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El espejismo de la perfección: los 'Non-Player Characters' de Vincenzo Latronico

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • hace 5 días
  • 6 Min. de lectura

La perfección es siempre deudora de su reverso: el polvo, la humedad, los objetos fuera de lugar, los rastros del cuerpo que interrumpen la superficie limpia del artificio.


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Tengo cicatrices que se ven y otras que no. Por mucho tiempo, cargaba una culpabilidad que fui entendiendo que no era mía, sino de los que me juzgaban. La perfección no es un estado, sino un espejismo: se nos presenta como plenitud, pero su luz es siempre reflejada, nunca propia.


En la promesa de perfección se oculta la paradoja de lo humano: cuanto más nos acercamos a ella, más se desgarra en polvo, error, grieta. Es ideal regulador, horizonte que orienta sin poder cumplirse; es simulacro, copia sin original que nos seduce con la apariencia de totalidad. La perfección, entonces, no es meta alcanzable, sino tensión constitutiva: motor del deseo, medida de la carencia, ilusión que, al quebrarse, nos devuelve la única verdad posible —la del ser incompleto que se sabe incapaz de colmarse y que, en ese reconocimiento, encuentra su más alta dignidad.


Vicenzo Latronico abre Perfection, una de las mejores novelas del 2025 con un desfile de imágenes cuidadosamente curadas: «Sunlight floods the room from the bay window, reflects off the wide, honey-coloured floorboards and casts an emerald glow over the perforate leaves of a monstera shaped like a cloud». El catálogo de objetos —plantas exuberantes, revistas de diseño, pósters de festivales, mobiliario escandinavo— compone un interior total, un escenario en el que la vida parece posible, plena, auténtica.


La autenticidad, sin embargo, es ya sospechosa. Nace de un ejercicio de estilización radical.


Latronica, en un manejo lingüístico impecable, nos advierte que la hiperrealidad consiste en imágenes que ya no representan nada, sino que sustituyen la realidad misma.


El apartamento de Anna y Tom no es un hogar: es un showroom.


La vida que promete está ya atravesada por la lógica de lo «post publicitario». Latronico parece evocarnos, con reverberaciones de Theodore Adorno, que «la vida recta no puede vivirse en lo falso».


Sin embargo, ¿qué otra vida nos queda?


La segunda parte, significativamente titulada Imperfect, despliega el contraste:

«Reality didn’t always live up to the pictures. The plants would be permanently caked in a thick layer of dust… Their vision still hazy from sleep, they would take it all in at a glance, each new item on the list adding to a feeling of physical discomfort that bordered on distress».


Aquí Latronico traza una fenomenología del desencanto, lo que me parece el trazo distintitivo de la literatura reciente, donde los millenials van mudando la piel. La perfección es siempre deudora de su reverso: el polvo, la humedad, los objetos fuera de lugar, los rastros del cuerpo que interrumpen la superficie limpia del artificio.


Si la primera parte evocaba a Perec y su inventario de cosas (y quien no lo haya leído, que salga a buscarlo de inmediato a su librería), el anverso recuerda a Heidegger: la diferencia entre lo que queda «a la mano» (Zuhandenheit) y lo que se despliega «ante los ojos» (Vorhandenheit). Cuando los objetos se rompen o se enturbian, aparecen en su verdad: ya no son decorados, sino peso, obstáculo, resistencia.


La ansiedad que siente la pareja frente al desorden revela, como seguramente opinaría Byung-Chul Han, el imperativo contemporáneo de la autooptimización. La limpieza obsesiva no es mero hábito y mucho menos trastorno obsesivo compulsivo, aunque lo parezca; se trata de un rito de exorcismo: restituir las condiciones mínimas para creer —aunque sea por diez minutos— en la vida perfecta que las imágenes prometen.

Latronico describe a Anna y Tom como «creative professionals… web developer, graphic designer, online brand strategist. What they created were differences».


La definición es lapidaria: su trabajo consiste en fabricar «diferencias», pequeñas variaciones destinadas a alimentar un mercado de singularidad serializada.

La paradoja es brutal: en un mundo saturado de imágenes, la identidad se reduce a un branding personal.


Ya desde Deleuze y Guattari, la diferencia había dejado de ser potencia creadora para convertirse en mercancía repetible. Cada logo, cada interfaz, cada objeto de diseño es una partícula en el flujo incesante del capitalismo cultural. Lo que en su juventud era pasión —«jumping between History and Maths homework and Photoshop and Flash… building personal websites and profiles that reflected their tastes and interests»— se convierte en trabajo asalariado, en alienación disfrazada de libertad.


