La pasión por no saber: la ignorancia como aparato de sentido, según Renata Salecl
- Elidio La Torre Lagares
- 24 jul
- 6 Min. de lectura
La ignorancia no es, pues, un agujero que aguarda ser llenado por el saber científico o por la autoridad ilustrada. Es, antes bien, un aparato de producción subjetiva.

En una época que se autoproclama como «era del conocimiento», el gesto de no saber —de no querer saber— no es un mero residuo premoderno, sino un acto cargado de intensidad, una elección afectiva, un dispositivo con efectos múltiples en la constitución del sujeto y en el engranaje del poder. Es decir, la ignorancia no manifiesta un tiempo pasado porque la modernidad nos ha hecho más sapientes. La ignorancia se alude como superstición arcaica que debiera desaparecer con el progreso de la ciencia. Renata Salecl, en Pasión por la ignorancia (Paidós, 2020), plantea lo contrario: la ignorancia, hoy, es activa, estructural, incluso deseada. No es lo que la modernidad prometió superar, sino lo que esta misma modernidad ha reconfigurado y cultivado.
Salecl, filósofa y socióloga eslovena, se adentra en esa zona densa donde el no-saber no es vacío, sino plétora; no es ausencia, sino gesto saturado de sentido. Si el saber pretende lo liso, la ignorancia se presenta como un pliegue, un desvío, una interrupción del flujo epistémico.
La ignorancia no es, pues, un agujero que aguarda ser llenado por el saber científico o por la autoridad ilustrada. Es, antes bien, un aparato de producción subjetiva, una práctica sostenida, a menudo deseada, a veces incluso celebrada.
En este libro, Salecl desarticula el prejuicio según el cual el conocimiento es siempre emancipador y la ignorancia una simple tara que se supera con datos, evidencia o pedagogía. Al contrario: en la matriz contemporánea, marcada por el fetichismo del dato, la acumulación informacional y la transparencia algorítmica, la ignorancia resurge como forma privilegiada de gobierno de sí y de los otros.
No saber —o no querer saber— es una pasión que excede lo psicológico y se proyecta como sintomatología social. Como la autora advierte: “Cada época se caracteriza por su propia ignorancia particular” y lo hace “en función del contexto, del poder y de los deseos que estructuran la vida colectiva”.
El mérito filosófico del libro reside en su capacidad de captar esta dinámica como una torsión constitutiva del sujeto neoliberal. Salecl parte de la distinción entre ignorancia y acto de ignorar: el primero como estado ontológico, el segundo como operación selectiva. Pero esta bifurcación rápidamente se desborda.
En el plano clínico, la ignorancia aparece como defensa, como denegación freudiana, como obstinación pulsional que encubre una verdad insoportable. En el plano colectivo, opera como un montaje ideológico que permite sostener ficciones estructurantes: la del mérito, la del amor romántico, la de la neutralidad científica. «La ignorancia puede ser tanto un escudo protector como una forma de perpetuar el miedo colectivo sobre el que se asientan jerarquías tiránicas», afirma Salecl.
Más allá de la taxonomía clásica que distingue entre incógnitas conocidas y errores, entre ignorancia tácita y estratégica, Salecl propone una lectura de la ignorancia como pathos, como afección constituyente.
En la figura de Trump, convertido en símbolo del desparpajo epistémico, la ignorancia ya no es lo que se combate, sino lo que legitima. «Donald Trump ha convertido la ignorancia en una virtud. Muchos de quienes le votaron se identificaron con esa aparente falta de conocimientos, pues consideraban que eso le confería autenticidad», afirma Salecl. Lo mismo puede observarse en la proliferación de teorías conspirativas, en la desconfianza sistemática hacia el saber experto o en la economía simbólica del big data, que disuelve el sentido en un mar de correlaciones sin sujeto.
No se trata, sin embargo, de una oposición simplista entre ignorancia y verdad.
Salecl muestra cómo el deseo de saber está siempre atravesado por la imposibilidad de saberlo todo, y cómo esa imposibilidad se convierte, en muchos casos, en excusa para la abdicación de todo pensamiento. La pasión por la ignorancia emerge, así, como una forma de regular el exceso, de blindarse ante la sobrecarga informativa, pero también como una renuncia activa al acto de interpretación. En vez de interrogar, se acepta. En vez de dudar, se desplaza. En vez de elaborar, se bloquea.
