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80 años de Animal Farm

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • hace 2 días
  • 5 Min. de lectura

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Una fábula con animales. Eso parece a simple vista. Eso dice la superficie, como quien contempla apenas la piel de un relato sin tocar la carne que late debajo. En cada relincho, en cada balido, no se escucha solo el eco de la granja, sino el resquemor humano, la respiración entrecortada de un continente desangrado. Van ochenta años desde la edición príncipe de Animal Farm (Signet, 1945), y la novela sigue satirizando los mismos discursos incendiarios que provocaron a su autor, el escritor británico George Orwell, a pelar la realidad desde el borde de la guerra, entre la ceniza ardiente de Europa.


El mundo ha visto caer unos imperios y ha visto otros erigirse, pero en Animal Farm lo que se delata no es cualquier granja, sino la fábula de la granja humana, el escenario perpetuo del poder y de sus máscaras.


El Viejo Mayor, el visionario cerdo anciano, sueña con libertad, convoca a la aurora con voz profética, canta la comunidad justa como quien inventa un mundo nuevo en la penumbra.


Pero ya sabemos: toda utopía, en el instante de su formulación, comienza a traicionarse.


El deseo puro lleva escondida la semilla de su fracaso. La promesa ya contiene la ruina.

Hoy día, así ocurre también en el suelo estadounidense, donde la democracia se predica como dogma nacional mientras la realidad exhibe desigualdades profundas: raciales, económicas, sociales.


Allí donde se proclama igualdad universal, la fractura aparece como sombra inevitable. El sueño de libertad se abre como llaga, recordándonos que lo humano, aun disfrazado de animal, siempre tropieza con el mismo límite.


Cuando el Viejo Mayor convoca al sueño común, insiste en que todos los animales son iguales, ninguno sometido, ninguno vendido. Su canto —Beasts of England— resuena como himno y como hechizo, preludio de redención y conjuro de fraternidad. En esas notas vibra una esperanza radical: que la lengua pueda fundar una comunidad.


Lo que en su época fue un asalto al estalinismo, hoy entalla la gorra de MAGA.


El Viejo conoce bien ese poder del canto. We the People. American Dream. Make America Great Again, ágiles como eslógans y narrativas como un meme.


Fórmulas breves, hipnóticas, cargadas de promesas que encienden multitudes. Pero, como todo conjuro, el hechizo se desgasta. Lo que debía liberar se endurece en dogma, y el dogma abre paso a la servidumbre. El eslogan sustituye al pensamiento; el hashtag reemplaza al debate. La gramática de la utopía se convierte en gramática de la obediencia. Lo que nació como música termina como ruido. O como plegaria con Auto Tune.


Orwell lo sabía: el poder comienza en la lengua. La voz de Squealer, el cerdo orador, no derrama sangre, pero hiere más que el látigo. Convierte lo negro en blanco, lo falso en verdad, lo imposible en certeza. La violencia no siempre necesita de la fuerza; basta con la torsión de las palabras. Ya no hablamos de posverdad—hablamos de posmentira.


En Estados Unidos, esa lección se ha multiplicado hasta el vértigo. Stop the steal. Fake news. Defund the police. Frases breves que condensan universos enteros de sentido y de miedo. La mentira ya no aparece como anomalía, sino como estrategia. La posverdad ya no se instala como regla del juego en un sistema donde la repetición supera a la verificación. Es la mentira indiscriminada la que se instala en el punto de enunciación.


Squealer ya no es un cerdo solitario: es un enjambre de voceríos, un ejército de algoritmos, una marejada de comentaristas. Su voz resuena en cada pantalla, dicta qué pensar, qué temer, qué creer. El lenguaje se envenena y, con él, el cuerpo político entero.


En la novela de Orwell, los mandamientos grabados en la pared parecen eternos, palabras destinadas a permanecer. Pero basta una noche, un pincel, una coma para torcer la historia: «ningún animal dormirá en una cama» se convierte al amanecer en «ningún animal dormirá en una cama con sábanas».


