La física de la tristeza: Gospodínov nuevamente
- Elidio La Torre Lagares
- hace 5 días
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El libro se parece a un mosaico antiguo en el que faltan piezas. Lo que importa no es completar la imagen, sino contemplar las conexiones. La fragmentación no es defecto: es estilo de la memoria.

Nací desde siempre. Aún recuerdo el comienzo de la Edad de Hielo y el final de la Guerra Fría.
Así se abre el libro de Gueorgui Gospodínov, con un gesto que rompe los calendarios y niega la biografía lineal. Nacer no es un hecho aislado, sino un proceso continuo. Nacemos en distintos cuerpos, en épocas dispares, en objetos y en bestias. El yo, más que identidad, es polifonía: «Yo somos».
Lo decía Whitman: contengo multitudes.
Este arranque de la historia no es mero anzuelo borgiano. Es declaración de principios. Gospodínov se propone mostrar que la vida no se reduce a la cronología de un individuo. Somos herencia y anticipación, memoria de otros, eco de lo que todavía no ha ocurrido. La novela no cuenta una vida: despliega un laberinto de existencias simultáneas. Contiene multitudes.
Entre los pasillos de una feria, un niño descubre al Minotauro. No es un monstruo que devora doncellas: «Este minotauro no es temible, es triste. Es un minotauro melancólico». En esa reescritura se cifra la propuesta central: la mitología ya no es relato de héroes y sacrificios, sino metáfora de la vulnerabilidad.
El Minotauro no asusta: conmueve. Su tristeza es la nuestra. El narrador lo mira y lo reconoce. La monstruosidad es, en realidad, humanidad expuesta, desnuda, incapaz de esconder su dolor. Ariadna, con su ovillo, no aparece como salvadora, sino como traidora: entrega a su hermano al asesino. El mito clásico se invierte: el héroe no es Teseo, sino el condenado.
En su magistral manejo de los instrumentos narrativos, Gospodínov hace de la literatura un acto de justicia. El ovillo de la narración no guía hacia la muerte del monstruo, sino hacia su rescate. Escribir es conservar la memoria del abandonado.
En otra de las tramas paralelas, en 1917, el abuelo del niño queda olvidado entre sacos de harina cuando solo tenía tres años. La madre sigue el camino con sus hijas, y solo la hermana mayor regresa corriendo. La escena es brutal en su sencillez: «El agua, la sal y la harina amasan el primer pan de la pena. El pan que no se acaba nunca. El pan de la tristeza que nos alimentará durante los años venideros».
Ese pan salado es la sustancia de la memoria. Lo íntimo se convierte en alimento para las generaciones. El niño abandonado no es solo un niño: es todos los hijos que fueron dejados atrás en tiempos de guerra. La tristeza aparece como herencia, como sustancia común.
El relato familiar adquiere aquí dimensión mítica. El abandono en el molino se funde con el encierro del Minotauro. Ambos son infancias truncadas, ambos símbolos de una soledad transmitida. La memoria no separa lo privado de lo colectivo: los une en una misma vibración.
El tiempo, entonces, es el verdadero laberinto. La narración avanza por fragmentos y cada capítulo es un cajón abierto al azar. El narrador lo explica: «Su memoria es un chifonier, una cómoda llena de cajones…». No hay orden, solo resonancias. Los recuerdos se entrelazan como pasillos que se bifurcan.
Este procedimiento convierte la novela en un collage. Escenas familiares, mitos griegos, episodios históricos y reflexiones filosóficas se yuxtaponen. El resultado no es una entropía desnuda, sino constelación.
La estructura de Física de la tristeza se parece más a la poesía que a la novela tradicional: intensidad antes que continuidad, imagen antes que argumento. La memoria, que es el tiempo, es también, por silogismo, laberinto. Y en ese laberinto es que el narrador se mueve con una única guía: la compasión.
La tristeza como ley física es probablemente el concepto más provocador desde que la poesía es un estado de la materia. Enhebrado en el título del libro, anuncia una ciencia imposible: la física de la tristeza.
Pero en la escritura de Gospodínov la imposibilidad se convierte en método. La tristeza es descrita como energía que no se destruye, que se conserva y transmuta. La escena del abandono en el molino se repite en el mito, en la guerra, en la muerte de la abuela. La tristeza cambia de forma, pero nunca desaparece.
De ahí que la pena se conciba como pan, como baba de babosa, como palabra en lengua extranjera. Lo intangible adquiere peso, textura, sabor. La literatura se convierte en un laboratorio donde lo invisible se vuelve materia.
Esta concepción no se toma con frialdad de derrotismo porque es poética. Nombrar la tristeza como energía o como pan es darle densidad, es salvarla de la abstracción. La física de la tristeza es, en realidad, una metafísica del dolor compartido.
Las historias del abuelo en el frente húngaro muestran cómo lo personal se abre a lo histórico. «Szervusz, kenyér, bor, víz…»: palabras húngaras que se conservan como trofeos de memoria. No son objetos robados, sino signos aprendidos. Frente a la violencia de las armas, el abuelo guarda solo un puñado de palabras.
La novela no describe las batallas con heroísmo. Prefiere las penas íntimas: la úlcera curada con babosas, el silencio después del abandono, la carta nunca enviada. El horror de la guerra se revela en los resquicios cotidianos, no en los grandes relatos épicos.
Así, lo íntimo y lo político se funden. La tristeza individual se vuelve signo de una época.
En este triunfo de la compasión radica la empatía universal. «Compadecerse de todo, ser a la vez aquel que se traga la babosa y la babosa tragada…». El narrador no busca redención para sí mismo: busca convertirse en el otro. La tristeza es puente hacia todo lo viviente.
La literatura se vuelve acto de metamorfosis. Ser niño abandonado, ser abuelo que muere, ser Minotauro enjaulado. Ser incluso objeto o animal, sentir desde dentro lo que carece de voz. La compasión aquí no es sentimentalismo: es ontología. Ser es ser-con-otros.
Frente al mito de Ariadna y Teseo, el narrador propone otro pacto: el ovillo no guía al asesino, sino que sostiene al monstruo. La escritura no elimina la tristeza: la acompaña. Lo sabe todo aquel que escribe.
Cada capítulo se ofrece como pieza autónoma. No hay continuidad, pero sí correspondencias. La forma fragmentaria no significa dispersión; es intensidad. Cada recuerdo es chispa que enciende otros. El libro se parece a un mosaico antiguo en el que faltan piezas. Un Scrabble incompleto donde lo que importa no es completar la imagen de la palabra, sino contemplar las conexiones. La fragmentación no es defecto: es estilo de la memoria.
La lógica de la Física de la tristeza es es la de la metáfora, no la de la trama.
La escritura convierte el relato en alimento. Lo íntimo se transforma en universal. El relato familiar se abre al mito, el mito a la historia, la historia a la compasión.
El resultado es un libro que no busca resolver enigmas, sino acompañar silencios. La tristeza no se supera, se comparte. La memoria no cura, pero da sentido.
Octavio Paz decía que el poema abre un instante de transparencia: el tiempo se suspende y la palabra revela lo oculto. Física de la tristeza cumple esa función. No nos explica la tristeza, nos la hace visible. Hace lo abstracto concreto.
La transparencia aquí es doble: vemos al niño en el molino y, al mismo tiempo, al Minotauro en su celda. Vemos al abuelo con sus palabras extranjeras y al soldado perdido en tierras ajenas. Vemos a la abuela que muere en Nochevieja y al narrador que hereda esa memoria.
En todos ellos vemos también nuestra propia vulnerabilidad.
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