Un gato escoge a su dueño. Como un poema. O como una novela titulada El gato que venía del cielo escrita por Takashi Hiraide.
Un gato se forma de la misma materia que la noche. No importa el color de su pelaje, sus ojos responden a la luz como un latido de luna. Cuando camina, traza un poema en el aire que desestima la impropiedad de su soberbia. Un gato nunca es una mascota si no quiere. Un gato escoge a su dueño. Como un poema. O como una novela titulada El gato que venía del cielo escrita por Takashi Hiraide.
Quizá es formidable el prejuicio. Quizás estoy predispuesto a leer un libro que lleve ese título porque en mi casa me acompañan Dumpling, Koko y Gatsby.
Un gato debe tener tres nombres, dice Eliot. Es su alegato. Tienen maravillosas personalidades disímiles y suscitan rivalidades esporádicas. Quizá sea el animal más literario, por darse a tomar la siesta entre libros, sobre el escritorio y/o junto al teclado de la computadora.
Sin tensiones cortantes ni sucesos extraordinarios, la novela de Takashi fascina por la sutileza de su poesía. Por su aire cotidiano. Por su decir sosegado. Lejos de ser una fabulación moralizante, El gato que venía del cielo me parece una meditación zen sobre la transitoriedad del mundo, pero más aún, de nuestras vidas. No es tanto lo que Chibi, el felino que fija la historia, haga o deje de hacer, sino la transformación que provoca en el matrimonio cuya casa el gato invade.
El matrimonio padece en la longitud del bostezo. Una pareja dada a los silencios y los espacios particulares que reclaman dos personas que comparten profesiones afines. Él, escritor; ella, correctora de pruebas. La casa que habitan marca la temporalidad en una fase de sus vidas.
Obligados por contratiempos a dejar la antigua casa en que vivían, se encuentran en la urgencia de mudarse. Buscar casa es agotador. Buscar casa es buscar el lugar de ensoñación. Ni se diga encontrar hogar. Por tanto, la pareja se mueve hasta un «espacio limitado en forma de abanico plegado» que les servirá de casa. Ancha. Con poco tráfico y con jardines a ambos lados. Lo suficiente a veces basta.
Lo cierto es que, doblegada por el costo de vida, la inestabilidad laboral de los ’80 y el precio inaccesible de las propiedades, la pareja llega convencida de que nunca serán dueños de su casa y, ya entrados en los treinta y tantos, no desean tener hijos.
Los personajes allegados a la pareja que ya casi no habla entre sí nos van indicando el paso del tiempo. Se enfrentan a situaciones. La piel va cediendo a la gravedad. Cambian de estadio de la materia. Nada permanece estático. Nada nunca lo es.
Entonces, el gato. El arquitecto de epifanías.
Ponerle nombre a un gato es harto complicado. Desde luego no es un juego para los muy simplones. Así, Chibi aparece un día en la casa de los vecinos. Su pelaje blanco. Grises y circulares manchas salpican su lomo. Hay un jardín. Hay un olmo anciano. La noche se desvela por un callejón que se formula en la silueta de un relámpago. Un niño se encariña con el felino e insiste en quedárselo. El narrador escucha y ve a través de su ventana. Sonríe. A pesar de que no es su gato, su vida no será la misma.
Nada nunca es lo que fue. La Fortuna domina más de la mitad de la vida humana, el narrador cita a Maquiavelo. A lo que resta o sobra, se trata de hacerle frente con lo que el filósofo y poeta italiano denominaba virtù. O mostrar bravío ante la adversidad y las situaciones desafiantes. La Fortuna es como un río que se desborda, inunda y se impone. Solo queda lo que podamos hacer ante la inevitabilidad.
Por eso, la llegada de Chibi a la vida de los protagonistas es transformadora. Por un lado, Chibi no era de los que suelen «restregarse contra las piernas de la gente». Altivez. Gatidad. Ni el menor deseo de congraciarse con nadie, como diría José Emilio Pacheco. Por otro, el narrador no es muy dado a los gatos. Su esposa, no obstante, le nombra como «el gato del Callejón del Relámpago» y queda prendada del felino. De pronto, habita el sentido en una relación que anda algo lastimada por el tedio y la falta de comunicación.
A veces no es tan fácil darse la media vuelta y claudicar (¿Decidir es saberse en libertad?).
Las cosas terminan por encontrar su sitio y no son más silenciosos los espejos (Borges).
El narrador, editor por mucho tiempo, se había dado a la renuncia de un trabajo más o menos estable –aunque, como él mismo dice, un oficio sin brillo de lo más fastidioso– a cambio de apostar a convertirse en novelista. El trueno solo ocurre cuando llueve. A los 30 años, el mundo parece irremediablemente cruel, pero la llegada de Chibi parece edulcorar la incipiente vida del escritor y su esposa. Incluso, cuando se ven precisados a mudarse nuevamente, la mujer sugiere robarse el gato al momento de marcharse. Resultaba difícil «entender que aquel que entraba hasta lo más profundo de la casa, hasta el fondo mismo de nuestros corazones, no fuera más que un simple invitado».
El hombre quiere ser pescado y pájaro, dice Neruda, pero el gato solo quiere ser gato.
Chibi se hace necesario. Vital. La pareja se abstrae del espacio seguro y confortable que provee la rutina para ir asiéndose y haciéndose del mundo que les rodea al ir curiosamente tras las andadas del gato. Cuando salían a la ciudad, el animal los esperaba pacientemente frente a la puerta. La mujer reclamaba aquellos signos como prueba fidedigna de que, en efecto, aquel era su gato.
O no.
El gato, de hecho, nunca se dejó tomar en brazos por la pareja. El gato nunca ve a su dueño con la certeza de sentirse protegido. El gato solo es gato.
Y llega lo inesperado. Chibi deja de visitarlos y desconocen su paradero. Lo atípico de la desaparición se detenta con aprehensión. La temeridad se va formulando en la sombra de la incertidumbre. Chibi no regresa y la pareja se deshabita en el vacío que deja. La ausencia se resiente en el pulso terso de la soledad que les queda a cada trazo remanente de la memoria.
Ya no tienen gato, solo el recuerdo del animal. El desconsuelo se hace un nido.
Chibi desaparece. ¿Escapa? ¿Muere?
A partir de entonces, las vidas de los protagonistas se sumirán por fin en ese acto de querer recuperar lo que ya no se tiene, lo que, al igual que el lenguaje, solo sirve para alimentar la memoria e invocar las pérdidas. En fin, algo a lo que por fin podrán mirar y contemplar en el tiempo como algo vivido.
Entonces, Chibi vive.
Solo el gato sabe de su verdadero nombre.
Publicado en Nagari el 01/12/2017
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