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Arqueología del afecto: Alberto Santamaría

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 12 may
  • 4 Min. de lectura

El gesto sentimental ha sido plegado, replegado, vuelto mercancía. No es el gesto heroico de la revuelta, sino el microgesto de la conformidad: la sonrisa exigida, el agradecimiento compulsivo.


¿Y si no fuera el alma, ni siquiera el corazón, sino el contorno invisible de lo posible lo que se disputa en esta escena? No el alma como centro, sino como superficie táctil, susceptible a la inscripción; un palimpsesto emocional que se deja escribir por la máquina—la que no se nombra, la que se desliza sin fricción por los intersticios de la subjetividad, la que ha aprendido a hablar en nombre del afecto para cancelar toda política. ¿Decir afecto es aún decir algo? ¿O es apenas repetir un gesto que ya ha sido metabolizado, domesticado, reproducido hasta vaciarse?


Tornamos la morada hacia En los límites de lo posible: política, cultura y capitalismo afectivo, donde Alberto Santamaría plantea que si la economía ha sido, como lo enunció Margaret Thatcher—no con poco cinismo—“el medio para transformar el alma”, entonces habría que preguntarnos en el por el modo en que ese medio se enmascara, por el modo en que su operatividad pasa por lo no dicho, lo que se calla mientras se sonríe, lo que se siente sin saberlo. Porque, en efecto, el afecto no es aquí lo opuesto a la racionalidad, sino su suplemento. No su negación, sino su trampa.


Santamaría, en su recorrido minucioso por las formas contemporáneas de la captura emocional, no describe una simple deriva cultural, sino una reconfiguración ontológica, o la mutación de la forma en que entendemos lo real y lo posible.


Y si es posible, sucede.


Pero el neoliberalismo, que no se limita a explotar fuerza de trabajo, necesita también colonizar el aparato afectivo, convertir el deseo en rendimiento, el entusiasmo en KPI, la vulnerabilidad en skill. Así, el sujeto deja de ser sujeto y se vuelve interfaz: disponible, adaptable, emocionalmente eficiente.


Lo llamo la mercantilización del deseo.


¿Quién dice afecto dice también adhesión? ¿Quién dice emoción no dice ya obediencia? El gesto sentimental ha sido plegado, replegado, vuelto mercancía.


Y ese pliegue —ese gesto que se curva sobre sí mismo hasta volverse hábito— es donde habría que leer la escritura política del presente. No el gesto heroico de la revuelta, sino el microgesto de la conformidad: la sonrisa exigida, el agradecimiento compulsivo, la aceptación proactiva del malestar como oportunidad.


Nada más dócil que un cuerpo que sonríe. Nada más gobernable que un sujeto que interioriza su precariedad como signo de su “resiliencia”.


Y es aquí donde la trampa se refina: porque el afecto neoliberal no impone, no golpea, no ordena. Seduce, insinúa, persuade. Su violencia es de baja intensidad, pero no por ello menos efectiva. Es una violencia que se enuncia como oportunidad. Una coacción sin garra, una explotación con rostro humano.


Todo puede decirse, pero sólo si se dice en ciertos tonos, en ciertos registros, con ciertas palabras. Es uno de los problemas callados de la literatura actual. La similitud hilvana, y lo mismo se hace familiar. Entonces la censura ya no actúa por supresión, sino por canalización, por apartar lo diferente y favorecer lo igual, siempre dentro de un mismo marco, una misma gramática.


Por eso, quizá, sea preciso volver a una arqueología de lo no dicho, de lo apenas insinuado. Lo que queda fuera del discurso optimizado. Lo que no encaja. Lo que incomoda. Porque si el neoliberalismo ha logrado algo —y no sé si su caída dará paso a un neo-fascismo— es haber exiliado el conflicto del campo de lo sensible. Hacer que ya no duela lo que duele. Que ya no arda lo que arde. Que la herida se convierta en dato.


La “obesidad afectiva” que diagnostica Santamaría no es un exceso, sino un vaciado. Una proliferación que equivale a un silencio. Una sobrepresencia que anestesia. Porque cuando todo se siente, ya nada se conmueve. Y si nada se conmueve, ¿qué lugar queda para la política? ¿Para el duelo? ¿Para la ira? ¿Para el deseo no mercantilizable?


Lo que se llama “cambio de paradigma” es, en realidad, una torsión de la mirada: la forma en que se nos enseña a ver sin ver, a sentir sin pensar. La creatividad ya no es subversión, sino norma; ya no interpela, sino que consuela. Su vector se ha invertido: antes fracturaba, ahora suaviza. Antes interrumpía el flujo, ahora lo optimiza.


Así, la cultura se vuelve el laboratorio donde se ensaya el nuevo sujeto: no el ciudadano, no el militante, sino el emprendedor emocional. Un sujeto que ya no exige, que ya no reclama, que ya no cuestiona: se adapta. Se adapta a todo, incluso a su propio malestar. Incluso a su propia disolución.


¿Qué resta entonces? Quizá no una respuesta, sino una insistencia. Una torsión del lenguaje. Una obstinación en los márgenes. Decir el afecto no como lo que se tiene, sino como lo que se resiste. No como lo que une, sino como lo que abre. Porque en ese hiato, en esa discontinuidad que el neoliberalismo intenta suturar con sus narrativas de felicidad y productividad, quizás aún resista un resto, un residuo irreductible a la gestión.


Y si ahí está la grieta, entonces será ahí —precisamente ahí— donde la crítica deberá volver a pronunciarse. Sin consuelo. Sin garantía. Sin promesa. Pero con la certeza de que aún hay cosas que no deben ser dichas en el lenguaje de los vencedores. Afectos que no caben en un Excel. Deseos que no saben obedecer.

 
 
 

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