La cucaracha la mira. La hace repensarse. La mujer termina por pisarla para luego comérsela. El nombre de la mujer es G.H. y, hasta ese momento, su identidad se reducía a un maletín que llevaba sus iniciales.
La mujer entra al cuarto de su criada y se sorprende. Se sorprende porque encuentra la habitación muy limpia, recogida y llena de luz. Si la carencia es no tener lo que uno tiene posibilidad de tener, para la mujer se siente incompleta. Irrealizada. Nota un dibujo en una de las paredes y, por un instante, comienza a preguntarse por su propia corporalidad. La mujer se descubre enajenada de sí misma.
Es un cuestionamiento existencial detonado, principalmente, por el espacio luminoso al que ella llega de intrusa. El espacio pertenece a Janair, la criada, pero ella ya no está. No estará. Entonces, decide abrir el ropero, como quien abre las puertas a otro mundo, y encuentra una cucaracha.
El nombre de la mujer es G.H. y, hasta ese momento, su identidad se reducía a un maletín que llevaba sus iniciales. Compacta. Recogida. Portable.
Pero el encuentro con la cucaracha es lo que nos importa. Es un encuentro con lo monstruoso que habita en nosotros. Que está afuera porque somos nosotros y, si estuviera adentro, no lo veríamos. Persiste un sentimiento vehemente en G.H.: el de su pasión.
En La pasión según G.H., Lispector delinea un personaje femenino que se sabe deseada por los hombres, que tiene éxito profesional ,artístico y económico, pero que, al enfrentarse a la cucaracha, se descubre trunca de maneras inéditas.
Si la habitación es descrita como un espacio de luz, el ropero es un inconsciente a oscuras. El encuentro con el insecto es un encuentro con una forma baja de vida pero, a la vez, el insecto representa aquello que G.H. teme y suprime, mas debe enfrentar.
Las cucarachas siempre han sido lo mismo, tanto en Kafka como en el Almuerzo desnudo de William S. Burroughs: un asco superlativo. En Joe’s Apartment (1996) son legión. «Yo, cuerpo neutro de cucarachas, yo con una vida que finalmente no me huye, pues por fin la veo fuera de mí; yo soy la cucaracha».
La novela de Lispector no se dirime en procesos sino en el montaje de sentimientos y emociones que la protagonista va analizando a medida que avanza el texto. No hay subordinación sino suma de motivos. Es lo que su mejor lectora, Helene Cixous, llamaría la dimensión profunda de la escritura femenina.
G.H., al enfrentarse a la cucaracha, se descubre frívola desde su ser social. Su vida es impostura. Performance. G.H. es hija del deseo ajeno. ¿Tiene deseo propio?
Su vida, regida intensamente por el orden, comienza a parecerle menos consecuente a medida que entra en una nueva relación con las cosas que le rodean. La habitación de la criada se convierte en el hueco de su vacío interior.
Por más de 320 millones de años ya, en el reino de lo animal no existe criatura más detestable que la cucaracha. Existen sobre 4,300 especies de ella y su capacidad para enfrentar la adversidad las coloca como las herederas legítimas del mundo. Comen cualquier cosa y resisten las temperaturas más inhóspitas. Incluso, se alimentan de sus propias heces fecales y de su propio vómito. La cucaracha es una criatura sin origen, pues no se sabe nada de su aparición y no han evolucionado mucho a través de los milenios. Como enemigos públicos, son virtualmente indestructibles.
Así que, cuando aparece la cucaracha, G.H. entra en contacto con su animalidad interior, la cual los humanos domesticamos para erigirnos como entes civilizados. Ser animal —o sea, lo instintivo y biológico— abre una guerra interior y, como en toda lucha, se genera violencia.
Lo abyecto se libera.
En el reino de la narración de historias, no existe nada más extraño o más espectacular que encontrarse con un monstruo aterrador, potencialmente mortal y aparentemente todopoderoso al que el héroe debe enfrentarse. Es una lucha en la uno de los dos no saldrá vivo y el héroe lo sabe, pues el monstruo no tiene corazón y no siente por otros. Lo monstruoso siempre será extraño, sin forma.
Siniestro. Pesadillesco. Horrible. Infernal. Oscuro. Y tercamente resilientes.
Estos atributos convierten a la cucaracha en el monstruo perfecto. «Son la miniatura de un animal gigantesco», dice G.H. Agamben lo expone de manera más elocuente, al proponer que la apertura del mundo humano solo puede ser alcanzada dentro del enclaustramiento del mundo animal.
En La pasión según G.H., la protagonista es entonces quien depreda a su víctima. La cela. La envidia. La destruye. La fagocita.
G.H. crispa las uñas en la pared. Siente lo repugnante en su boca, y escupe. «[E]scupir furiosamente aquel sabor de cosa alguna, sabor de una nada que, sin embargo, me parecía casi dulcificado como el de ciertos pétalos de flor».
Es un sabor de sí misma: «[M]e escupía a mí misma, sin llegar jamás hasta el punto de sentir que por fin hubiese escupido mi alma entera».
Se huye de la presencia monstruosa. El monstruo siempre es una presencia cultural y G.H. fracasa. Fracasa mejor. «Yo que había pensado que la mayor prueba de transmutación de mí en mí misma sería ponerme en la boca la masa blanca de la cucaracha», nos dice. «Y que así me aproximaría a lo… ¿divino? ¿A lo real? Lo divino para mí es lo real».
El sentido de búsqueda desde la perspectiva de un narrador protagonista emprende un viaje a la manera de Dante y Virgilio camino abajo hacia el «Infierno» de la Divina comedia. «Aferra mi mano, he llegado a lo irreductible con la fatalidad de un doble», dice G.H. La cucaracha y ella son una.
La cucaracha vive. Es la nada.
Pero no es lo peor; lo peor es que el mundo no es humano, y que no somos humanos. Solo animales domesticados. O en su defecto, parásitos. Al final, se extiende más allá de sus sensibilidad y solo queda una pregunta: ¿Cómo poder hablar sin que la palabra mienta por uno?
En la búsqueda de uno mismo, es preciso liberar al lenguaje y su lógica. Uno nunca será lo que dice ser, sino lo que se siente ser.
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