top of page

Servir a la humanidad: Cadáver exquisito, de Agustina Bazterrica

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 8 ago
  • 6 Min. de lectura

La vigencia del libro no está en su capacidad de predecir un futuro literal, sino en su lectura como una metáfora extrema del presente.


ree

Hay una regla no escrita —pero practicada por todos los maestros— que precisa que el suspense se alcanza mejor dejando migajas de información al lector hasta llevarlo al horno en donde el autor lo atrapará para cocinarlo. El verdadero horror no es un sobresalto, sino cadáver (el texto) que se descompone. No necesita gritar. Puede hablar con el tono neutro de un manual de procedimientos, puede oler a desinfectante y sonar a conversación de pasillo en una fábrica. Y, sobre todo, puede instalarse en la conciencia hasta que se percata que el horno está encendido y nosotros irremediablemente dentro de él.


En el mundo ficcional de Cadáver exquisito, Agustina Bazterrica ha esculpido una alegoría obscena de nuestra civilización, un fresco sin barniz donde la carne humana, domesticada, faenada y servida, no es más que el último residuo de un sistema que ha perdido toda distancia simbólica. Uno se adentra por estas páginas como por un matadero silencioso. La sangre no chorrea: susurra. Y en ese susurro escuchamos el eco de una cultura que ya no distingue entre el significante y el cuchillo.


En esta novela, la monstruosidad no se presenta con la máscara de lo imposible, sino que asume lo plausible y lo cotidiano como estadios de la verosimilitud. Bazterrica no escribe nada que no tenga posibilidad de ocurrir. Si se piensa, es posible; y si es posible, ocurre. No hay criaturas salidas de la mitología, sino un orden social que ha decidido que el hambre justifica cualquier geometría moral.


La trama parte de un virus que ha exterminado a los animales y ha dejado un vacío proteico que la humanidad llena con carne humana legalizada.


En mi país, con gesto elegíaco y carnavalesco, solemos decir que la crisis nos llevará «a comernos por los rabos», una metáfora de la precariedad que esconde bajo la broma la supervivencia darwiniana. Pero, como en la novela de Bazterrica, este giro no es una hipérbole futurista: es un espejo deformado de una maquinaria ya conocida.


Cadáver exquisito no alude al juego colectivo de escritura o dibujo inventado por los surrealistas en la década de 1920, una figura o producto del azar creativo, sino el cuerpo real, procesado y consumido en una distopía que normaliza el canibalismo. El escalofrío no está en los grandes escenarios apocalípticos, sino en los frigoríficos, criaderos y carnicerías, espacios comunes que, en el relato, se revelan como cámaras de tortura meticulosamente administradas. El terror es su posibilidad. Como aquel famoso episodio de The Twiglight Zone, titulado «To Serve Man», en el que una raza alienígena invade la Tierra y convierte al planeta en granja de engorda.


El protagonista, Marcos Tejo, es un hombre situado en el corazón de esa maquinaria. Su cargo, gerente de un frigorífico, lo convierte en un mediador entre la carne viva y la carne embalada. Lo que supervisa no son personas, sino “cabezas”. El término funciona como coartada semántica: el lenguaje no sólo oculta la violencia, la digiere. Las órdenes, los protocolos y las inspecciones le exigen que ajuste la temperatura y los tiempos para evitar que la carne «se estrese» antes del sacrificio. No se trata de piedad, sino de calidad del producto. Cuando presencia que una hembra despierta durante el degüello, la frase que pronuncia condensa la filosofía productiva de este mundo: «Esa carne murió con miedo y va a saber mal». El horror no es la muerte, sino el sabor.


El libro nos obliga a reparar en que las palabras no describen la realidad, sino que la fabrican. Las víctimas reciben siglas como PGP (Primera Generación Pura), se convierten en «lotes» o «productos», y sus extremidades en «manitos» o «delicias Spanel». El Gringo, propietario de un criadero, describe con naturalidad un procedimiento que hiela la sangre: «Les sacamos las cuerdas vocales. Nadie quiere que hablen porque la carne no habla».


El verbo aquí se vuelve bisturí: cortar la voz es cortar la última prueba de humanidad. La cadena industrial se completa con anuncios que resignifican el crimen, convirtiéndolo en virtud: «Yo le doy a mi familia alimento especial, la carne de siempre, pero más rica».


Como la carne que «murió con miedo» pero se sirve igual, el mal puede conservarse, empaquetarse y distribuirse sin que nadie se sienta directamente responsable. El lector se mantiene con la incómoda tarea de decidir si ese mal está confinado a la ficción o si ya ha aprendido a reconocerlo en las estanterías de su propia vida.