En Perfección a fuerza creativa del sujeto es subsumida en la lógica del capital. Como en Han, la autoexplotación se vive como placer. Como en Barthes, la diferencia es un sistema de signos que, al circular, produce la ilusión de vida.


La ciudad misma se convierte en extensión del simulacro: «They had fallen into the job. Berlin, on the other hand, they had chosen». Berlín es mito compartido, lugar de abundancia, espacio vacío cargado de promesas. Tempelhof no es un parque sino un campo de libertad: «five square kilometres of pure potential».


El mito berlinés recuerda a Lefebvre: el espacio urbano es producción social. Los jóvenes creativos reescriben la ciudad como lienzo de autenticidad, aunque esa autenticidad esté mediada por Airbnb, coworkings y galerías efímeras. En este sentido, Berlín es el reverso de la «aldea global», no un lugar fijo, sino un nodo en la circulación global de estilos, modas y deseos.


La vida que Anna y Tom llevan allí es la misma que otros llevan en Lisboa, Brooklyn o Milán. El mito de la diferencia se revela como uniformidad globalizada. Como diría Žižek, lo verdaderamente insoportable no es la explotación, sino la obligatoriedad de disfrutarla.


Latronico aborda también la intimidad erótica. La pareja teme que su vida sexual, estable y tierna, sea demasiado pobre frente al exceso de imágenes y discursos sex-positivos: «They couldn’t put their finger on exactly what it was they craved, but they knew it was very different to what they had».


El Perfection, el deseo se vuelve sospechoso. ¿Estar satisfecho no es acaso señal de estar fallando algo? El deseo siempre es deseo del Otro, nunca propio, argumentaría Lacan.


Anna y Tom desean desear; se ven impulsados por un déficit estructural que ninguna práctica ni juguete ni club puede colmar. La sospecha de mediocridad sexual es reflejo de una sociedad en la que el goce se prescribe como obligación, como bien capital, como explotación y mercantilización de las emociones. Solo basta encender la radio en la mañana o ver la televisión a cualquier hora del día para notar en lo que nos hemos convertido: Non-player characters, o personajes no jugables.


La pornografía de Instagram, la estética de los clubs, la narrativa mediática sobre poliamor constituyen un dispositivo foucaultiano: regulan los cuerpos a través de la promesa de libertad. Y sin embargo, la pareja se siente aliviada al no cruzar nunca el umbral: su intimidad, aunque imperfecta, les preserva de la farsa de un goce sin resto.


Quizás el núcleo filosófico de la novela esté en esta frase: «They lived a double life. There was the tangible reality around them, and there were the images, also all around them». Esta duplicidad constituye la condición contemporánea: no vivimos en los hechos, sino en su circulación visual.


Latronico es un poeta de la prosa. Pasajes como el siguiente nos llevan en un flujo incesante, adictivo, indiferente al contenido: «An astronaut singing in outer space. A girl riding a wrecking ball. A famous woman spraying an arc of champagne backwards over her head into a wine glass balanced on her tailbone».


Lo que se consume no es la cosa, sino su exposición.


Como anticipaba Guy Debord, el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino la relación social mediada por imágenes. Latronico muestra cómo esta lógica erosiona incluso la interioridad: las emociones de Anna y Tom carecen de nombre, porque se originan en un régimen afectivo nuevo, modelado por la hiperconexión digital.

La novela concluye sin redención, porque la perfección nunca fue un horizonte alcanzable, sino una coartada para seguir consumiendo. El apartamento, la ciudad, el trabajo, el sexo, la amistad, la imagen: todo queda atrapado en la tensión irresoluble entre lo que parece y lo que es.


Latronico nos enseña que la perfección no es una meta, sino un dispositivo.

Nos arrastra a reproducir sin cesar el simulacro de autenticidad, bajo amenaza de quedar fuera del juego. Frente a este diagnóstico, ¿qué queda? Entender que no es nuestro el juego.


Quizás haya que, como diría Borges, aprender a desconfiar de los espejos. Salvar la chispa de vida que resiste en lo cotidiano, incluso en su desorden y en su fracaso.


El estilo de Latronico es quirúrgico y cruel, pero también profundamente humano: en su mirada late una compasión amarga, como la de quien sabe que todos participamos de este teatro de perfección.


El verdadero gesto político consiste en señalar la grieta, no para cerrarla, sino para recordarnos que solo en la imperfección persiste lo real.

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