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Tratado sobre el odio: Amir Valle prescribe el presente

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 13 ago
  • 6 Min. de lectura

En Las raíces del odio de Amir Valle combina el testimonio, la ficción y la denuncia social para narrar, desde una voz cruda y directa, la historia de David C. Cazorla y su hermana Álida.


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En su análisis de las sociedades disciplinarias y biopolíticas, Michel Foucault habla sobre la manera en que el poder no solo se ejerce mediante la ley o la prohibición, sino a través de microprácticas que clasifican, jerarquizan y normalizan. El odio sistematizado de nuestros días, en ese sentido, no es tanto una expresión emotiva como es una herramienta para consolidar identidades y fronteras sociales: produce un “ellos” radicalmente distinto y peligroso frente a un «nosotros» legítimo. Este mecanismo es productivo para el poder porque cohesiona a un grupo a partir de la repulsión hacia otro.


La modernidad, según el parecer de Byung Chul Han, se ha distinguido por la expulsión de lo extraño. Es decir, en la discriminación entre lo que sirve al poder y lo que no. Lo que no es igual en etnia, color de piel, nación, o hasta afiliación política suele ser rechazado. Lo que es diferente, lo que disloca y no piensa igual, deber ser destruido.


Pero el odio, muchas veces imaginado como una violencia ensordecedora, puede ser sutil y penetrante. No siempre estalla en rabia visible o golpes incontestables; a menudo se anida, oscuro e invisible, en una palabra susurrada, en un apelativo que quema la infancia, o en el silencio abrumador que separa mundos en una frontera.

El odio no comienza en la fuerza brutal: empieza en la palabra que fragmenta, que asigna etiquetas de inferioridad, que reduce a un «otro» menor. El filósofo italiano Federico Faloppa así lo reconoce y nos advierte que ese lenguaje, cuando arraiga, se convierte en herida abierta, permanente e indeleble.


Como si se tratara de un tratado del odio, una novela del escritor cubano Amir Valle, titulada Las raíces del odio (El Barco Ebrio), me llega a la mente por su capacidad de ilustrar, desde el año de su publicación —que fue el 2012— un panorama de lo que entonces me parecía distante, pero que hoy es la realidad nuestra de cada día en los Estados Unidos de América: la formulación del estado supremacista blanco bajo el mandato del presidente Donald Trump.


El escenario de Las raíces del odio es, por supuesto, el Europa de la segunda década del siglo XXI. Pero la herida histórica se vuelve narrativa y carne. No es solo un relato de vidas desgarradas por el exilio y la pobreza, sino un laboratorio donde se observa cómo ese lenguaje del odio se aprende, se transfiere de generación en generación, y a veces se convierte en un tóxico espejo que refleja al propio oprimido.


En Las raíces del odio, Amir Valle combina el testimonio, la ficción y la denuncia social para narrar, desde una voz cruda y directa, la historia de David Cazorla y su hermana Álida. Parte de una anécdota real —el asesinato de un joven cubano a manos de neonazis españoles— y se despliega en una trama que atraviesa la miseria del solar habanero, la violencia intrafamiliar, el incesto y la prostitución, hasta llegar a una red de racismo, ultraderecha y esclavitud sexual en España.


David y Álida, arrastrando en sus cuerpos la miseria y una relación incestuosa, vienen de la violencia de Centro Habana. Su relación incestuosa no puede ser lacrada con el sello de simple tabú. La prohibición del incesto, diría Levi Strauss, separa lo animal (lo biológico) de la cultura (lo artificial) en la civilización por ser constructo clave para la organización social. Pero David y Álida carecen de ese arraigo social y por lo mismo aquí se trata de refugio, pacto íntimo para sobrevivir a la brutal ruptura de la lengua externa, a la exclusión que los quiere aislar. Ambos son los protagonistas y víctimas de un idioma del odio que no reconoce fronteras en esta obra de Valle. Cambiar de lugar no es cambiar de lengua, dice Faloppa; la lengua de la exclusión es un virus adaptable, un huésped que muta para sobrevivir.


«Uno nunca imagina que la mierda y la miseria pueden extrañarse», lamenta David cuando descubren que su escape hacia España dista de ser un viaje a la Tierra Prometida que buscaba junto a su hermana. «Y no fue hasta mucho tiempo después, cuando ya estaba en Madrid, descubriendo ese otro mundo que los del gobierno nos han ocultado a los cubanos, cuando vine a saber que hay mierdas, miserias, pequeñas podredumbres con las que uno carga en la memoria», añade.


Pronto descubre que la figura de Hitler es tan venerada en Europa como hoy día los MAGA protegen a Donald Trump. David y Álida caen en el circuito odiante de los neonazis españoles.


Cuando Álida logra seducir y casarse com Martín, un español que conocieron en La Habana, ambos hermanos se trasladan a Madrid. Pero pronto David descubre que Martín está vinculado a un grupo neonazi llamado «Nuevo Orden», que idolatra figuras como Hitler, el Che, Fidel Castro y Cristo Rey, bajo una retórica de «purificación» y supremacismo.


