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Del tubo al lenguaje: una contraeducación de la subjetividad

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 29 jul
  • 6 Min. de lectura

Metafísica de los tubos comienza con una afirmación radical: Dios no vive, existe.


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Querer ser un objeto. Una cámara. Un lápiz. Un libro. Una roca. La ambición es absurda, pero dibuja todo el paisaje emotivo que vive en nosotros. Las cosas también viven como por encantamiento. «Animar» es dar alma a lo que no lo tiene. Dar aliento. Dar vida. La metáfora vital.


La narración de Metafísica de los tubos, de Amèlie Nothomb, es una especie de «animación» de una infancia. Lo que en otras obras aparece como tiempo de formación, en el texto de la baronesa Nothomb se presenta como un agujero ontológico, una zona donde el yo no ha sido convocado ni deseado.


No hay aquí progresión ni epifanía, sino una torsión constante de los presupuestos narrativos de la memoria, la identidad y la infancia.


La novela comienza con una afirmación radical: Dios no vive, existe.


Este Dios no crea ni observa. No tiene lenguaje, no desea, no espera. Se deja atravesar por la digestión, la excreción, la inercia. Se autodefine como tubo, como pasividad absoluta, como plenitud sin conciencia: «Era como si siempre hubiese existido. Dios carecía de lenguaje y, por consiguiente, también de pensamiento».


Este primer movimiento filosófico establece el eje del texto: el rechazo de la narración como una línea evolutiva o teleológica. La protagonista, en lugar de descubrir el mundo, lo ignora sistemáticamente. Frente a los estímulos exteriores —el pecho de la madre, la música, los terremotos del Kansai, incluso el derrumbe de su propia cuna tras un seísmo— el tubo permanece impasible. La escala de Richter no lo afecta. El texto subraya con insistencia esta indiferencia: «El tubo aceptó la inanición como lo aceptaba todo, sin el menor asomo de desaprobación o de asentimiento». Lo importante no es la anécdota, sino el sistema de ideas que sostiene esta estética de la inercia: la fuerza más poderosa del universo es, para Nothomb, la fuerza de lo inmóvil. La criatura no llora, no responde, no tiene instinto de supervivencia. No hay en ella impulso vital, ni siquiera el mínimo rechazo ante la muerte.


A través de esta figura, Nothomb pone en escena una crítica feroz a la construcción normativa del sujeto infantil.


La niñez no es aquí una época dorada, sino un problema filosófico. Y es el lenguaje el que determina el estatuto ontológico de la criatura: «Vivir significa rechazar. […] La única mala elección es la ausencia de elección».


El tubo no elige porque no distingue. No vive porque no ha aprendido a mirar. La mirada, en el texto, es la primera forma de decisión, el primer acto de diferenciación.


Donde no hay mirada, no hay vida.


El nacimiento del yo no se produce por acumulación de experiencias, sino por accidente. Esta es una de las tesis más radicales del texto: el pensamiento no surge de forma natural, sino por una anomalía, una fractura del equilibrio.


El despertar del tubo —la escena en la que por primera vez la criatura grita, patea y emite sonidos— no responde a una progresión lógica. El texto lo presenta como un acontecimiento sin causa, una «cólera fabulosa» de origen inexplicable: «La criatura estaba furiosa. Una fabulosa cólera la había sacado de su entorpecimiento». Nadie en la familia comprende por qué, después de dos años de mutismo y estatismo, el cuerpo se agita. Nothomb sugiere que se trata de un «accidente mental», una categoría que subvierte todo el aparato médico y pedagógico. La conciencia aparece como error, no como resultado.


Esta emergencia de la subjetividad no tiene, sin embargo, un carácter liberador. Al contrario: el yo nace entre gritos, frustración y violencia. La criatura no soporta que los demás hablen mientras ella no puede articular palabras. La rabia no viene del entorno, sino del desfase entre el poder sentido y el poder real: «Gritaré hasta que mis gritos se conviertan en palabras».


El lenguaje, en esta etapa, es una promesa no cumplida, una herramienta que no responde. El yo que ha surgido del placer ahora sufre por su impotencia verbal.


Es aquí donde irrumpe la figura fundacional del chocolate blanco. A diferencia de otros símbolos infantiles, no representa consuelo ni ternura, sino una epifanía gustativa que funda la identidad: «La voluptuosidad se le sube a la cabeza, le hace jirones el cerebro y hace resonar una voz que nunca había oído: ‘¡Soy yo!'».


El yo no se construye en relación con la madre ni con el padre, sino con una experiencia de placer puro. No hay aquí trauma edípico, sino una erótica de la dulzura. El yo se afirma no como carencia, sino como intensificación.


