Quizá escribir en medio de una pandemia mundial, como nadar, nace del miedo a ahogarse.

El miedo de la escritura va cediendo en tanto quien escribe se inmerge en el océano de palabras. Eso dice Jacques Derrida. Más o menos. Uno aprende a nadar —a no ahogarse— saltando al agua. Eso lo digo yo, pero primero lo decía mi abuela.
Quizá escribir en medio de una pandemia mundial, como nadar, nace del miedo a ahogarse. Teme a la muerte ahogado, dice Madame Sosostris en La tierra baldía de Eliot. Teme a no escribir, porque en ello reside el olvido.
Derrida decía que cada vez que se aventuraba a escribir algo le parecía que se adentraba en una geografía desconocida y, para ello, requería nuevos gestos, movimientos o agresividades necesarias para enfrentar ese mundo de ansiedades.
En este proceso, Derrida reclamaba que quedaba asediado por diversos afectos, entre los cuales le dominaba el miedo. Lo interesante de esto es que el miedo precede al lenguaje. Se siente antes de manifestarse verbalmente, sobre todo cuando es proporcional a la intensidad de su origen. Por tanto, existe un texto que preconcibe el texto lingüístico que supera la noción de existencia de su escribiente.
En los escritores se produce un pánico bueno, sea textual, institucional o personal, que se va abandonando solamente cuando asentimos a la búsqueda de hacernos presentes en la escritura. Lo que redunda en futilidad, he de añadir. Platón (Exacto. Ese mismo.) decía que el habla superaba a la escritura porque la oralidad era presenciarse en la inmediatez de las palabras; la escritura, por su parte, suponía distanciarse de lo que se decía porque la escritura derivaba y se subordinaba a la enunciación oral.
¿Cuántas veces no nos preguntamos sobre lo que «dice» un autor en su libro?
En la historia de los decires, si la palabra hablada se origina como una necesidad para comunicarse y entender el mundo, la escrita toma forma como tecnología de organización social. No es casualidad que la civilización sumeria, que nos dejó la escritura y a la epopeya de Gilgamesh, también nos entregó la aritmética y la geometría, otras formas de información escrita.
Que consté: la literatura nació desde que imaginamos la manera en que se originó la vida y, de un modo u otro, las culturas del mundo han hecho lo mismo. Es ese acto —la repetición de lo mismo— la manera desde donde nace lo nuevo.
La literatura es una especie de conciencia donde el pasado y el futuro se recogen en el presente. Como una sucesión de ahoras es lo que eslabona el tiempo.
Pero entonces, la pregunta sería qué es un ahora en esta espacialidad existencial que pugna por subsistir, si tan solo por un momento.
Podríamos preguntarnos que es una ahora en este presente extendido que nos ha tocado vivir, donde no nos ha quedado otra manera de acompañarnos que no sea estar con nosotros mismos. Curiosamente, en lugar de un individualismo caníbal, lo que ha emergido es mayor empatía y necesidad del otro. Pero el escritor siempre es endófago. Como el minotauro de José I. de Diego Padró, se devora a sí mismo.
En estos tiempos pandémicos que han transformado las maneras de ver y entender la realidad, el modo en que un escritor se forma, se hace más presente que nunca en la manera en que requerimos abrazarnos con el mundo.
Quizá sean pareceres que la limitación convierte en preocupación retórica, si alguien se detiene todavía a pensar en esas cosas, pero puede que la manera en que nos acercamos a estos asuntos cambie si consideramos que narrar es ordenar una serie de eventos que se suceden en el tiempo. No queda duda de que un modelo newtoniano —causa y efecto— ha regido la manera de ver y entender nuestra presencia en el mundo, que es como decir hacer literatura. Es por ello que muchas veces tenemos la impresión de que, no importa quién escriba, siempre leemos la misma historia. Dicha de la misma manera. En diferente tiempo.
Siempre una causa. Siempre un efecto.
Se me hace denso el tema, lo sé, pero si equilibramos el quehacer escriturario como parte de un orden cuántico, tendríamos que entender que nuestras realidades ya no se construyen de manera unilateral y unidireccional como solía recurrir en el siglo XX. Es decir, si un escritor se formaba con lo que leía en libros (sus «lecturas»), hoy día se informa desde varias fuentes textuales (no necesariamente escritas, aunque en su mayoría sí) y que abordan su realidad de maneras múltiples.
Es decir, el mundo, como la verdad, no es una sola cosa.
El mundo está en Nagari. Aquí, ahora. Está en TikTok. Está en Facebook. Está en las notificaciones del celular. Está en YouTube. Está en el podcast. Y sí, sigue en el libro, solo que el libro ha cambiado de contenedor. El libro sigue siendo el siempre, no importa el soporte.
El mundo sigue donde siempre estuvo, en las cosas vitales. Somos nosotros los que nos devolvemos a las cosas; al viento, al silencio, al abrazo empeñado como promesa, al canto de los pájaros al pie de la ventana, a la escritura posible en un mundo de cosas posibles que apenas descubrimos dónde se le da cuerda.
Nada que temer. Un suave remolino en torno a algún oído recogerá los huesos de los susurros.
Publicado en Nagari el 01/07/2021
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