Gabrielle Zevin: una ética de la vulnerabilidad
- Elidio La Torre Lagares
- hace 5 días
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El mayor logro de Tomorrow, Tomorrow, and Tomorrow no está en narrar la vida de dos programadores, sino en convertir el acto de jugar en una metáfora total de la existencia contemporánea: se vive, se pierde, se reinicia, se comparte.

En el comienzo —ese lugar que nunca es inocente— Mañana, y mañana, y mañana (Alianza, 2023) se abre como relato de un reencuentro: dos jóvenes, Sam Masur y Sadie Green, que se reconocen tras los pasillos fríos de un metro, con el eco de una amistad infantil atravesada por la enfermedad y la soledad.
Nada hay de idílico en esa escena: la multitud se agolpa frente a un anuncio banal, y sin embargo allí, en ese gesto de atravesar la masa, surge lo inesperado, el retorno de la mirada. «¡Sadie Miranda Green! ¡Te has muerto de disentería!», grita Sam, invocando con humor la memoria compartida del videojuego Oregon Trail.
La novela queda marcada desde ahí por una doble torsión: el juego como código secreto, como contraseña entre iniciados, y al mismo tiempo como herida, pues el recuerdo remite a la hospitalización, a la fragilidad de los cuerpos, al pie roto de Sam y a la leucemia de Alice, la hermana de Sadie.
El juego, entonces, no es evasión; es el lenguaje que permite que el dolor no se quede sin traducción.
El gran gesto de la autora neoyorquina Gabrielle Zevin (1977) es colocar el videojuego en el mismo rango estético que la literatura y lo logra.
Al narrar la construcción de EmilyBlaster, un juego que convierte la poesía de Emily Dickinson en dispositivo lúdico, la autora inscribe la intersección entre alta cultura y cultura popular. Los versos que caen en pantalla, los disparos de tinta que permiten formar un poema, no son meros guiños; constituyen un acto de crítica cultural encarnado en la ficción: la literatura se vuelve jugable, y en esa operación se cuestiona la sacralidad de la palabra escrita. El videojuego es, además, metáfora de la intimidad.
Sam afirmará más tarde que «no hay acto más íntimo que jugar, ni siquiera el sexo».
Esa frase, provocadora hasta lo grotesco, revela un fondo de verdad: jugar implica confianza, vulnerabilidad, exposición al error. El jugador se entrega al otro y al sistema de reglas; como diría Wittgenstein, jugar es habitar un lenguaje. La novela coloca así a los videojuegos en la tradición de las artes de la representación, pero con un énfasis en lo participativo, en la co-creación de mundos.
Uno de los logros de la novela es evitar la trampa de reducir la relación entre Sam y Sadie al esquema de romance. Zevin despliega una constelación de afectos que desafía los binarismos: ¿amistad o amor?, ¿compañerismo o dependencia? Los personajes oscilan entre la fascinación mutua, el resentimiento, la traición y la reconciliación intermitente. Lo que se muestra, con crudeza, es que los vínculos profundos no se dejan traducir en categorías estables.
La presencia de Marx, compañero de Sam y puente hacia Sadie, introduce un tercer vértice que rompe la lógica dicotómica. Marx es generoso, expansivo, un contrapunto vitalista frente a la misantropía de Sam. Pero su figura también revela la precariedad de toda comunidad: incluso las amistades y amores más sólidos están sometidos a la erosión del tiempo, a los malentendidos y a la imposibilidad de decir todo.
El hospital infantil donde se conocen Sam y Sadie funciona como matriz simbólica: allí el juego no es entretenimiento, sino sobrevivencia. Sadie, relegada mientras su hermana lucha contra el cáncer, se encuentra con Sam, atrapado en un cuerpo fracturado. Jugar al Super Mario Bros o al Duck Hunt no es aquí trivialidad: es la posibilidad de construir un espacio donde el dolor físico y la amenaza de la muerte puedan suspenderse.
La novela insiste en esta dimensión ética. Jugar, dice el narrador, es como el gesto de un perro que se pone panza arriba: un acto de confianza radical, de mostrarse vulnerable. Al abrirse al juego, Sam y Sadie se reconocen como sujetos capaces de compartir fragilidad.
Esta concepción del juego como ética de la vulnerabilidad dialoga con la filosofía contemporánea de Byung-Chul Han, para quien el juego aparece como forma de comunidad; en Johan Huizinga, como fundamento cultural. Zevin lo traduce a clave narrativa y afectiva: el juego es el lugar donde la amistad se vuelve posible.
Formalmente, la novela se organiza como si fuese una partida con vidas múltiples. Los capítulos no siguen una progresión lineal de éxito y fracaso, sino que funcionan como reintentos: la amistad se rompe, se recompone; el amor se insinúa, se frustra; los proyectos de videojuegos se lanzan, se derrumban, resurgen. Esta lógica del reinicio, marcada por la cita shakespeariana del título, constituye un aporte a la narrativa contemporánea: se trata de escribir en clave de videojuego, donde cada vida perdida no clausura, sino que abre a la posibilidad de volver a empezar.
Zevin consigue, así, capturar un ritmo propio de la cultura digital: el “save” y el “restart” como categorías existenciales. La literatura, al apropiarse de esa dinámica, se actualiza, se vuelve permeable a las temporalidades que marcan nuestra experiencia cotidiana de pantallas y consolas.
La relevancia de Mañana, y mañana, y mañana para la narrativa de hoy se articula en varios niveles: el primero es el reconocimiento cultural que eleva el videojuego al estatuto de lenguaje estético legítimo; el segundo es la sensibilidad generacional: capta la manera en que la cultura digital modela las emociones y la identidad. A esto, le sumo la innovación formal que adopta la lógica iterativa del videojuego como estructura narrativa. Es la ética de la vulnerabilidad: propone una visión del juego como espacio de confianza y exposición afectiva a través de la hibridación intermedial: dialoga con la poesía, la tradición literaria y la cultura pop en una red intertextual.
Mañana, y mañana, y mañana se inscribe en la tradición de las novelas que piensan la creación artística no solo como tema, sino como forma. Si La montaña mágica, de Thomas Mann, exploraba el tiempo desde la enfermedad, y Las correcciones, de Jonathan Franzen, diseccionaba el derrumbe familiar en clave posmoderna, la novela de Gabrielle Zevin piensa el presente desde el videojuego.
Su mayor logro no está en narrar la vida de dos programadores, sino en convertir el acto de jugar en una metáfora total de la existencia contemporánea: se vive, se pierde, se reinicia, se comparte. La frase de Macbeth que da título a la novela —“Tomorrow, and tomorrow, and tomorrow”— se resignifica: la vida no avanza hacia un telos, sino que se multiplica en repeticiones, en partidas que nunca garantizan victoria, pero que siempre invitan a volver a intentarlo.
En ese bucle reside la esperanza.
Aún en la pérdida, aún en la traición, siempre habrá otra vida posible, otra pantalla por atravesar.
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