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Alguien habló de nosotros: la memoria de la invención, según Irene Vallejo

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 22 jul
  • 6 Min. de lectura

La palabra, en este libro, no es vehículo de información, sino lugar de acogida. Escribir es, para Vallejo, construir una morada de palabras, una patria sin territorio.

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Los libros nos devuelven la conciencia de nuestra rareza como especie, plantea Irene Vallejo en Alguien habló de nosotros (Debate, 2023). Su argumento tiene raíz científica: la lectura prolonga el juego de la infancia y, como ocurre con todo juego, nos entrena para vivir. Entonces, leer es vivir.


Pero, ¿qué se vive?


Vivimos otras vidas que solo terminan afirmando que necesitamos de las ficciones que proporcionen algún sentido extemporáneo a nuestra realidad. En la operación, aprendemos a comprender al otro y no solo es un acto de empatía: es apertura radical al conflicto constitutivo de toda relación humana, o el entrelazamiento de voluntades, el roce inevitable de intereses. Ese gesto, ese desplazamiento del yo, nos permite desmontar las ilusiones de una perspectiva única, desactivar el provincianismo mental que encierra, y atenuar la soledad como forma de clausura. Porque, a veces, solo al convertirnos en otros —en posibilidad, en escucha, en devenir— logramos vislumbrar lo más verdadero de nosotros mismos.


En Alguien habló de nosotros, Irene Vallejo no simplemente nos ofrece la oportunidad de entendernos como seres hechos de ficciones, sino que se apropia de la bruma y el misterio como forma, y de la evocación como ética. No escribe desde la urgencia de imponer un saber, sino desde la dulzura de quien recuerda que leer es una forma de escuchar. Escuchar al otro, al ausente, al que susurra desde las páginas de un tiempo que aún sangra.


Este gesto, aparentemente menor, tiene un alcance político. De citar nada más a Horacio ("El que empieza está ya a medio camino"), sabemos que vamos de la mano de Vallejo para recorrer un camino que, usualmente, es el menos transitado, como en el poema de Frost. Vallejo se desatiende de la solemnidad del académico y entra en complicidad de quien descubre grietas en el muro del presente por donde se cuela una luz muy antigua y lejana, pero viva.


Esto lo pienso luego de leer el texto en una cálida tarde de verano en el corazón palpitante de Nueva York, específicamente caminando por Bryant Park, cuando, en una especie de epifanía, me percato de que bajo el césped apacible donde lectores y espectadores se entregan a la luz de lo efímero, se extiende —oculta y persistente— una bóveda de saberes: el depósito subterráneo de la Biblioteca Pública de Nueva York.


Allí, bajo la superficie donde la ciudad finge ligereza, se encarna un infinito tenaz, una geología del conocimiento resguardada del olvido. El palacio de mármol, majestuoso y saturado de historia —con sus siete niveles y más de 375,000 pies cuadrados (aproximadamente 34,838 metros cúbicos) de palabras y formas— fue desbordado por la expansión de lo acumulado. Así, a mediados de los años ochenta, la institución respondió no con supresión, sino con profundización: dio lugar al Milstein Research Stacks, dos pisos subterráneos de libros que resisten la erosión del tiempo, atrincherados como vestigios y promesas contra la amnesia colectiva.


Es una hermosa metáfora: no habrá tierra que pisar sin los libros.


Ese es, sin duda, el gran amor de Irene Vallejo: los libros y la palabra escrita. Existen muchos que los aman, sí, pero son contados aquellos que lo hacen con la pasión serena y ardiente que ella encarna en Alguien habló de nosotros.


«Las palabras solo pueden ser valiosas si son valerosas», dice. Ella nombra lo incómodo: en «Impunidad» se pregunta: «Cuánta gente acata y hasta defiende las leyes en público reclamando su endurecimiento, pero a escondidas las incumple si puede». Es la multitud de pequeños fraudes, como Vallejo la llama para citar a Plutarco, que a su voz toma la voz prestada del legislador ateniense Solón, quien recibiera un día en su casa al príncipe escita Anacarsis. Durante un banquete, Anacarsis le reprochó su fe en la eficacia de las leyes, argumentando que no pueden frenar ni la codicia ni la injusticia, a lo que Solón solo replicó que había diseñado sus leyes de modo que respetarlas resultara más ventajoso que quebrantarlas. Anacarsis, entre risas, sentenció que las leyes son como telarañas: atrapan a los pequeños, pero los poderosos las rompen y escapan. Según Plutarco, la historia ha confirmado más el escepticismo de Anacarsis que el idealismo de Solón.