El sabor no es metáfora: es la vía de acceso a la memoria y a la palabra. A partir del chocolate blanco, la protagonista recuerda todo. Su identidad no se organiza alrededor del apellido, ni del género, ni de la nacionalidad: se articula como sede del placer.


Lo que sigue es la rápida adquisición del lenguaje. No por enseñanza, sino como extensión de ese primer acto de afirmación.


Las primeras palabras no están orientadas a comunicar una necesidad, sino a expresar una elección ontológica: «Papá» y «Mamá» son fórmulas diplomáticas, tributos para satisfacer a los progenitores. Más peso carga el hecho de descubrir lo que es una aspiradora:


«[M[i madre entró en el salón con un animal de cuello largo cuya

larga y delgada cola terminaba con una toma de corriente. Apretó un botón

y el animal emitió un lamento regular y continuo. La cabeza empezó a

moverse sobre el suelo con un movimiento de vaivén que arrastraba el

brazo de Mamá detrás de él. A veces, el cuerpo se desplazaba sobre unas

patas en forma de ruedas. //No era la primera vez que veía una aspiradora, pero todavía no había reflexionado sobre su condición».


La palabra “aspiradora” le revela un deslumbramiento metafísico: el Yo se reconoce en la máquina que succiona la realidad y la transforma en vacío. «La aspiradora era una aniquilación pura y simple. Por más que considerase que un Dios nada tiene que demostrar, me habría gustado ser capaz de protagonizar un prodigio semejante». La máquina no representa el progreso tecnológico, sino la posibilidad de actuar sobre el mundo. El tubo pasivo ahora quiere convertirse en fuerza transformadora.


La protagonista de Metafísica de los tubos de Amélie Nothomb quiere ser tubo —o más precisamente, se concibe a sí misma como tal— porque el tubo representa una forma de existencia puramente pasiva, mecánica y perfecta en su neutralidad ontológica. En las primeras páginas de la novela, se describe al bebé como un ser que no actúa, no reacciona, no desea: simplemente deja pasar el mundo a través de sí. Como un tubo.


En una escena donde la personaje se encuentra en el jardín, donde cree tener el poder de hacer florecer las peonías, profundiza esta ilusión demiúrgica. El entorno no es ajeno, sino maleable. El yo se percibe como agente del florecimiento.


Este narcisismo no se presenta como patología, sino como etapa fundacional del pensamiento: la subjetividad, en Nothomb, no nace desde la conciencia del otro, sino desde el desbordamiento de sí.


La exclusión, sin embargo, aparece encarnada en la figura de Kashima-san, la niñera aristócrata que no se somete al juego devocional. Ella no se rinde al mito de la niña-diosa. Es la única figura que niega su sacralidad, y esa negativa resquebraja la estructura simbólica que el yo intenta construir. La bofetada que recibe de Kashima-san marca el ingreso al límite: no toda voluntad produce efecto.


La otra cara de esta construcción identitaria es la muerte. Pero no como final, sino como experiencia anterior al lenguaje. La protagonista entiende la muerte no desde la pérdida afectiva, sino desde el recuerdo corporal: «¿Qué creían que hacía, pues, tanto tiempo dentro de mi cama-jaula, sino morir mi vida, morir el tiempo, morir el miedo?».


Morir no es desaparecer, sino permanecer en estado de no-vínculo. La jaula, el techo, la inmovilidad son figuras de la muerte vivida. La aparición de la memoria coincide con la expulsión de esa tumba sin dolor. La subjetividad aparece, así, como una forma de resurrección.


Metafísica de los tubos se convierte entonces en una contraeducación. En lugar de mostrar el aprendizaje, exhibe la fractura. En lugar de idealizar la infancia, la concibe como una dimensión que puede no producir sujeto. La narración no nos entrega una historia de desarrollo, sino una poética de la interrupción. Ser humano, en este texto, no es una condición garantizada, sino una posibilidad errática que depende de un accidente gustativo, de una cólera inexplicable, de una palabra que se pronuncia fuera de programa. No hay en esta novela una identidad que se busca, sino un yo que irrumpe.


La infancia, lejos de ser un paraíso perdido, es aquí un campo de tensiones donde el cuerpo, el lenguaje, la percepción y la muerte se cruzan de modo discontinuo.


Nothomb escribe desde esa discontinuidad: con lucidez cruel, con humor, con una precisión casi quirúrgica, desmonta los ritos de la memoria y los convierte en pensamiento.


Queda una metáfora de lo que ocurre cuando, por error o milagro, un tubo aprende a decir «yo».

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