La causa de la muerte de mi padre será cualquiera. En Ciencias Forenses hay 900 cadáveres sin enterrar y sin refrigeración eficiente. El hedor es real. Nuevamente.
Background
En la historia, es 20 de septiembre de 2017 y un segundo huracán impacta a Puerto Rico en menos de 15 días. La devastación va más allá de la geografía. La devastación perfora el aliento. La información del estado del país fluye más por lo que intuimos que por lo que sabemos. Los teléfonos, endebles aparatos sedientos de carga, encuentran su espantosa obsolescencia. No se puede conectar algo con nada.
¿Qué harías en un evento catastrófico de envergadura?, nos preguntamos en mi casa una vez y nadie contestó porque alguien de pronto puso salsa y ensordeció al silencio. Ahora precisamos la respuesta y no hay salsa para callar nuestro «no-saber». Todas las crisis son una.
Solo hay viento, lluvia, naturaleza muerta y un olor a cadáver colectivo que llega a momentos. Huele a capitalismo del desastre. Un olor quinientos años de viejo. Un olor a crustáceo muerto.
La noche del impacto del huracán, acudo a un cercano puesto de gasolina a buscar cigarrillos. Encuentro al dependiente solo, escuchando la radio y mordiéndose las uñas. Esto no es bueno, dice. El mes pasado hubo un gran eclipse solar. Lo que viene no es de Dios, añade. Mejor que nos sorprendan confesados. Me despacha los cigarrillos e inmediatamente apaga las luces del establecimiento.
Del dependiente no sabré más. La gasolinera abrirá cuatro meses más tarde.
Al regresar a casa, me percato que un cangrejo ha invadido la sala de estar. Sé que busca refugio y que seguramente su presencia ratifica lo que el dependiente de la gasolinera me dijera. Lo que se avecina. No. Es. De. Dios.
O tal vez sí. Sus maneras son misteriosas, dicen.
Llamo a mi padre. Tengo un cangrejo metido en la casa, le digo. Eso es protección, me responde. ¿Tú estás listo?, le pregunto. Sí; yo siempre, me contesta. No volveré a hablar con mi padre hasta casi un mes después, cuando pueda atravesar con dificultad la obstaculizada carretera hacia Adjuntas.
El cangrejo hace lo suyo. Se retira por donde supongo que vino.
Methods
El método es harto conocido. Luego del huracán, no quedan torres de comunicación en pie. Solo una radioemisora continúa en pie y la información es unidireccional. Las libertades de desplazamiento quedan sujetas bajo prohibición por toque de queda. El deterioro fuma bajo las estrellas. Todo estará bien, dice el Estado.
Todo. Bien.
El gobierno que aspira a convertir a Puerto Rico en estado 51 ahora nos deja en estado de conmoción, distracción y urgencia para impulsar una agenda corporativa radical. Lo dice Naomi Klein. O nada en absoluto.
El control es informático. Burocrático. Tecnológico. Filosófico. El vacío es un lugar normal. El vacío no tiene plumas ni cacarea.
Conformes en la uniformidad que la oscuridad nos entalla, la supervivencia se enamora del más apto: el que posee generador portable de electricidad y puede obedecer a las exigencias de la máquina, que traga diésel. La desesperación aprieta hacia el saqueo y a la ley del revólver. El presidente de los Estados Unidos vendrá a traernos papel toalla absorbente y el gobernador dirá que los muertos no alcanzan las 50 víctimas. El presidente queda impresionado. En Katrina perdimos miles, miles, dice. La poca generación de electricidad apenas da para la zona turísticas. En los hoteles, hay ron y comida caliente.
El mundo natural se desvanece. Desconfiamos hasta de la llovizna. Mi calle se puebla de pájaros muertos. Pero eso es lo de menos. Algunos pueblos hasta pierden sus cementerios y los muertos invaden los ríos.
Los barrios. Las calles. Las costas. El país comienza a heder. La apuesta es a la resiliencia. Una forma de estoicismo. De decir que los mansos heredarán la tierra.
En la radio, la gente que logra comunicación telefónica llama para alertar de sus seres queridos desaparecidos.
Una mujer llama y dice que sobrevive junto a cincuenta gatos. Yo como de lo que ellos coman, dice. Luego llora. La soledad la rompe.
Puerto Rico se levanta, nos dicen. Te mostraré el miedo en un puñado de polvo, pienso.
Pero nadie llama extrañando a su gallina.
Results
Lo peor sucede. Una amiga me llama y me dice que Elidio, conseguí pasajes para Miami a dos mil dólares. El viaje es de ida, asegura. Le agradezco que piense en mí, o, más que en mí, en mi hija. El país se desangra y éxodo es masivo. Si no fuéramos ciudadanos estadounidenses, pasaríamos por refugiados políticos.
En la calle, no hay cambio. No hay acceso a las cuentas de banco ni a los cajeros automáticos. Solo un centro comercial sirve de oasis. La economía dislocada. La educación interrumpida. Noventa y cinco por ciento de la isla no tiene energía eléctrica. Lo peor sucede, ya dije. Lo peor es no alcanzar los medios para asegurar y preservar la vida.
Cuando logró ver a mi padre, me dice que está cansado. A su edad, como muchos otros ciudadanos que pensaron que se retirarían de sus trabajos para recibir los nietos en la casa, rescatar memorias de la juventud en alguna bohemia y esperar el final de los latidos con la satisfacción de haber vivido, el panorama no es alentador. Quién diría que a los 79 años tendría que ocuparme de cosas que me preocuparon a los 10, como buscar agua, comida y vivir sin electricidad, dice. Todo va a estar bien, le digo. Puerto Rico se levanta, añado. Se ríe.
Lo que sigue a la risa es impublicable.
La historia no merece alargarse con lo que ya se sabe. Se hiperatenúa la falta de comida y de higiene, de acceso a servicios médicos y de condiciones propicias para la existencia.
La esperanza es un esqueleto que se cree hidalgo Caballero de la Triste Figura.
Pienso que de Isla del Encanto pasamos a puerto-distopía asmática.
Conclusions
Mi padre se despide de mí con tristeza. Morirá una semana después, discreto en la oscuridad de un domingo lluvioso de diciembre sin Navidad. La razón de su muerte será cualquiera. En Ciencias Forenses hay 900 cadáveres sin enterrar y sin refrigeración eficiente. El hedor es real. Nuevamente.
El velatorio será breve. Hay otros muertos que esperan, me dirá el encargado de la funeraria. Mi padre, hombre de tierra, se reducirá a cenizas. Las honras como veterano de guerra, tal y como mi él quería, no ocurrirán hasta dos meses después.
Al final, mi padre se digitaliza en número. A nadie importa excepto a mi hermana menor y a mí. Uno más en una estadística. Recientemente, el New England Journal of Medicine publica un estudio realizado por un grupo de investigadores de la Universidad de Harvard sobre los índices de mortalidad en Puerto Rico luego del huracán María. 4645 murieron, dicen. Pueden ser más. Quizá el doble. 4645 personas cuya perdida no puede equipararse a la de una gallina, como sugirió alguna puertopian desalmada y herida por su propio fracaso humano.
Los muertos no son anónimos. Mi padre se llama Elidio La Torre y a su nombre se le suman 4644 más de los muertos por negligencia gubernamental.
Frente a mi casa corre un río de huesos que gime en las tardes. Ahora que el sol se acuesta más tarde y se levanta temprano, escucho los gemidos menos tiempo. Pero están. Y no van a ninguna parte. Enterrados en el viento, se quedan en su forma de dolor.
Publicado en Nagari el 01/06/2018
Comments