Ciertamente, alguién habló de nosotros.


Así, cada página convierte al libro en una casa de espejos, los cuales, al unirlos, no recomponen un rostro, sino un caleidoscopio de humanidad.


El logro de Vallejo es la simbiosis: funde el mito de Ícaro con la espectacularización del Yo que viven aquellos devorados por su fama; la hybris de los políticos griegos con la arrogancia del poder moderno; el «efecto Google» con la advertencias de Platón sobre la escritura. Vallejo no compara: revela. Nos muestra que la envidia hoy tiene filtros de Instagram, que los «yahoos» de Swift (Jonathan, no Taylor) son nuestra codicia disfrazada de progreso mientras la democracia sigue siendo frágil como una vasija ateniense.


La autora zaragozana teje su libro como Penélope destejía el sudario: con paciencia de artesana que sabe que el tiempo es un río que arrastra papiros y pantallas. Su prosa es un puente tendido entre el grito de Aquiles en la llanura troyana y el zumbido ansioso de nuestros móviles.


¿Qué logra?


Resucitar la conversación interrumpida. Los clásicos ya no son estatuas de mármol en museos; son migrantes que tocan a nuestra puerta con preguntas urgentes: ¿Acaso no somos también nosotros Edipo, buscando verdades que nos destruyen? ¿O Casandra, con profecías que nadie escucha?


En la escritura de Irene Vallejo, lo trivial se transfigura en sagrado, y lo íntimo asciende a la categoría de pensamiento. Cada fragmento cotidiano se vuelve ocasión para una meditación ontológica. El insomnio deja de ser una dolencia menor para devenir naufragio compartido —un vínculo nocturno con Estacio—; la lengua ya no es solo músculo, sino animal que modela universos; el error, lejos de condenarse, se revela como un desvío fértil, una desviación que orienta; y la timidez se erige en trinchera silenciosa frente a un mundo que grita.


Pero el silencio ampara. En una época que exalta el rendimiento, Vallejo defiende la lentitud. Frente al imperativo del yo, reivindica el plural. Hablar de otros es hablar de nosotros. No porque seamos lo mismo, sino porque en ese desplazamiento reside toda posibilidad de comunidad.


En su mirada, lo efímero dialoga con la filosofía antigua sin artificio: un selfie terminal entabla conversación con Crates de Tebas y su opción radical por el anonimato; la prisa de nuestros días resuena con la denuncia de Séneca sobre la huida de uno mismo; incluso la sopa negra de Esparta se vuelve símbolo de una civilización que, en su culto a la austeridad, inmoló la belleza. En Vallejo, el pensamiento brota allí donde menos se espera: en el temblor de lo mínimo, en la chispa de lo banal, en el murmullo de lo ya visto.


No hay didactismo aquí, sino ternura epistémica.


La estructura en Alguien habló de nosotros es un mapa de estrellas: 101 fragmentos como islas fluorescentes navegando un cielo. Como Scherezade, Vallejo nos seduce con historias para alejar el olvido. Cada capítulo es una semilla: plantea dilemas (éxito vs. azar), desmonta mentiras (los «Fastos nefastos»), y celebra resistencias («Esos locos desinteresados» de la ciencia). Por eso necesitamos las historias, porque «las ficciones, esas coloristas mentiras, nos ayudan a reconciliarnos con la verdad».


Su libro es una ceremonia fúnebre y un alumbramiento. Llora bibliotecas quemadas y celebra letras que germinan en pantallas. Nos devuelve a los clásicos no como padres autoritarios, sino como compañeros de viaje que susurran: «Detente, instante, eres tan bello...».


Al cerrar el libro, entendemos que "alguien habló de nosotros" no es un título: es un hecho. Homero, Safo, Marco Aurelio... llevaban siglos describiéndonos.


En este sentido, la obra opera como una resistencia estética. Frente al archivo que clausura, ofrece una biblioteca abierta. En tiempos donde el libro se convierte en mercancía, en objeto de consumo rápido o en capital simbólico, esta obra devuelve al libro su carácter de refugio.


He aquí su magia: usa el mito no para evadirse, sino para volver al mundo con ojos lavados por el asombro y lograr lo imposible: hacer del pasado un futuro posible. 


Pero esto solo lo comprenderemos en soledad, que se sabe buena compañera.




 
 
 

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