La novela se nos ofrece como mendrugos de microinfiernos y nosotros con hambre. Cada espacio contiene una variación del mismo suplicio. En la curtiembre del Señor Urami, el aire está saturado de «químicos que detienen la descomposición», preservando pieles humanas como si fueran trofeos. Las carnicerías exhiben cerebros en fetas y lenguas en vinagreta, con la asepsia de un escaparate gourmet. En el mercado negro, la transacción se vuelve más íntima: «carne con nombre y apellido».


Hasta el zoológico abandonado, donde Marcos encuentra cachorros de perro, es un cementerio de significados; los carteles con animales extintos tachados y reemplazados por la frase «Fuera de peligro» son epitafios escritos con ironía involuntaria.


El vínculo más perturbador es el que Marcos establece con la hembra que recibe como obsequio, una PGP confinada en su galpón. No es claro si la mantiene viva como protesta, como experimento o como sustituto de una pérdida más profunda. En una escena cargada de ambigüedad, la lava bajo la lluvia, borrando con las manos las siglas marcadas a fuego en su piel.


El ademán se debate entre la ternura y la posesión. Ella no habla —porque le han arrancado la voz— y su silencio se convierte en un campo minado de interpretaciones. El cuidado, aquí, no garantiza la libertad; puede ser otra forma de la cautividad.

La dimensión más inquietante del relato es que todo ocurre bajo el signo de la normalidad. No hay histeria ni gritos; hay procedimientos, permisos y facturas. La burocracia sustituye al verdugo visible. En este contexto, la rebeldía de Marcos no se expresa en grandes actos heroicos, sino en la acumulación de pequeñas ramificaciones como capilares rotos: la visita al zoológico, el rescate de los cachorros, la conservación de la hembra.


Esas arañas vasculares no desembocan en un pasaje hacia la justicia; pueden ser apenas respiraderos que permiten que el sistema siga funcionando sin que el individuo estalle.


El momento en que quema la cuna de su hijo muerto parece un punto de no retorno. Ese objeto era el último resto material de un pasado que todavía podía ofrecerle una excusa para seguir reconociéndose humano. Su destrucción no es un gesto de liberación, sino la constatación de que no hay afuera posible. La llama consume la madera y, con ella, la posibilidad de un relato distinto.


En este sentido, la novela no busca ser un sermón moral. No señala culpables con el dedo, sino que nos coloca dentro del engranaje para que sintamos su fricción. El lector, atrapado en esa atmósfera de eufemismos y rituales, comienza a reconocer la lógica que sostiene al sistema. Esa lógica no depende de la brutalidad explícita, sino de la anestesia progresiva de la sensibilidad. El lector termina preguntándose en qué punto lo inhumano dejó de ser una excepción para convertirse en rutina.


El texto también despliega una reflexión sobre el cuerpo como territorio político. La carne no es solo materia comestible; es un mapa de dominaciones. El marcado a fuego, la mutilación de las cuerdas vocales, la división anatómica en «cortes» y «delicias» son operaciones que transforman al cuerpo en mercancía y, por lo tanto, en un objeto intercambiable. En ese tránsito se pierde algo más que la vida: se borra la singularidad. De allí que el mercado negro, al vender “carne con nombre y apellido”, ofrezca una experiencia que es, a la vez, transgresión y perversión: el consumo personalizado de una historia borrada.


En 2025, el eco de esta historia resuena de maneras inquietantes. No porque estemos a un paso de legalizar el canibalismo, sino porque el mecanismo que lo hace posible en la ficción es idéntico al que normaliza tantas formas de explotación actuales. El desplazamiento del lenguaje, que sustituye «persona» por «cabeza» o «PGP», tiene su correlato en la jerga corporativa que habla de «recursos humanos» o «capital humano».

En eso nos hemos convertido.


La fragmentación del cuerpo en piezas de mercado recuerda la segmentación algorítmica de nuestras identidades en datos comerciables. Y la desaparición del animal como fuente de alimento nos enfrenta a la pregunta por qué vidas consideramos sacrificables y bajo qué justificaciones.


La vigencia del libro no está en su capacidad de predecir un futuro literal, sino en su lectura como una metáfora extrema del presente. Allí donde creemos ver un abismo ficticio, encontramos un espejo. Y el espejo devuelve imágenes incómodas: frigoríficos reales donde se procesan millones de cuerpos animales al año, mercados clandestinos de órganos humanos, políticas migratorias que clasifican vidas en aptas o descartables.


El final le sirve la mesa a la sospecha de que ninguna resistencia individual puede desmantelar un sistema cuya fuerza reside en la repetición impersonal de sus gestos. Marcos, en su ambivalencia, no es un héroe ni un villano. Habita un territorio donde la frontera entre ambos se ha borrado. Esa indefinición es lo que hace que la lectura persista mucho después de cerrar el libro.

Comentarios


RECIBE ACTUALIZACIONES

¡Gracias por suscribirte!​

bottom of page