La traición se naturaliza en la gramática: la palabra es flexible, el poder lo sabe y lo aprovecha. La mentira es tan buena como la cantidad de gente que se la crea.


Estados Unidos reproduce este gesto. La historia se manipula a conveniencia: debates sobre la esclavitud reconfigurados, bibliotecas que prohíben libros, leyes que limitan el recuerdo del racismo estructural. Cada currículum reescrito es un mandamiento alterado. La memoria se convierte en terreno maleable, y la educación en campo de batalla. La traición, entonces, no es accidente: es método de gobierno.


Snowball, un cerdo vivaz y creativo, imagina, sueña, convoca con palabras. Napoleón no se le compara porque apenas gruñe y despliega a sus perros. El poder no necesita convencer: basta el miedo, basta el rugido. Basta mentir.


En la escena contemporánea, ya no vive Stalin; es el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien encarna esa lógica. No persuade, intimida; no debate, polariza; no propone, se presenta como cuerpo de la nación. El carisma sustituye a la política. «Fight, fight fight», dijo Trump con el puño derecho a las cámaras el día del presunto atentado contra su vida. Una escena de Photo Op. El poder se reduce a la imagen del caudillo, mientras las estructuras de dominación permanecen intactas.


Y ahí está también Boxer, el trabajador incansable, presente en cada empleado precarizado, en cada ciudadano que repite el lema de “trabajar más duro” o confía en que “su líder tiene razón”. La fidelidad lo condena. Como en la novela, el sacrificio termina en abandono. El matadero moderno no es ya el carro de los carniceros, sino la deuda interminable, la ausencia de salud pública, la jubilación insuficiente.


Snowball, héroe convertido en traidor. Así opera la memoria cuando la toma el poder. El pasado deja de ser archivo y se convierte en guion maleable, dispuesto a ser reescrito según convenga.


La historia estadounidense conoce ese mecanismo. Próceres esclavistas exaltados en los manuales escolares del siglo XIX hoy son cuestionados. Luchadores por los derechos civiles, perseguidos en su tiempo, son ahora canonizados. La memoria fluctúa, pero ese movimiento no es inocente: lo que se edita del pasado habilita lo que se impone en el presente. Y si el pasado puede deformarse sin resistencia, el futuro se vuelve un terreno abierto a cualquier manipulación.


La vigencia de Animal Farm es sobresostenible porque la fábula no concluyó. En la política de hoy, líderes concentran poder en nombre del pueblo, clausuran debates, gobiernan con decretos o con discursos que dividen. En la economía, el lema de Boxer se multiplica: «trabajar más duro» repite una clase media desgastada de trabajadores precarizados y estudiantes endeudados. La obediencia se vuelve estructura de explotación. En las redes sociales, Squealer encuentra su multiplicación infinita: fake news, deepfakes, cámaras de eco. Cada consigna viral se convierte en un “cuatro patas sí, dos patas no” interminable. En la memoria histórica, Estados Unidos sigue siendo un país que olvida: la esclavitud y la segregación reducidas a notas al pie; las guerras contadas como gestas heroicas; las desigualdades maquilladas como accidentes aislados.


«Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros» es la frase, cínica y devastadora que resuena como discurso de Charlie Kirk. La democracia estadounidense proclama igualdad universal, pero la riqueza, la raza, el género y la nacionalidad determinan cuán «igual» se es en realidad. La igualdad se convierte en privilegio; la revolución, en caricatura.


Animal Farm habla de la fragilidad de todo sueño colectivo, de la facilidad con que la lengua se corrompe, de la manera en que la esperanza se domestica. Habla de cómo la comunidad se convierte en rebaño.


Orwell nos dejó la advertencia: el poder no cesa, se transmuta.


El ciclo no se rompe únicamente con rebelión; solo se interrumpe con memoria crítica, con resistencia al miedo, con vigilancia sobre la lengua misma.

Porque allí, en la lengua, empieza todo.

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