La novela de Maylis de Kerangal, se mueve hacia el cisma que, más que filosófico, es biológico: un cuerpo debe ceder para dar vida a otro.
Han dado las cinco y cincuenta en la mañana.
Simon Limbres, a raíz de un aparatoso accidente automovilístico, ha sido declarado con muerte cerebral. A pesar de que el corazón del joven surfista continúa funcionando con la ayuda de máquinas, no hay habitación para la esperanza. El médico de guardia, Pierre Révol, al reconocer la finitud del conocimiento y las limitaciones del cuerpo, debe informar a Marianne y a Sean, los padres de Simon, que lo que queda del chico es la carne y los huesos. Más allá del espacio del cuerpo, solo vive el silencio.
Thomas Remige, especialista en trasplantes, entra en función y debe proponerle a los padres de Simon que consideren la donación de los órganos del fallecido deportista. El interés primordial de Remige es, por supuesto, el corazón, que podrá dar vida a otra persona en necesidad. Marianne y Sean se paralizan en la estupefacción. Se les viene encima el mundo. Todavía no asumen la verdad de la muerte de su hijo y deben considerar en vaciar el cuerpo de su hijo en hechos de repuesto.
Reparar a los vivos, la novela de Maylis de Kerangal, se mueve hacia el cisma que, más que filosófico, es biológico: un cuerpo debe ceder para dar vida a otro. Sobre todo, cuando los padres no deben enterrar a sus hijos. Es ley de vida.
Kerangal plantea una narración que se extiende a lo largo de unas cuantas horas, desde el momento del accidente hasta el trasplante del corazón de Simon al cuerpo de Claire, una traductora de textos literarios cuyo corazón ya late cansado y con poca fuerza. El trasplante debe ser realizado de inmediato para salvar la integridad del órgano. Ante el panorama situacional del espectro argumentativo, podríamos pensar que la novela va desbocada hacia un melodramón. Y, ciertamente, la propuesta narrativa de la novela podría perderse en una pluma menos diestra y divorciada de poesía, pero en Kerangal, el lenguaje poético es precisamente lo que da vida al texto.
Persiste, en la novela contemporánea, una tendencia hacia manejar los modos del discurso de maneras decididamente expresivas, donde la intención del lenguaje incluso es la de evocar el lo sentiente a forma narrativa, en dónde, habitada por impresiones sensoriales, obturan la fuerza de la expresividad, según se nota en los trabajos de figuras como Ana Clavel, Olga Tokarczuk, la propia Kerangal o Javier Marías, entre otros, pero que ya viene madurando desde el Austerlitz de W.G. Sebald. Es una escritura de los tiempos, donde incluso la novela densifica desde lo connotativo.
No es novedosa la estrategia, pero sí llega como un destilado de todo aquello que se pierde de vista en la densidad del Ulíses de Joyce o del Al Faro de Virgina Woolf, pero que se presencia en ambos.
Como el corazón mismo de Simon Limbres, que al final de la novela sigue latiendo, pero en otro cuerpo.
El corazón, precisamente, es objeto en la apertura de la novela: «Lo que es el corazón de Simon Limbres, ese corazón humano, desde que se aceleró su cadencia en el instante de nacer cuando otros corazones se aceleraban a la par»; es la única la constante en una novela que comienza focalizada desde Simon, pasando por una serie de personajes (ya mencionados) que se añaden a la narrativa pero se van quedando en el camino mientras son desplazados por personajes nuevos, como Rose, la aprendiz Alice Harfang, Virgilio Breva y Emmanuel Harfang, la figura dominante en la dinastía de los Harfangs, todos médicos prestigiosos y, por tanto, poderosos.
Como en Breve tratado del corazón, de Ana Clavel, la narrativa fluye como un torrente sanguíneo que incluso semiotiza el trasplante hasta que, hacia el final, cuando Claire «permanece en el quirófano bajo vigilancia, rodeada de pantallas negras en las que aparecen las olas luminosas de su corazón, mientras su cuerpo se recupera», cumple su cometido: unificar esas partículas elementales; esas vidas disímiles, insignificantes y alejadas de heroísmo por un lado y cargadas de papeles predispuestos y posiciones sociales por otro, como es el caso de los Harfang y del aspirante al privilegio, que es Virgilio.
La novela es un poema. Reparar a los vivos se desplaza por situaciones humanas y momentos intraducibles e indelegables, como lo son los momentos de dolor, una experiencia intransferible ante la cual el lenguaje urge en un intento de articular lo que no puede nombrarse. Es un lenguaje iluminado, nutrido, que va por diversos registros desde la jerga de los surfers y lenguaje cotidiano a lo medico, lo filosófico y lo poético. El lenguaje es un impulso eléctrico-nervioso o un espíritu que hilvana lo vivo y lo muerto.
Entonces, el final.
La novela acaba, para efectos de la narrativa, justamente cuando la voz narradora nos dice que el trasplante ha sido un éxito y que Claire «se recupera». En este punto, ya no hay más tensión; no más fluir; no más búsqueda.
Pero Kerangal alarga la narración y nos deja con una última escena. Virgilio se apresta a asearse mientras piensa que es un buen momento para comer papas fritas en Montparnasse con Alice.
Al final, sale el sol; se ilumina el sotobosque, los musgos azulean, canta el jilguero y concluye «el gran surf en la noche digital».
Dan las cinco y cuarenta y nueve de la mañana. El corazón es el tiempo.
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