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  • Foto del escritorElidio La Torre Lagares

Papasquiaro: calamar del dharma

Si puedes ser leyenda, para qué ser fosa común -Mario Santiago Papasquiaro

La poesía arrecia como violencia. Viene el golpe. El tremor. Los versos aúllan como cisnes. Los cisnes no aúllan, pero da igual. La imagen es ley. Santiago y yo fundamos el infrarrealismo, dijo Roberto Bolaño, y luego decía que eran bastante irresponsables y de un linaje teórico muy incoherente y que básicamente ahí estriba toda la ruptura que los caracterizaba. Clanes, parcelas y señores con sus samurais, juró Bolaño, y nosotros con ninguno. Allí, en México, así, viviendo sin timón ni delirio.


Mario Santiago Papasquiaro le arrancaba versos al aire y al sudor y a la carne, sin preferencia, hasta que un automóvil lo atropelló y terminó con su vida física el 10 de enero de 1998.


Ese año, Bolaño le dio otro cuerpo, uno de tinta, lo llamó Ulises Lima, y le dio casa en Los Detectives Salvajes. Pero Papasquiaro se llamaba José Alfredo Zendejas Pienda y como dijo una vez Juan Villoro, era un iluminado.


Papasquiaro nunca vino a entretener a nadie.


Por el contrario. Vino a sacudir la sombra del árbol y llamar la atención al árbol mismo. Los infrarrealistas, como antípodas de los surrealistas, no pescaban en el subconsciente sino que nadaba en el consciente de la cotidianidad. O algo así. En realidad, decía Bolaño, habían venido a molestar.


Es así. No hay forma más bella de poesía. Y la belleza no es lo lindo, sino lo que corta la respiración. Vivir es contener el aliento, escribió Santiago Papasquiaro. Desnudarse.

A pasos de aventarnos al siglo XX, Mario Santiago Papasquiaro da a prensas Aullido de cisne en 1996 y veinte años no son nada. Solo las velas en un bizcocho de poemas. Parece un sueño, uno acordado como bajo falsa bandera, y nos vemos forzados a dejarlo todo nuevamente, constantemente, como una vez estuvo supuesto a ser.


Errabundo radical, fugitivo de la universidad burguesa, Santiago Papasquiaro se remite a una poesía urbana, de factura beatnik a la Gregory Corso y Allen Ginsberg. «La poesía me era tan labio/ tan capullo/ tan pezón», dice en «Adolescencia bisiesta». «Botella con mecha interna y hacia fuera». Es lo que hay. Molotov con Marinetti. O Malcolm Lowry ahogado en su vómito. Es un eterno día de los muertos en la poesía de Papasquiaro.


Le sale una pata surrealista, no me cabe duda. La aventura es esta: «otro rayo en las bragas del caos». El tiempo se vive, se problematiza y se expresa. El arte y la vida son siameses y se fagocitan los significados. Las revoluciones comienzan con la palabra. Es la primera ruptura con el mundo, y suele llegar como una expresión de insatisfacción con la inmediatez. «Callejón sin salida/ ayúdanos// a ensanchar nuestros sentidos» pregona Papasquiaro en «Callejón sin salida». Y aquí salda la deuda con el movimiento de vanguardia peruano Hora Zero.


Ha comentado Andrea Cobas Carral que, para los horazerianos, las rupturas con el nivel lingüístico del poema proponía un lenguaje sencillo, popular, sí, pero sobre todo con un gran alcance en sus capacidades expresivas. «La revelación de lo ‘esencial-cotidiano’ y de lo efímero expresado en una alternancia continua producida por el tiempo y el espacio individual y ampliado por la consubstanciación, con la problemática común de los pueblos, es fundamental para la edificación del nuevo edificio verbal», reza el manifiesto titulado «Poesía integral» de Hora Zero y consignado por la pluma de Juan Ramírez Ruiz, quien, junto a Jorge Pimentel, inicia el movimiento de vanguardia durante los 1970. «[P]alabras nuestras para poemas nuestros… ideas nuevas para poemas nuevos».


Desde este árbol genealógico, el verdadero lenguaje artístico es, siempre, aquel que consigue transmitir una experiencia desalienante, como acota Cobas Corral. Una sintaxis tradicional con un nuevo ritmo poético y para nada burguesa. «El vagabundo de lengua extrañísima/ el cantador de cucurrucucús & ayayays», dice Papasquiaro en el magistral «Visión en el Sinaí».


Tiembla la lluvia. La transparencia está lejos.


La imagen poética supone una propuesta estética y un voraz desespero. La metáfora es, como en la poesía de Lezama Lima, un intento por reparar las discontinuidades en el tiempo. «Huele a thinner y a elote quemado», dice en «Deux machina», «A la celda le están despintando su cielo». Es la hora del desmadre y el eructo, y el orín de la felicidad desviaría calmadísimo el corazón («Popocatépetl rodante»).


La escatología en Aullido de cisne es fina. Tan solo una fase poética, un estado de la existencia. Es una explosión sonora esta poesía de epítetos, apóstrofes, personificaciones y antropomorfismos alucinantes que se escriben para decirse en voz alta. «Este texto brotado del túnel ansía dibujarlo» («Abisinia’s Shock»). «Tanta vagancia y pasión. ¿Qué querrán decir?».


Como ha dicho Ramón Méndez Estrada, los infrarrealistas fueron, en México, el primer movimiento de vanguardia que mantenía una antivanguardia. «La muerte domada y sin paperas».


Papasquiaro se creía solo un fantasma que escribía. Y debe ser verdad, porque he visto su sombra pasar por mi frente varias veces mientras intento recuperarme de poesía. De todos modos, es sacrílego leer Aullido de cisne en un Starbucks. Lo que es innegable es la persistencia de estos textos. Diría Bolaño, “nos acercamos a 200 kph. al cagadero o a la revolución”. Es un continuo en flujo, un alcanzar lo que se elude, por tanto, supone una modo de percepción.


La lengua de Dios me besa con firmeza, diría Papasquiaro.


La pereza podría ser una renuncia a la esclavitud. Y la poesía, un pretexto para la salvación.


El cisne abre el pico y nos devora.


Publicado en Nagari el 01/02/2016

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