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Foto del escritorElidio La Torre Lagares

Las antinomias delectables

Actualizado: 2 may

El punto de partida de la novela de Olga Tokarczuk compete a un lugar común, enunciado con angustia una y otra vez en la historia de la literatura: «Me doy cuenta de que estoy atrapada».


Los días se han aquietado. De aquella prisa del a diario solo queda la cafetera encendida como por costumbre. En las tardes miro por la ventana y hasta creo que me he hecho amigo de los pájaros. Ya no uso reloj y da igual. De no ir a ninguna parte ahora voy a todos los lugares. Sucede cuando se acaban los misterios y en su lugar comienzan a quedar cosas obsoletas.


Nos percatamos así de aquello que quedaba de más en nuestra vida, pero no hay pérdida. En fin, lo que cuenta es el viaje más que el destino.


En estos días que envejezco hacia lo joven me pongo a pensar en Los errantes (2007) la novela de Olga Tokarczuk, Premio Nobel de Literatura 2018, donde la escritura se triza en 116 viñetas interconectadas libremente por el mero sentido de movimiento. Me refiero al viaje, a aquello que manifiesta moción. Kinesis del deseo y su sombra, que es la quietud. La estasis. Lo estancado. O lo muerto.


El punto de partida de la novela compete a un lugar común, enunciado con angustia una y otra vez en la historia de la literatura: «Me doy cuenta de que estoy atrapada», dice la narradora que sirve de voz común a estas breves notas que varían en extensión, pero en todas prevalece alguna forma de viaje.


No hay que presumir, vamos. Estamos hechos de clisés.


«Me gustaría salir, pero no tengo adónde ir», añade. Y enseguida descubre la verdad: «ya no hay nada que hacer, existo, aquí estoy».


Así, del saque, se marca el despertar de la autoconciencia de la narradora y el comienzo de una serie de movimientos que irán adquiriendo el sentido de peregrinación mística.


Las cinco viñetas iniciales plantean así el estado síquico de la narradora donde la escritura se postula como salvación, como tejido del aliento o una manera de mantenerse cuerdo. Parece justo que así sea, puesto que las restantes 111 viñetas se componen alrededor de la idea de un cuerpo destrozado mientras van adentrándose en temas como la naturaleza de la existencia, la religión, el tiempo o la inmortalidad. Cada segmento es un mandala. Cada viñeta es una cuenta en un rosario.


El mala, el rosario tibetano que se utiliza para rezar mantras en los retiros budistas, tiene 111 cuentas.


A medida que avanza la novela, sus viñetas abordan cada vez más el aspecto espiritual de las peregrinaciones: viajeros que adoran reliquias y partes del cuerpo de los santos, clics de cámara que replican el «amén», lo que contrasta con relatos de la vida real, como el que se nos cuenta de cómo la hermana de Chopin mete el corazón de su hermano fenecido en un tarro con alcohol, lo arropa con sus enaguas y lo devuelve a su natal Polonia para que pueda ser sepultado en su tierra. Incluso, el relato de Philip Verheyen, que escribía cartas a su pierna amputada y disecada, y quien buscaba la esencia del ser humano y no la encuentra entre sus pedazos, si tan solo para entender que la esencia está en todo.


En fin, si Los errantesBeguin en el original polaco de Tokarczuk; Flights en su traducción al inglés- fuese a tener una trama central, estaría encerrada en su variedad abigarrada de relatos y sus temas. Tokarczuk logra, al final, aunar una serie de historias que componen una novela en viñetas y que comienzan a parecernos un gabinete de curiosidades, ese antepasado excéntrico de lo que luego fue un museo.


La narradora de Los errantes, que permanece innombrada, se siente presa de su vida e, irónicamente, es al caer en la oscuridad de la noche que comienza a encontrarse a sí misma. La noche la encierra. Es un cuerpo acaparador lo que le cifra los límites de su mundo.


En la segunda de las viñetas, la narradora nos acerca al río Odra con el que se encuentra la primera vez que sale de viaje. El río, como el de Heráclito, la lleva a la realización ese movimiento es vida, mientras que la estasis, como la que experimentan las víctimas ahogadas del río, es muerte y descomposición.


El mundo ya no será el que fue ayer. Más nos vale ir pactando acuerdos con lo que fue de nosotros y ya no regresa. Constantemente, los héroes de la novela avanzan a través del tiempo lineal a manera de búsqueda donde los viajeros huyen de aquello que les ata y les aprisiona, un tema que Tokarczuk personifica a veces y metaforiza otras, como el relato de la rana a la que la narradora fija para diseccionarla. Los personajes de Tokarczuk, en su viaje constante, buscan una vida libre de obstáculos, sean mentales, físicos o espirituales.


Tokarczuk, feminista de izquierda y vegana, elabora el concepto de «archipiélago del tiempo», en donde el lector queda invitado a conocer a los peregrinos, que se distinguen entre sí de varias maneras. Si la exploración del viaje se aborda con la minuciosidad de un estudio de anatomía humana, los nacionalismos identitarios quedan cuestionados y descartados.


La identidad, para la narradora, es un obstáculo. La narradora, a fin con su caracterización, se mantiene en anonimato cuando viaja y hace lo posible para evadir a los viajeros que hablan su mismo idioma. Como la religión, las enfebrecidas nociones nacionalistas le representan un equipaje extra que ella no quiere llevar consigo.


Romper la norma. Saltarse la etiqueta. O morirse de lo que es fijo.


Y es sobre el peso de esos diversos grados de equipaje que todos cargamos sobre lo que Tokarczuk quiere escribir.


Los errantes -título que hace alusión al relato de una secta que encuentra liberación espiritual en el sentido del nomadismo- es una novela filosófica y política, pero también fisiología y teología como delectables antinomias que tornan su escritura en un extenso poema reflexivo.


Tokarczuk escribe para estos tiempos. Busca lo único, lo monstruoso, lo deformado, lo curioso.


Es una novela del cuerpo y del alma. Lo que queda hacer con las novelas en el siglo XXI.

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