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La mala costumbre o la lengua que estalla: cuerpo, ruina y desborde en la novela de Alana S. Portero

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 6 jul
  • 5 Min. de lectura

Alana S. Portero no escribe sobre una infancia trans en un barrio obrero madrileño: escribe desde esa zona de penumbra donde la lengua aún no se decide por el mundo, donde cada palabra tantea su forma, como quien palpa la pared en una habitación sin luz


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El lenguaje a veces se obliga a sostener un cuerpo que no sabe habitarse, un cuerpo que apenas se sabe, un cuerpo que no es aún sino la sombra anticipada de sí. Es el lenguaje estructurado desde lo que Lacan llama la "función del Nombre-del-Padre" (Nom-du-Père), una instancia simbólica que introduce la ley, la prohibición y la posibilidad de significación. Esta castración simbólica, es decir, esta inscripción de la ley en el deseo, nos deja con la imposibilidad de que el lenguaje sea neutral. En esto, Alana S. Portero (Madrid, 1978) se da a la tarea de romper la sintaxis novelesca con su primera novela, La mala costumbre (2023), un Bildüngsroman transversal que resuena, vibra, se inscribe entre sus frases como una contranovela.


Porque no se trata solo de contar una historia, sino de tensar la forma narrativa hasta que ceda su epidermis, hasta que filtre, por las fisuras de la sintaxis, una violencia que no es argumento sino atmósfera, no es suceso sino herida. En el corazón de esta novela no hay una identidad conquistada, sino una lengua en combustión.


Alana S. Portero no escribe sobre una infancia trans en un barrio obrero madrileño («Esta es mi carta de amor a Madrid», confesó en entrevista con Vanity Fair): escribe desde esa zona de penumbra donde la lengua aún no se decide por el mundo, donde cada palabra tantea su forma, como quien palpa la pared en una habitación sin luz, y la voz —más intuida que dicha— apenas alcanza a insinuarse entre la presión de lo innombrable y el murmullo de lo que insiste en ser oído. Esta indecidibilidad —esta semiosis agónica— configura lo que podríamos llamar su gesto hiperglósico: una narrativa que se multiplica, que se derrama, que se narra a sí misma desde una proliferación que no clausura sino que hiende, que no representa sino que desborda.


Estructuralmente, la novela no sigue una lógica lineal, ni progresiva, ni siquiera argumental. Está compuesta de fragmentos, episodios, viñetas que no se encadenan como eslabones de una trama sino como intensidades que se repiten, se bifurcan, se pliegan sobre sí mismas. Cada capítulo es una estampa afectiva, un archivo sensible donde lo que importa no es tanto el qué sucede como cómo resuena. La estructura se vuelve rizoma: ni principio ni fin, solo conexiones, rupturas, intervalos. El tiempo, como el cuerpo, se vuelve discontinuo, fractal, improbable.


Este montaje responde a una poética de la memoria que se sitúa en el umbral de lo decible. No es la rememoración lo que organiza el relato, sino la reiteración: lo que regresa como eco, como ruina, como resto. La narradora no recuerda, sino que revive, y en esa reviviscencia se produce una escritura que no pretende cerrar la herida sino escribirla una y otra vez, como si solo en la repetición se pudiera conjurar la posibilidad de un sentido.


Pero ¿qué sentido? ¿Qué palabra, qué sintagma, puede abarcar lo que ha sido negado incluso como experiencia? Portero inventa una lengua para narrar lo inenarrable: una lengua poética, sí, pero también una lengua contaminada, irregular, densa. Una lengua que se ensucia de mundo, que se tiñe de sangre, de semen, de heroína, de colonia barata, de voces populares, de imágenes religiosas, de glam ochentero y de retazos de un Madrid marginal que ya no existe pero que tampoco termina de desaparecer.


El barrio de San Blas, espacio estructural y espectral de la novela, no es un mero fondo escenográfico: es un cuerpo territorial marcado por la desposesión. La narradora crece entre yonquis caídos como ángeles terminales, madres deshechas en la acera, brujas decrépitas que huelen a flores muertas y travestis gloriosas que bailan como si cada paso fuera una forma de supervivencia. En este paisaje devastado por la heroína, el franquismo residual y la precariedad obrera, el cuerpo trans de la narradora se construye como una anomalía, pero también como una máquina deseante, una intensidad que resiste.


Decir “cuerpo” es ya una trampa. Porque no hay un cuerpo, sino muchos: cuerpos atravesados por la mirada, por el castigo, por el deseo ajeno, por la culpa, por la expectativa. Cuerpos marcados por la pobreza, por el género, por la infancia. Cuerpos silenciados, encerrados, violados, expulsados. Pero también —y esto es crucial— cuerpos que se fugan, que se deslizan, que se inventan en el pliegue. El cuerpo de la narradora no es solamente el lugar de la violencia, sino también el lugar donde se ensaya una escritura de la diferencia. Es un cuerpo glosolálico: habla en lenguas, murmura, balbucea, canta, grita.


Hay una escena —entre muchas— donde la niña se maquilla a escondidas en el baño, mientras su madre golpea la puerta y le exige que salga. Esa escena, mínima, doméstica, condensada en la trivialidad del cotidiano, funciona como alegoría de toda la novela: la escritura de Portero es ese maquillaje clandestino, ese gesto de afirmación en lo oculto, esa máscara que no disfraza sino que revela lo que el lenguaje normativo ha prohibido decir.


El elemento hiperglósico se agudiza precisamente aquí: cuando la narración se desborda de sus márgenes, cuando el lenguaje se convierte en un campo de batalla, en una superficie que vibra con exceso de significación. Portero no escribe “bonito”: escribe con furia, con hambre, con deseo, con escombros. Y sin embargo, su prosa alcanza momentos de lirismo incandescente, como si la única forma de hablar del horror fuera empaparlo de belleza. Pero no una belleza estétizante, sino una belleza rota, bastarda, contaminada. Una belleza política.


Porque La mala costumbre es también una novela sobre la política del lenguaje. Cada frase, cada imagen, cada recuerdo está cargado de ideología, de historia, de clase. La lengua materna —la del barrio, la de las mujeres que crían, la de las tías que se pelean en la tienda de ropa— es también una lengua política. En ella se inscriben los mandatos del género, pero también las posibilidades de subvertirlos. La hiperglossia que opera en la novela es también una forma de insurgencia: decirlo todo, decirlo mal, decirlo en exceso, decirlo a gritos. Porque a quien se le ha negado la palabra solo le queda multiplicarla.


Y ahí, precisamente, reside el gesto más potente de esta novela: en su negativa a ser reducible a una narrativa de superación, de redención o de pedagogía. No hay moraleja. No hay cierre. No hay lección. Solo hay lenguaje: un lenguaje que insiste, que se astilla, que se rehace. Un lenguaje que no busca representar una identidad, sino performarla, construirla en el acto mismo de enunciarse. Una lengua en proceso, siempre inacabada, siempre en fuga.


Quizá eso sea La mala costumbre: el relato de una infancia disidente que, al no poder decir su nombre, lo inventa. Que, al no encontrar un lugar en el mundo, lo nombra de nuevo. Que, al no recibir un lenguaje para narrarse, lo explota desde dentro. Como una explosión lenta. Como un conjuro. Como una mala costumbre que, al repetirse, funda su propio derecho a existir.

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