El instante eterno, de Pascal Bruckner
- Elidio La Torre Lagares
- 23 jun
- 7 Min. de lectura
Pascal Bruckner escribe un libro que no define ni sistematiza, sino que observa, digiere y titubea, lo que es. Me parece que es la única manera decente de pensar la vejez.

I. En el instante en que el tiempo ya no exige
Pensar no es formular, sino tal vez demorarse, dar rodeos, como quien duda si atravesar la puerta o mirar su reflejo en ella, como, por ejemplo, pensar que hay formas de tiempo que no responden a la noción habitual de avance, progreso o continuidad. Formas de tiempo que, más bien, se repliegan sobre sí, que se suspenden, o se pliegan como el ala de un ave que ya no vuela pero aún recuerda haber volado.
Ese tiempo, que no avanza, que no obedece al calendario ni a la agenda, que incluso podría confundirse con un error del reloj o del corazón, es el que Pascal Bruckner trata de rozar —porque nunca se alcanza del todo— en Un instante eterno. Un libro que no define ni sistematiza, sino que observa, digiere y titubea, lo que es, me parece, la única manera decente de pensar la vejez.
“No es el tiempo lo que huye, sino nosotros quienes huimos de él como si fuera un perseguidor”.
Lo que aquí se plantea no es una teoría del envejecimiento, ni una política del retiro, ni siquiera una filosofía de la decadencia. Es otra cosa, más leve y más compleja: un intento de pensar el instante en el que el tiempo, aun pasando, ya no exige ser vivido como paso. No por falta de urgencia, sino por una suerte de saturación. Como si todo hubiera sido ya, sin necesidad de haber ocurrido.
Hay, desde luego, un equívoco en la forma en que se nos ha enseñado a entender el tiempo. Un equívoco, o tal vez una violencia: la de suponer que el tiempo tiene dirección, que es flecha, que es línea recta hacia algún lugar donde, se nos dice, sucederá algo que le dará sentido a todo lo anterior. La vejez desarticula ese relato. Lo revierte. Lo deja sin fundamento. La vejez —y aquí se escucha la voz de Bruckner como quien habla desde una silla al fondo de una habitación que ya nadie visita— no da sentido a la vida, sino que la vacía de urgencias y le permite ser, por fin, duración sin motivo.
“La perfección del tiempo no está en su duración, sino en su densidad. Un minuto en la vejez puede pesar más que un año en la infancia”.
Podría decirse —y no me atrevo a afirmarlo sin reservas, porque en estos asuntos las reservas son precisamente lo que permite el pensamiento— que el instante eterno no es el que se prolonga, sino el que suspende el flujo que lo haría desaparecer. Un instante que no muere porque no llega a nacer del todo. No es lo sublime ni lo inmortal, sino lo que no entra en la lógica de lo útil ni de lo mensurable. Y esto es escandaloso. Porque vivimos en un régimen de tiempo cuantificable, divisible, útil. Un régimen que ya no tolera lo que no produce. El viejo, entonces, es figura subversiva. Figura desplazada, marginal, casi clandestina.
“Se nos permite vivir más, con la condición de no parecernos a nosotros mismos”.
Esta frase —tan discretamente feroz— encierra una paradoja: se nos concede tiempo, pero solo si ese tiempo no se nota. Solo si se simula juventud, agilidad, función. La longevidad no es un derecho, sino una condición: se nos otorga bajo la cláusula de no encarnar la vejez. Ser viejo sin parecerlo. Vivir sin envejecer. El tiempo, sí, pero sin sus marcas. ¿Qué ocurre, entonces, cuando uno, con obstinación o simplemente por cansancio, se deja marcar?
Aquí comienza lo inquietante: dejar que el tiempo haga lo suyo. No resistir, no embellecer, no corregir. Dejar que el rostro se hunda, que la memoria se confunda, que el deseo se desplace a otros ritmos. No como resignación, sino como apertura. Como quien decide, no sin vacilación, habitar la imperfección como forma de plenitud. Porque la perfección, tal vez, no sea lo completo, ni lo brillante, ni lo eterno. Sino esto: la forma en que el tiempo se pliega sin romperse. La vejez, entonces, como pliegue del tiempo que no sangra.
“La eternidad no está después de la vida, sino en su ralentí. En ese momento en que el mundo sigue, pero uno se queda, como quien escucha una música que ya no suena para los demás”.
Esta imagen —la música que ya no suena— es profundamente política. Porque el viejo, el que ya no produce, el que no compite ni se actualiza, escucha algo que los otros ya no oyen. Escucha, quizá, el murmullo del tiempo que no se puede intercambiar. El tiempo que no sirve para nada y por eso, precisamente por eso, libera.
Podría decirse que ese tiempo, el que no rinde, es el único verdaderamente nuestro. El único que no puede ser gestionado, externalizado, eficientizado. En él, uno no trabaja ni se cura ni mejora. Uno simplemente es, si es que eso aún significa algo.
Y si lo significa, lo hace en la densidad del instante, en su opacidad, en su incapacidad de ofrecerse como promesa. No hay futuro en la vejez, pero tampoco hay pasado. Hay solo presente que se pliega sobre sí. Que se escucha mientras se apaga. Presente que no desea ser futuro, ni que el pasado regrese. Presente como ruina delicada.
