Pensar el sentido
- Elidio La Torre Lagares
- 4 jul
- 5 Min. de lectura
Nada más falso, pues, que pensar en el sentido como certeza o como brújula fija. El sentido es más un desplazamiento que una dirección, más una tensión que un reposo, más un campo de resonancias que un lugar.

El sentido, sustantivo y participio, suele darse por sentado como una facultad de la inteligencia. Uno siente algo. Digamos amor. Y siente la materia. Digamos, un libro. Y mientras lo reconocemos, tiene razón de ser, existe, es inteligible; es decir, tiene “sentido”. Como decir lógica o verdad. El sentido es, entonces, facultad sensorial, dirección, significado, razón y motivo; pero también es forma adjetival en pasado participio del verbo sentir.
Precisamente, partir de estos registros múltiples del término, Pascal Chabot emprende en Un sentido a la vida: investigación filosófica sobre lo esencial (Un senso a la vita; indagine filosofica sull’essenziale; Trecani, 2025), lo que el filósofo belga refiere como una tríada: sensación, significación y orientación.
La etimología del término sensus funciona en su libro como un fundamento disperso, un campo de tensiones semánticas que estructura su meditación sin necesidad de fijarse en una sola definición. Chabot no lo dice explícitamente, pero el hecho de que el latín sensus derive de sentire (sentir) y no de intelligere (entender) ya es en sí mismo una declaración filosófica: el sentido no se capta como un dato racional, sino que se experimenta, se vive, se construye en el cuerpo y en el lenguaje.
Esta genealogía semántica resuena con la propuesta de Chabot de pensar el sentido no como contenido, sino como movimiento entre polos, como circulación vital.
No se trata de preguntar qué es el sentido, sino de sospechar qué hace el sentido cuando irrumpe, cuando se escabulle, cuando se performa, cuando se vuelve lenguaje sin sintaxis, o deseo sin objeto.
Y si lo esencial no es algo que se posea, sino algo que nos pone en movimiento, ¿cómo nombrarlo sin clausurarlo, cómo tocarlo sin reducirlo a fetiche? A esta danza sin centro, Pascal Chabot le da un nombre provisional, o más bien un eco: un senso alla vita.
Nada más falso, pues, que pensar en el sentido como certeza o como brújula fija. Chabot no viene a ofrecernos una definición, sino a mostrarnos que el sentido es más un desplazamiento que una dirección, más una tensión que un reposo, más un campo de resonancias que un lugar. Por ello, el libro no postula un sistema cerrado, sino un circuito —o quizás un torbellino— donde los ejes se confunden: sensación, significación, orientación.
¿Pero acaso no son ya esas palabras un modo de domesticar lo indomesticable?
La pregunta por el sentido retorna como herida, no como método. La vida se agrieta no porque no tenga sentido, sino porque exige uno sin poder garantizarlo. Chabot no oculta la violencia de esta exigencia. Al contrario, la toma como síntoma de nuestra época: una civilización que ha pasado del deber al deseo, de la obediencia a la interrogación, y que en ese pasaje ha dejado de tener respuestas colectivas para enfrentarse al vértigo de preguntas individuales.
Ya no hay Dios, pero hay hashtags. Ya no hay ley sagrada, pero hay métricas de productividad. Ya no hay mitos fundadores, pero hay algoritmos que predicen nuestra angustia.
En esta condición, el sujeto —o lo que queda de él— se convierte en lugar de paso, en interfaz saturada, en criatura que articula su precariedad a través de una pregunta: ma dov’è il senso?
No hay ironía en la pregunta. Hay urgencia. Porque esa frase —repetida, susurrada, casi infantil— no es mera queja ni lamento metafísico. Es lo que queda cuando las coordenadas fallan. Es el hilo rojo que une a la programadora que trabaja para una dictadura sin saberlo, a la enfermera que apenas reconoce su vocación en el cansancio de los turnos, al nieto ecológicamente furioso que, sin embargo, compra un billete de avión.
