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La ausencia como materia viva en Absence, de Issa Quincy

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 3 ago
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 7 ago

Absence no se narra de principio a fin, sino como una conversación entre ruinas.


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No es una novela fácil ni complaciente. Para leer. Absence, de Issa Quincy, hay que tomarla con tiempo —a pesar de au brevedad cuántica— y dos de azúcar.


El narrador comienza estableciendo el tiempo, el once upon a time que aquí se convierte en “the time before now”. as remote as it seems, it is my mother that I think of.” Ese tiempo pertenece a la memoria, y la memoria es la de su madre.


La madre no es solo una figura biográfica o emocional: es, ante todo, una función dentro de la estructura simbólica del sujeto (Lacan). Y como nodo fundamental en la constitución del yo y el acceso al lenguaje, la madre llega a manera de poema.


Es un poema que el narrador recuerda algunos versos: «Hay un pozo de vergüenza / y en él yace un hombre desdichado / devorado por dientes de fuego…su tumba no tiene nombre».


La recurrencia del poema actúa como una resonancia afectiva y transgeneracional mientras el narrador adulto lo recita para conjurar presencias perdidas.


Nunca conocemos la autora o autor de los versos.


Issa Quincy parece escribir con los ojos cerrados, como si el libro se hubiese redactado desde un cuarto sin ventanas en el que la memoria es la única lámpara encendida.


Lo mejor es que no es una novela en el sentido convencional, sino una sucesión de destellos: escenas en las que el narrador habla con el fantasma de su madre, de un profesor muerto, de una tía olvidada. La ausencia, en este libro, no es una falta, sino una materia tangible, casi sólida, con la que Quincy moldea identidades quebradas.


La historia comienza, precisamente, con un niño que se duerme al ritmo de la voz de su madre. Una voz «blanda y dulce», dice, como si fuese posible acariciar con las palabras. Esa escena se incrusta en su cabeza como una semilla. Años después, ya adulto, el narrador vuelve a escuchar aquella voz en grabaciones viejas o en poemas releídos a escondidas, como si buscara confirmar que alguna vez existió. Lo más inquietante es que no está seguro de que la madre siga siendo la madre o si es solo una ficción armada con palabras y nostalgias.


La adolescencia llega con su propio derrumbe, como la mía. El poema que lo arrullaba de niño se descompone en pedazos: «caía al suelo, fuera de la vista», recuerda, pero siempre volvía como una canción obsesiva.


En ese vaivén, el narrador se siente «nadie en absoluto, nada más que una voz sin recipiente que deriva silenciosa por imágenes antiguas». Es ahí cuando aparece Rothlan, el viejo profesor, un hombre que alguna vez brilló en las aulas y que ahora vaga como una sombra por Magdalen Road, en busca de piscinas vacías «porque están más vacías que las demás».


El suicidio de Rothlan, anunciado con frases limpias y sin dramatismos, pesa sobre la novela como una herida imposible de cicatrizar.


Luego está Sulli, el casero de Little Venice, con su altillo lleno de polvo, cajas y olor a incienso. Sulli es una criatura rara, marcada por una operación en la infancia: «agua en el cerebro», dice, como si el pensamiento le hubiese llegado diluido. Habla sin filtros, con la brutalidad de quien no tiene un botón de pausa en la lengua. Es grosero, malhablado, pero también fascinante. Ama a Velázquez, Goya y Zurbarán como otros aman a sus hijos. «Los comentarios crueles… eran consecuencia del daño infligido de niño», explica el narrador, como si intentara disculparlo.


Jedha, la tía poeta de Sulli, aparece en cartas, en diarios polvorientos. Hay un cuaderno de 1965 donde anota el poema que se vuelve mantra. Jedha es el eco femenino de la novela, la voz que viene desde París, desde librerías en penumbra, desde un perfume de bergamota que sigue rondando las páginas como un espíritu inquieto.


Absence no se narra de principio a fin, sino como una conversación entre ruinas. Quincy coloca las escenas como piezas sueltas, cada una iluminando otra en un ángulo imprevisto. El narrador admite que no recuerda bien, que hay huecos en su memoria, que no sabe qué le pasó exactamente a su maestro ni quién escribió el poema que cantaba su madre.


Esos huecos, en lugar de restar, suman: ahí habita el misterio. En ese sentido, el libro se parece a las obras de W.G. Sebald, con su misma capacidad de sugerir más de lo que muestra, de dejar la verdad a medio camino.


Quincy escribe con un oído especial para las texturas: «la madre canta contra el silencio como un grito contra una tormenta», dice en algún momento, y basta esa imagen para degustar a un poeta que escribe novelas.


Hay polvo en los muebles de Sulli, té en las tazas, humo de cigarrillos, un hervidor que silba como si fuera a explotar. Es una prosa llena de olores y ruidos, como si cada palabra estuviera impregnada de una materia invisible.


También hay una obsesión con la lectura y la escucha. El narrador asegura que, al escuchar a otros, descubre dónde «termina y empieza el lenguaje».


Tal vez por eso la novela está plagada de citas, no como adornos cultos, sino como resonancias afectivas: Césaire, Cocteau, Pasolini. Todo vibra al mismo nivel, como si Quincy estuviera componiendo una sinfonía hecha de palabras prestadas.


El logro de Absence está en convertir lo ausente en motor narrativo. No se trata de llorar lo perdido, sino de construir algo con ello.


Rothlan, con su vida rota, es un recordatorio brutal de que todos llevamos una parte de vergüenza escondida. Su suicidio no se presenta como un escándalo ni como una lección, sino como un gesto ambiguo: «la elección más humana de todas las elecciones», dice él.


Sulli, con su mente que piensa en voz alta, es otra cara de esa misma idea. No es un héroe ni un ejemplo de nada, pero su manera de existir –a medio camino entre la rabia y la lucidez– lo vuelve inolvidable. Quincy lo trata con una ternura áspera, sin falsos consuelos.


Jedha, por su parte, habla desde París de los «niches vacíos del Pont Marie», lugares sin nombre donde cabe todo el olvido del mundo. Sus cuadernos, leídos por su sobrino, se convierten en un acto de resurrección. Quincy parece decirnos que leer es siempre resucitar a alguien.


En tiempos de autoficción rápida, Absence apuesta por lo contrario: frases largas, respiración lenta, espacios en blanco que obligan al lector a entrar en el texto como quien entra en una casa abandonada. Quincy no busca la verdad, sino la vibración de la duda. Sus personajes se construyen a partir de gestos mínimos, de miradas fugaces, de objetos olvidados.


No es una novela fácil ni complaciente, como dije.


Pero ahí reside su fuerza.


Absence nos recuerda que el lenguaje no es solo comunicación: es el último refugio para lo que no se puede decir de otro modo.

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