El libro de Bruckner no es heroico. No hay aquí ninguna épica de la vejez. Tampoco hay melancolía impostada. Lo que hay es una forma de escritura que se deja impregnar por el tiempo que describe. Una escritura que envejece mientras avanza. Que se ralentiza en la medida en que se acerca al pensamiento.
Porque no se trata de “aceptar” la vejez —ese verbo que huele a derrota—, sino de dejarla hablar. De permitirle construir su sintaxis. Una sintaxis donde el verbo estar predomina sobre el hacer, y donde la espera ya no espera nada, sino que se basta en el gesto mismo de esperar.
Quizá eso sea la perfección del tiempo. No la inmortalidad, ni la juventud perpetua, sino el instante que ya no quiere huir de sí mismo. El instante que, como el viejo sentado en un banco que nadie ve, permanece. No porque tenga algo que ofrecer, sino porque su sola permanencia revela una verdad que el tiempo moderno ha querido borrar: que no todo lo que dura debe servir. Que hay duraciones inútiles que salvan.
Y eso, si es que aún puede decirse así, es filosofía. Pero también, quizás, algo más: una forma de compasión sin objeto. Una forma de tiempo que ya no espera respuesta. Solo —y no es poco— permanece escribiéndose sin fin.
II. La suspensión o el instante que no cesa de decirse
“No se puede vivir sin una cierta dosis de ficción. Incluso cuando uno envejece, o sobre todo entonces.”—Pascal Bruckner, Un instante eterno
Hay, en la suspensión del tiempo que describe Bruckner, una correspondencia secreta con el acto mismo de escribir. Como si la frase —cuando se detiene a mirar su propio reflejo— también envejeciera. O como si el tiempo de la escritura fuera esa forma encubierta del tiempo que no pasa, o que solo pasa para perderse. Escribir sobre la vejez, escribir desde la vejez o desde su umbral, implica no solo una ética de la mirada, sino una poética de la demora.
Y aquí la escritura comienza a parecerse al propio viejo del libro: no se dirige a ningún lugar, no ofrece soluciones, no avanza, pero insiste. No porque espere algo, sino porque no puede no decir lo que ya está ocurriendo. Es una escritura que no empuja el pensamiento, sino que lo deja flotar, a veces con lentitud excesiva, otras veces con esa torpeza que tienen las cosas que no se practican con frecuencia.
En este contexto, la suspensión no es interrupción, ni silencio, ni vacío. Es más bien una insistencia sin tensión, un compás fuera de ritmo que no necesita recomponerse. Como si al entrar en el instante eterno, también la escritura tuviera que aprender a dejar de escribir en futuro, a no buscar conclusión, a no cerrar.
Escribe Bruckner:
“La eternidad no está después de la vida, sino en su ralentí”.
Ese ralentí, esa forma de permanecer sin función, es también una forma de leer y escribir. El lector que entra en estas páginas no es un lector que quiere llegar a un punto, sino uno que acepta demorarse. No para entender mejor, sino para simplemente no huir. Leer, entonces, como acto de suspensión. Como forma de compartir el tiempo que ya no se intercambia.
Uno podría decir que en ese detenerse, en esa quietud que no es parálisis sino otra forma de ser, se juega algo esencial: el reconocimiento de que el sentido no se produce en la velocidad ni en la resolución, sino en la duración inconclusa, en la frase que nunca termina de cerrarse, en la sensación de que todo lo dicho está siempre a punto de ser retirado.
La escritura, entonces, no dice, sino que ensaya decir, tantea. Como la vejez misma: sabe que todo puede olvidarse, incluso lo que aún no ha ocurrido.
Y es que todo lo que se escribe desde ese umbral —el de la lentitud, el de la permanencia que ya no espera— está contaminado por la imposibilidad del cierre. El viejo, como la frase que no cesa, no concluye. Se suspende. Se sostiene en un presente prolongado que no se deja archivar. Hay en esta escritura —como en ese cuerpo que resiste— una especie de espectro del sentido: una voz que habla sin garantías, que se escribe sin red.
“El viejo ya no corre tras el tiempo porque ha aprendido a caminar junto a él. Lo acompaña, incluso lo perdona”.
¿Y no es eso lo que hace la escritura también, cuando ya no quiere demostrar, ni explicar, ni redimir? Caminar junto al pensamiento. No llevarlo, no conducirlo, sino acompañarlo en su desgaste.
La suspensión, entonces, no es negación del tiempo, sino su forma más densa. El tiempo que se escribe desde sí mismo, sin destino. Como si el gesto de escribir fuera, en sí mismo, una forma de permanecer.
Por eso este ensayo tampoco concluye. No porque no tenga final, sino porque su final se difiere. Porque no puede, ni quiere, decir su última palabra. Sería un acto de soberbia, o de nostalgia, que contradice lo que en estas líneas se ha intentado no decir demasiado pronto.
Quizá, como sugiere Bruckner sin afirmarlo, el único modo de cerrar sea no hacerlo. Y entonces el texto no concluye, sino que se va retirando, poco a poco, como el día que no acaba de oscurecer del todo.
“He vivido más de lo que podía imaginar, y sin embargo, aún no sé si lo he hecho del todo.”
Y tal vez vivir —como escribir— no sea más que eso: una forma de no terminar de ocurrir.
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