Mi abuela tenía un jardín flores y exóticas plantas que rociaba por las mañanas mientras les hablaba. Nunca tuve claro el perfume de las cosas que no son de este mundo.
Mi abuela tenía un jardín flores y exóticas plantas que rociaba por las mañanas mientras les hablaba. ¿Cómo andan hoy?, yo escuchaba comentarle. Mi’ja, te ves enclenca hoy. ¿Y ustedes allí, todas bellas? Hablar con la vida secreta de las plantas es conocer el ser inevitable.
Nunca tuve claro el perfume de las cosas que no son de este mundo. Para mí, abuela poetizaba las mañanas en su coloquio con cosas que ella solo escuchaba. Me parecía que mi abuela era muy feliz entre las plantas. El jardín vibraba como una extensión de sus sentidos. Abuela lo sentía y lo padecía. Sí llovía mucho, se preocupaba por la erosión del terreno y el estancamiento del exceso de agua. Si no llovía, le preocupaba entonces que alguna de sus «nenas» se fuera a morir. El jardín mediterráneo de mi abuela era disforme y a la vez conservaba un sentido de unidad poética que yo no sabía leer entonces, pero sí lo podía percibir.
Alice Walker, en un ensayo titulado En busca de los jardines de nuestra madres (1972), dice que los jardines son manifestaciones poéticas apropiadas por las mujeres para poder expresar su creatividad. Dice Walker, más contundentemente, que el jardín suponía uno de los pocos espacios de las mujeres esclavas en el sur de los Estados Unidos, una especie de santuario donde podían estar con ellas mismas y vivir su propio mundo sin atribulaciones. Los espacios de la mujer en la casa del amo eran la cocina y el cuarto. El jardín es el universo redimido. Es un espacio que contiene otros espacios. Y entre ellos, las mujeres negras encontraron en las flores un lenguaje acerca del lenguaje de las flores. La maravilla de los jardines tropicales en Puerto Rico es que no siempre son dependientes de los equinoccios y/o los solsticios.
Abuela nunca estaba sola.
«Noté que cuando mi mamá trabaja en su jardín era cuando más radiante se veía», describe Walker en su ensayo. Atender el jardín remite a la faena de una diosa que ordena su creación. Su alma, espíritu, realidad anímica o como le quieran llamar se dispersa por las raíces, los tallos, las hojas, los pétalos. Es un ser de seres. Es su modo de expresión artística.
Alice Walker no es escribe de mi abuela, y sin embargo, la (d)escribe.
Estas mujeres artistas, que ejercen facultades creativas en el cultivo de los jardines de la misma manera que lo hacen cuando tejen o cosen, se dan a la carga del mundo. Mi abuela tuvo una historia poco generosa con ella, y de las cosas que más anhelaba —me dijo una vez— era aprender idiomas. Los idiomas son llaves al mundo, me aconsejó una vez. Sujétate de ellos y verás cuánto vas a aprender.
Y luego terminaba con algún poema de ella, de esos que nunca escribió.
Cuando abuela quedo embarazada muy de joven, su vida se estremeció. Fue un patán que me robó, me confeso un día de adulto. Pero lo amaba, aunque nunca le reclamó el apellido para su hijo —mi padre—. Descubrí que mi abuela cultivaba parte de su jardín con dolor.
De joven, se alejó de la escuela y se dedicó a ayudar a mi bisabuelo con las faenas diarias de la casa. Abuela escribía y leía limitadamente y con dificultad, razón por la cual se sentaba en las tardes a leer el periódico del día en voz alta. Parecía que buscaba aquello que la vida le había quitado a como diera lugar: el lenguaje. Precisamente, su carencia tomaba forma de flores y plantas en su jardín. Lo que no podía expresar por medio de las palabras lo contaba con sus flores. Ella no sabía que las palabras se acaban a veces y por eso existe el arte; no, no lo sabía; pero lo intuía.
Aún en los momentos de incertidumbre, soledad o tristeza, lo que me invade es la imagen impresionista del jardín. Sus colores. Sus aromas. Las rosas. Los claveles. Las cara de caballo. Las begonias. Los helechos. Y otras cuyo nombre no recuerdo.
Gastón Bachelard cita a Oscar Milosz, quien, en La amorosa iniciación, describe a los jardines como «maravillas del espacio con la sensación de mirar en lo más profundo, en lo más secreto de mí mismo; y sonreía, porque nunca me había soñado tan puro, tan grande, tan hermoso». Un jardín es un locus. Es un estar. Adquiere el alma de quien lo cultiva. El jardín es, ciertamente, la inmensidad. Y de seguro, que en mi abuela no era la excepción. La inmensidad, dice Bachelard, es una categoría filosófica del ensueño.
Para Walker, a mujeres así —así, como su madre; como mi abuela; como las mujeres calladas en la plantación; como las mujeres calladas de miedo en sus habitaciones; como las mujeres perdidas en el veneno de la mentira;— no nos dejan otro legado que el respeto por las posibilidades.
Y eso era el jardín de abuela. Respeto a las posibilidades. La jardinería en el trópico significa tolerar la luz, diría la poeta Olive Senior.
Hay que dejar entrar la luz.
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