La contradicción ya no es excepción, sino estructura. Y el sentido, si es que aparece, ya no viene como solución, sino como capacidad de habitar esas grietas sin hundirse.
Habitar el intersticio: tal podría ser el gesto filosófico que Chabot ensaya. No se trata de renegar del nihilismo, sino de constatar que ya ha cumplido su labor demolidora. Nietzsche, ese maestro indisciplinado, ha sido escuchado. El absoluto ha muerto, o al menos se ha vuelto ridículo.
¿Y ahora?
Ahora, dice Chabot, no basta con desconfiar. Hay que reaprender a decir sí sin ceguera, a buscar sin fetichismo, a abrirse al mundo sin nostalgia del cosmos perdido.
El problema no es que no haya sentido, sino que hay demasiados. Y la multiplicidad no se resuelve en relativismo, sino en responsabilidad: cada quien es llamado a trazar, en la maraña de los signos, un circuito que no cierre sobre sí.
Ese circuito —el del sentido abierto— no tiene fórmula, pero tiene condiciones. Chabot las sitúa en la confluencia de tres movimientos: sentir, comprender, orientarse. La sensibilidad, el lenguaje y la acción: tríada que no busca cerrar el círculo, sino mantenerlo en fricción.
¿Y si el sentido fuera precisamente eso: una fricción sostenida entre lo que percibimos, lo que interpretamos y lo que proyectamos?
Así entendido, el sentido no es contenido, sino movimiento. No se tiene, se hace. No se posee, se comparte. No se dice, se insinúa.
Aquí el pensamiento de Chabot deviene terapéutico, pero no en el sentido de una cura que sutura, sino como un arte de la herida. Filosofar es aprender a vivir con la disonancia, a no esperar armonías que ya no vendrán.
Porque si algo caracteriza a nuestro tiempo es esa “gran disonancia” entre lo que disfrutamos y lo que denunciamos, entre los beneficios del sistema y sus horrores.
Vivimos en una suerte de esquizofrenia ética, conscientes del privilegio y de la catástrofe, incapaces de resolver su tensión. Chabot no propone superarla, sino convertirla en lugar de elaboración: non si tratta di guarire, ma di attraversare.
El pensamiento, en esta clave, no es refugio sino riesgo. Pensar el sentido es exponerse a su imposibilidad, sin por ello desistir. Es sostener la pregunta sin exigir respuesta. Es ensayar, como quien tantea un idioma perdido, modos de significar que no prescriban, modos de decir que no clausuren, modos de vivir que no destruyan su promesa en nombre de su eficacia. Porque la eficacia —la del mercado, la del algoritmo, la del dato— ha colonizado incluso nuestras formas de angustia. Ya no se muere de preguntas, se muere de rendimiento.
Contra esta lógica, Chabot propone una reapertura poética. No se trata de estetizar el mundo, sino de volverlo respirable. El sentido abierto no es una teoría, es una práctica: leer un verso como si fuera una pregunta, amar como si fuera una escucha, elegir como si fuera un gesto de cuidado. No hay retorno al paraíso, pero hay huellas. No hay totalidades, pero hay intensidades. Y en esas intensidades —un gesto, una mirada, una conversación— puede estallar, a veces, un destello de sentido.
Por eso, el ensayo de Chabot no es un tratado sobre el sentido, sino una invitación a reinventarlo.
No dicta, acompaña. No enseña, provoca. No responde, pregunta otra vez. Es un texto que sabe que no hay respuestas eternas, pero sí formas éticas de buscar, formas humanas de no saber. Y en eso radica su fuerza: en abrir un espacio donde la filosofía vuelva a ser conversación, no dogma; búsqueda, no posesión; deseo, no sistema.
Así, Un senso alla vita no es una guía ni un consuelo. Es un mapa sin leyenda para un territorio sin bordes. Una pedagogía de la intemperie. Una ética del temblor.
Porque quizás, sólo quizás, el sentido no se encuentra. Se inventa. Se arriesga. Se nombra, sabiendo que se escapa. Y ese gesto, ese intento, esa poética inacabada, no es poco.
Es, tal vez, lo esencial.
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