Este desplazamiento no es inocente. En el entramado político contemporáneo, la ignorancia funciona como tecnología de poder. No se trata simplemente de que los poderosos oculten información, sino de que se produce una arquitectura entera destinada a impedir que el sujeto desee saber. «Actualmente, la relación entre poder e ignorancia requiere de idéntica atención que la que Foucault dedicó a la relación entre poder y saber», dice Salecl.
Desde las farmacéuticas que administran verdades genéticas como si fueran oráculos, hasta los algoritmos de recomendación que convierten la atención en producto, todo el sistema parece estar orientado a generar ignorancia operativa: aquella que permite funcionar sin cuestionar los marcos que posibilitan la funcionalidad misma.
El gesto de este ensayo, sin embargo, no se detiene en el diagnóstico.
Hay en él una forma de interpelación, un llamado a leer la ignorancia como forma de resistencia ambigua. Porque no toda ignorancia es sumisión; también hay ignorancias tácticas, saberes no dichos, silencios cultivados, actos de no-ver que permiten fisuras en la maquinaria de control. «La ignorancia puede ser una manera de negarse a reconocer tales estructuras de poder, lo que las debilita o incluso termina por derribarlas», afirma la autora.
Reconozco que es una zona resbaladiza. La misma denegación que protege puede volverse estructura de violencia, como ocurre en la «ignorancia blanca» o la ceguera organizada del racismo sistémico, o en las omisiones ritualizadas de las estructuras patriarcales que ataca Charles Mills en «White Ignorance», publicado en el volumen colectivo Race and Epistemologies of Ignorance, editado por Shannon Sullivan y Nancy Tuana (SUNY, 2007). Salecl insiste: la ignorancia puede tanto reproducir el orden como sabotearlo. Es, en ese sentido, un campo de batalla semiótico y político.
No obstante, asentir al orden o sabotearlo requiere una acción que a su vez podría ser la misma inacción. Es un Tao donde nada existe sin su contrario. Si la ignorancia debilita, también fortalece. La ignorancia queda más cerca del lado neutro de las cosas que de sus extremos. No hablo de izquierda o derecha, sino de posiciones nodales que se comprometen con una acción clara hacia lo que es justo. Y lo que es justo, es lo que más verdad encierra.
Por eso resulta tan pertinente la lectura que Salecl hace del psicoanálisis. Al subrayar que el analista no debe saber, que debe habitar un no-saber que permita al analizante desplegar su deseo, Salecl pone en crisis la posición del experto, del que instruye, del que corrige: «El analista debe adoptar la postura del no conocimiento, para permitir que los analizandos descubran por sí mismos lo que subyace a sus síntomas».
El saber ya no es una propiedad, sino un proceso; no un contenido, sino una abertura. El analista —y, por extensión, el pensador— no ofrece respuestas, sino un espacio para que el no-saber se articule como pregunta legítima, no como déficit vergonzoso.
En este gesto —que no es ni místico ni cínico, sino filosófico en el sentido más radical— se juega una ética de la incertidumbre.
Salecl recupera la figura de la docta ignorantia de Nicolás de Cusa no como nostalgia medieval, sino como posibilidad contemporánea: reconocer que el deseo de saber no puede colmarse, y que en ese hiato se abre la posibilidad de una comunidad menos sujeta a la compulsión de la transparencia, más dispuesta a pensar, a esperar, a escuchar: “La esencia de las cosas […] permanece escudada de nuestra cognición, lo que nos deja en un estado de ignorancia inquisitiva”.
En tiempos de hiperinformación, ansiedad epistémica y pedagogías del rendimiento, Pasión por la ignorancia nos recuerda que no saber no es un fracaso, sino un lugar. Un lugar habitable, político, inquietante. Un lugar desde el cual pensar —no como acumulación de certezas, sino como gesto que interrumpe, que desacomoda, que mira donde otros han decidido no mirar.
La ignorancia, entonces, no es simplemente lo que se combate con más luz. Es, más bien, la sombra que toda luz proyecta.
Y es ahí, en ese claroscuro movedizo, donde este libro se instala para pensar la subjetividad contemporánea con una lucidez crítica que no teme a la incomodidad. Ni al silencio. Ni al estruendo de lo que aún no se sabe.
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