La intimidad como espectáculo: Paula Sibilia
- Elidio La Torre Lagares
- 23 jul
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 29 jul
El yo narrado en el blog, la imagen colgada en la red, el video compartido sin pudor ni profundidad: no son síntomas, son geologías de una nueva lengua.

Entre los cuerpos y las pantallas, entre los signos que se pliegan y los silencios que no se dejan capturar, Paula Sibilia ha trazado en La intimidad como espectáculo (2008) la cartografía movediza de una metamorfosis: aquella en que el yo deja de murmurar en la sombra para multiplicarse en la luz, en la imagen, en el espectáculo.
Para Sibilia, la intimidad ya no se oculta. Se ofrece. Se expone como mercancía emocional. El sujeto contemporáneo no se retrae hacia una interioridad silenciosa, sino que se proyecta como perfil, como imagen, como narración continua de sí.
La vida se estetiza en formato digital. El yo, que antes se construía en el silencio y la demora, hoy se acelera en la inmediatez de lo visible. Mostrar es existir. Ser es ser visto.
No se trata aquí de un análisis frío, ni de un tratado sobre redes y capitales. Se trata del temblor —no el temblor del miedo, sino del lenguaje que ya no encuentra su centro. Se trata de una subjetividad que se contorsiona, que se muestra y se oculta en la misma operación, que se narra porque si no se narra, no existe. Ya no somos sujetos que se piensan; somos sujetos que se publican.Y al narrarse, el sujeto se convierte en superficie. Se despoja de la hondura para volverse frecuencia, algoritmo, eco.
No hay centro. No hay intimidad que no sea, también, vitrina.
Las prácticas que antes acontecían en el pliegue —en la carta, el diario, el rincón— ahora vibran en el entre, en lo compartido, en la transparencia obligada del “usted es alguien porque otros lo ven”. Lo íntimo ya no es lo que se guarda, sino lo que se circula.
Es aquí donde Sibilia, sin nombrarla, convoca a la hiperglosia. Esa lengua que se expande más allá de sí, que no cabe en la boca ni en el texto. Esa lengua que no dice una cosa sino todas, al mismo tiempo, en un flujo incesante. El yo narrado en el blog, la imagen colgada en la red, el video compartido sin pudor ni profundidad: no son síntomas, son geologías de una nueva lengua. Una lengua que no quiere comprenderse, sino conectarse. Una lengua que no concluye.
Nada de esto es neutro. Lo que se da como libertad, a veces aprieta. Lo que se ofrece como democratización, a veces excluye. El espectáculo del yo —ese desfile de fragmentos que quieren ser alguien— no se despliega en un vacío, sino sobre el tapiz desigual del mundo. No todos acceden a la red de los visibles. No todos pueden decir “yo” y ser escuchados. La transparencia, en muchos casos, es una lámpara encendida para pocos.Y sin embargo, ahí está: la alegría de mostrarse, la urgencia de narrarse, el deseo de ser imagen. El yo de la hipermodernidad no se escribe, se actualiza. No se define, se expone. Es un yo que se dispersa en los márgenes de sí mismo, que deja rastros pero no huella. Un yo que ya no necesita memoria, porque todo está en línea. Un yo que no recuerda, sino que comparte.
Esta es la lengua sin orilla de la hiperglosia. No es el grito de un sujeto unitario. Es la polifonía de los yoes que se deshacen en red. Una poética del exceso, una sintaxis sin punto final. La intimidad como espectáculo no es una tesis. Es un archivo vivo de voces que se derraman. Una selva de signos. Una marejada de primeras personas.
Sibilia no diagnostica: escucha. Y al escuchar, deja que el texto se vuelva poroso, que el análisis se contamine de aquello que describe. Su prosa no clausura. Se ramifica. Porque comprender esta nueva subjetividad no consiste en nombrarla, sino en habitar sus intersticios. Y en ese gesto, callado y abierto, se hermana con el murmullo que tú has llamado hiperglosia: ese desborde que no busca sentido, sino expansión.
Entonces, ¿es este libro un espejo? ¿Un rizoma? ¿Un canto a la disolución del yo en sus propios reflejos?
Tal vez. O tal vez sea sólo un umbral: un modo de entrar en el rumor del mundo sin pretender callarlo. Un modo de decir que estamos hechos de lenguas que no nos pertenecen, de intimidades que no son nuestras, de relatos que no terminan nunca de empezar.
Y eso —precisamente eso— es ya una forma de pensar la condición hipermoderna. No desde la crítica, sino desde la deriva. No desde el cierre, sino desde el desvío. Porque allí donde el yo se convierte en espectáculo, también puede volverse espejo roto.
Y entre esos pedazos de vidrio, tal vez, respire aún una forma de libertad.
O de arte. O de sombra.




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