movimiento. El viaje hacia México se vuelve también un viaje hacia atrás en el tiempo: hacia las rutas indígenas, las guerras de resistencia, los corredores migratorios, los lugares donde «todo parecía estancarse, pero todo se movía bajo la superficie».
Hay momentos en que la prosa se pliega hacia lo íntimo, recordando que el viaje exterior es también una pedagogía involuntaria para los hijos. En un motel barato, la madre observa a los niños dormidos: «La fragilidad de quienes aún no han aprendido a defenderse del mundo». Aquí se percibe la paradoja que sostiene la novela: desplazarse para acercarse, moverse para aprender la imposibilidad de fijarse.
El cuaderno de la madre es un archivo dentro del archivo. Escribirlo es ya un gesto de resistencia contra el borrado. Entre anotaciones documentales y reflexiones íntimas, el texto se convierte en un mapa de voces. El lector entiende que toda ruta personal está atravesada por rutas ajenas, y que la literatura, como el viaje, es un arte de intersecciones.
La escritura de Luiselli rehúye lo concluyente. El final no ofrece una resolución cerrada: «Paramos el coche. El desierto nos rodeaba. No había más camino, pero tampoco regreso». Lo que queda es la imagen de un viaje que continúa fuera de la página, como si el libro fuera una estación más en una ruta interminable. Onfray diría que viajar es aceptar que cada llegada es provisional.
En este sentido, Desierto sonoro no es sólo una road novel, sino una meditación sobre el movimiento como condición de vida y como forma de narrar. Luiselli consigue que el lector experimente la ruta no como una sucesión de paisajes, sino como un estado mental. México, más que un destino, es el punto donde se cruzan todas las trayectorias: las visibles y las subterráneas, las voluntarias y las forzadas.
En sus propias palabras: «Seguimos, porque detenerse sería como olvidar».
Ese “seguir” no es la fe en un horizonte claro, sino la aceptación de que el movimiento —físico, narrativo, simbólico— es la única forma de no sucumbir al silencio.
En la novela, cada kilómetro es un recordatorio de que las historias no se cierran, sino que se desplazan, se superponen y se reescriben. El viaje no es el argumento: es la gramática secreta que lo sostiene todo en nuestra eterna búsqueda por respuestas que quizá no tienen preguntas.
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