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Abel, o el hombre que quiso no saber

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 7 ago
  • 4 Min. de lectura

Baricco escribe como si sus frases fueran objetos olvidados en la casa de alguien que murió hace tiempo.


Foto: CEDOC
Foto: CEDOC

Leí Abel (Anagrama, 2025), de Alessandro Baricco, una mañana en la que el mundo parecía estar mal colocado. No mal: simplemente desplazado, como si alguien lo hubiese empujado un milímetro hacia la izquierda mientras dormíamos. Esas mañanas existen. No ocurre nada grave, pero el azúcar cae fuera de la taza, los calcetines están vivos y la página de un libro se comporta como una puerta que da a un cuarto que no existe.


En esa clase de mañana aparece Abel. No la historia —porque en el fondo no hay historia— sino el rumor de una historia. Lo que Baricco ha hecho en este libro no es contar nada, sino susurrar algo. Uno lo lee y no entiende muy bien si está leyendo o si lo están leyendo a uno, como si las palabras lo estuvieran vigilando desde el borde de la página para ver si uno se atreve a mirarlas de frente.


El personaje que protagoniza el libro se llama Abel, como el de la Biblia, pero no es un personaje; es un síntoma. De algo. Del silencio, tal vez. De la tristeza incurable de haber sido el segundo. De la torpeza de estar vivo sin saber del todo por qué. Lo seguimos, como quien sigue a un perro que de pronto camina erguido. Nos da risa, pero también un poco de miedo.


Baricco escribe como si sus frases fueran objetos olvidados en la casa de alguien que murió hace tiempo. Cada oración es breve, contenida, como si no quisiera molestar. Pero al mismo tiempo tiene esa vibración de las cosas que están por estallar. En Abel, el lenguaje camina de puntillas, pero lleva explosivos en los bolsillos.


El libro está construido con fragmentos breves, como si el narrador no se atreviera a hablar demasiado seguido. Es un texto que respira. Pero respira mal. Como quien se ahoga un poco mientras duerme. Y sin embargo, uno sigue leyendo. Porque hay algo en ese ahogo que nos resulta familiar.


No sé si Abel es una novela, un poema, un salmo. Podría ser una confesión. O un experimento médico. O el informe de un ángel cansado. Lo cierto es que no está interesado en contar cosas. Está interesado en lo que ocurre justo antes de que las cosas sucedan. En el titubeo. En el balbuceo. En ese momento en que uno va a decir algo importante y decide callarse, pero el cuerpo ya lo ha dicho todo.


Hay en estas páginas una ternura que no busca conmover. Una ternura seca, escéptica, que se parece mucho a la forma que tenemos de querernos los humanos cuando ya es demasiado tarde. Por ejemplo, esta clase de ternura contenida nos toca de cerca en pasajes como el siguiente, donde Abel, el niño protagonista, es encontrado por un anciano tras haber matado a su hermano.


“El niño no lloraba. Estaba inmóvil. Cuando el anciano extendió la mano para tocarle la cabeza, el niño se dejó tocar. Era un gesto sin dramatismo, sin palabras, como si fuera algo inevitable que alguien le tocara, con esa misma lentitud con la que envejecen los árboles.”


Se trata de una escena en la que el juicio no llega como castigo ni como redención, sino como un gesto mínimo, casi ritual, desprovisto de dramatismo, que abre paso al exilio silencioso del protagonista. Aquí, el gesto de tocar la cabeza del niño no pretende consolar ni reparar; no hay abrazo, no hay súplica ni alivio. Solo el contacto, leve, inevitable, como si la ternura ya no fuera una emoción, sino una forma residual de presencia.


Baricco no intenta seducirnos. No quiere que admiremos su prosa ni que subrayemos sus frases. Solo quiere que estemos ahí. Que escuchemos. Aunque no haya nada que oír.


En un momento en el que Abel, ya convertido en una figura errante y silenciosa, llega a una casa extraña, probablemente en su camino de exilio o de deriva existencial, se encuentra con una mujer:


“La mujer le sirvió pan sin decir nada. Él lo comió con las manos. Nadie sonreía. Y sin embargo, allí había algo parecido a la paz. O a su versión más mínima.”


Y es que lo más extraño de Abel es que no contiene explicaciones. No explica el mundo, no explica el mal, no explica la culpa. Solo presenta un temblor. Un hombre que camina, que respira, que mira. Que no entiende. Y al que, misteriosamente, entendemos.


En un mundo literario que parece obsesionado con explicarlo todo —las causas del trauma, la metáfora del sistema, el poder de la memoria—, Baricco se sienta en una silla pequeña y dice: “No sé”. Y ese “no sé” es de pronto lo más sincero que hemos leído en semanas.


Lo curioso es que Abel, al no decir nada, lo dice todo. Nos recuerda que en la vida hay zonas donde no entra el lenguaje. Que hay cosas que no se narran, sino que se bordean, como quien bordea un charco con zapatos nuevos. Y eso, en tiempos de ruido y teorías, es un acto de valentía.


Cuando terminé el libro, lo cerré con cuidado, como quien cierra la tapa de una caja donde duerme un insecto raro. No supe si había leído una obra maestra o si me habían robado la cartera sin darme cuenta. Lo que sí supe es que algo en mí había cambiado de sitio.


Abel no quiere enseñarte nada. No quiere denunciar nada. No quiere curarte. Solo quiere estar ahí, como una silla vacía en mitad de la habitación. Y uno, sin saber por qué, siente que esa silla le pertenece. Aunque no tenga nombre. Aunque no tenga dueño. Aunque nunca hayas estado ahí antes.


Porque a veces, lo más difícil no es entender el mundo. Es simplemente quedarse. Respirar. Y seguir caminando, como Abel, sin saber hacia dónde, pero con una extraña fe en el recorrido.

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