El espanto no se nos sirve gratuitamente. Recordemos: la historia es el testimonio que Álida delega en Amir para su divulgación.


Claro, Valle no se limita a describir lo que Álida, el personaje real biográfico, le pide que cuente: reencarna esa miseria en nuestra respiración, la planta en nuestro tiempo presente.


El odio, argumentaría Faloppa, no es un fósil abandonado en el pasado, sino un canto siempre renovado, convocado por cada discurso que permite que el engranaje de la violencia siga girando. La voz de David emerge de un barro primigenio, no de una memoria clara y lineal, sino de un fango donde se sedimentaron tantas veces su desapego, su desecho. Porque el odio comienza en la clasificación lingüística que decide quién merece existir y quién debe desaparecer.


El lenguaje es una marca indeleble sobre la piel del ser. No solo nombra, sino que también incrusta, tatúa, graba cicatrices invisibles hechas de silencios cómplices, de signos materiales que hablan más que mil palabras. Álida, con sus plantillas ortopédicas, con sus pocas pertenencias, se convierte en signo viviente de ese discurso contradictorio entre lo permitido y lo negado, entre la voz sofocada y la presencia forzada.


Si Centro Habana es voz y ruido, refrán y mote, grito y silencio: una comunidad de enunciados que no cosquillea, sino que aprieta el pecho, Madrid es escenario de promesas incumplidas, un espacio donde el ruido se vuelve silencio, y el silencio se vuelve amenaza. La economía de la amenaza, esa economía de mínimos signos en una calle oscura, grita sin palabras, desnudando la feroz adaptabilidad del odio.


El odio en esta novela no es un fenómeno unidimensional: se despliega en la violencia de género, en la injusticia económica, en la opresión ideológica. Es un tejido multidimensional que entrelaza discursos y actos para perpetuar un sistema simbólico y material de exclusión. Y en esa grieta, surge la pregunta dolorosa: ¿se replica el odio dentro de quienes lo sufren? ¿Se convierte el silencio impuesto en lenguaje propio de defensa, incluso cuando es moralmente incómodo?


Las promesas rotas tienen precio: la renuncia a la voz, al cuerpo, a la identidad misma. En ese desgarrón aparece Martín, y con él la desoladora presencia del fascismo como actor concreto, dotado de lenguaje propio, con su gramática de amenazas y su léxico de exclusión.


Pero en medio de la crudeza, un gesto casi invisible: el pie de Álida delineado en una hoja. Signo de contracultura, dispositivo rebelde que rompe con la máquina deshumanizadora. Valle rehúye la esteticista complacencia del dolor: lo entrega en bruto, crudo, sin maquillaje.


El sufrimiento no necesita embellecerse para ser verdad.


Las palabras de odio, como la frase «los cubanos son distintos», se vuelven un espejo cruel que refleja cómo ese lenguaje de exclusión se internaliza y se naturaliza. El odio no es solo un virus externo, sino también un huésped interior, una sombra que viaja y arraiga junto con la piel migrante.


No hay redención simple ni alivio fácil. La resistencia es persistir, heridos pero vivos, mientras la gramática del odio siga alimentando esa herida. El idioma del odio no necesita gritar; basta con el murmullo firme y sutil que se instala en cada lengua, en cada esquina del alma.


El estilo es descarnado, sin eufemismos, cargado de lenguaje coloquial y descripciones explícitas de sexo, violencia y miseria. La historia avanza hacia un desenlace que revela la magnitud del odio racial y de género en las redes a las que Martín pertenece, y cómo ese odio trasciende fronteras.


Al cerrar el libro, nos queda esa sensación incómoda, ese persistente murmullo: el odio no desaparece con la mudanza o el cambio de escenario; se enraíza en el lenguaje y en el cuerpo de los desplazados, germina en los silencios y las palabras no dichas.


Amir Valle cartografía un mapa doloroso y necesario: el del odio como sistema semiótico, como la raíz oculta que sostiene una violencia que, a menudo, se confunde con destino.


Allí, en el corazón de las democracias en crisis del que Luke Mogelson comenta en The Storm Is Here (Penguin, 2022), reside la violencia extrema y el odio se entrelazan en narrativas paranoicas de amenaza existencial. La xenofobia contra migrantes en Madrid parece un eco fecundo del paisaje estadounidense en 2025, donde milicias y supremacistas buscan controlar un relato de pureza nacional que oculta sus profundas heridas.


David y Álida podrían ser hoy caminantes perseguidos por ICE en tierras norteamericanas, y que tras huir de un autoritarismo no hallan refugio sino nuevas trincheras.


En ese espejo, el odio se revela no como geografía, sino como estructura discursiva y política, mutante pero constante, manteniendo siempre su núcleo frío y cruel de exclusión y violencia.

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