Desencanto 3.0: Los días hábiles, de Sergio Gutierrez Negrón
- Elidio La Torre Lagares
- 22 ago
- 9 Min. de lectura
La novela Los días hábiles, de Sergio Gutiérrez Negrón, se instala en un espacio de singularidad: despliega un retrato íntimo y social de la precariedad, la ansiedad y las ilusiones de fuga en el Puerto Rico del inicio del siglo XXI.

Podría decirse —y quizá no sea exagerado afirmarlo— que en el panorama actual de la narrativa latinoamericana Los días hábiles (Destino, 2016), de Sergio Gutiérrez Negrón, ocupa un lugar que no resulta fácil de clasificar ni de homologar. La novela, que en apariencia se ciñe al modesto suceso de un robo cometido por unos jóvenes, lo utiliza como pretexto o máscara, como si la anécdota fuera un velo deliberado, detrás del cual se transparenta una radiografía más inquietante: la precariedad cotidiana, la ansiedad difusa que se infiltra en la vida de los personajes, y sobre todo esa obstinada ilusión de que aún es posible escapar de lo que asfixia. Todo esto, en el marco de un Puerto Rico que inicia el siglo XXI bajo el signo de la incertidumbre y del desgaste, un país en el que las fugas no son nunca absolutas ni definitivas, sino apenas respiros momentáneos antes de volver a la misma intemperie.
Más que una novela de ilusiones, la marcan las desilusiones. Como lo indicara en el artículo «La generación del desencanto 3.0: La honestidad brutal de Luis Negrón», publicado en 2011 en la Revista Nagari, la escritura de Sergio Gutierrez caracteriza a esa generación que trae el signo del hartazgo.
Lo que se cuenta en Los días hábiles no se reduce —aunque en apariencia eso parezca— a la historia nimia de unos jóvenes que, empleados en una heladería, deciden hacerse con el dinero de la caja registradora. Ese gesto, de tan trivial que podría pasar inadvertido, se convierte sin embargo en una suerte de emblema, una metáfora insistente de lo que tal vez sea el impulso más extendido y al mismo tiempo más reprimido: la necesidad de fugarse, de desprenderse aunque sea por un instante de la rutina gris, de los afectos deteriorados o falseados, de un país que parece haberse instalado de manera definitiva en la crisis y en la imposibilidad de resolverla.
La novela se sostiene, además, sobre un doble movimiento narrativo que le confiere un aire de singularidad: por un lado, la precisión casi obsesiva con que se describe el día a día de los protagonistas, la repetición cansina de gestos y pensamientos; y por otro, una estilización que parece provenir del cine, donde la memoria se reconfigura como montaje, como cámara lenta, como sucesión de planos repetidos y de cortes abruptos.
Ambas vertientes, lejos de contradecirse, se entrelazan en una prosa que oscila entre la cadencia oral y el lirismo contenido, pero siempre con una nitidez quirúrgica, casi clínica. De esa confluencia nace una apuesta estética: la de una novela en la que lo decisivo no es el acontecimiento —ese robo menor que podría olvidarse—, sino las reverberaciones íntimas, las ondas prolongadas que ese acontecimiento genera en la subjetividad de quienes lo protagonizan o lo padecen.
Es, podría decirse sin temor a exagerar, un selfie de la precariedad en el Puerto Rico contemporáneo, un autorretrato incómodo en el que nadie desea reconocerse y, sin embargo, todos advierten rasgos familiares. Y que conste —como quien apunta una nota al margen, pero decisiva— que la novela, publicada en 2016, parecía ya asentir, con la resignación de quien intuye lo inevitable, a lo que más tarde vendrían a confirmar los desastres concatenados: los huracanes Irma y María, la pandemia del COVID-19, la injerencia de la Junta de Control Fiscal. Todo ello no hizo sino revelar, como se descorre un telón demasiado pesado, la evidencia del fracaso del Estado Libre Asociado, esa ficción política sostenida por inercias, silencios y deudas acumuladas.
La trama, modesta solo en apariencia, se articula alrededor de Carla María, asistente dental y madre soltera, quien evoca un episodio de juventud que se ha convertido en su punto ciego y en su espejo: el 22 de julio de 2005, cuando, junto a sus compañeros de la heladería The Creamery where ice cream meets heaven, decidió sumarse a un robo colectivo. La narración oscila —como si no pudiera decidirse, como si la oscilación misma fuese su verdadera forma— entre el presente, situado una década después, cuando Carla se enfrenta a ataques de ansiedad y a la crianza exigente de su hija Magali, y aquel pasado cargado de la intensidad de lo efímero: la precariedad laboral, las amistades forjadas en la repetición de turnos, la sensación ilusoria de que un gesto intempestivo podía quebrar la monotonía y abrir una fuga.
El relato se abre con una escena que roza lo alegórico, y quizá lo sea en exceso, aunque con ello gana un aire de clave secreta: una cucaracha que se desliza por el interior de la miniván en la que viaja el grupo, contemplada con una mezcla de repulsión y de extraña fascinación, como si en su desplazarse torpe llevase inscrito un mensaje que nadie sabe leer del todo pero que todos presienten. La memoria de aquel insecto, su movimiento errático y finalmente su exterminio, queda fijada como un símbolo de lo irreductible, de lo que siempre escapa al control humano, por más que se intente erradicarlo o negarlo. Como si la novela quisiera advertirnos de entrada que hay fuerzas, por nimias que parezcan, que nunca se someten del todo a la disciplina del orden.
A partir de ahí, y a través de las vivencias de Carla María y sus compañeros, el texto se sumerge sin concesiones en los territorios de la ansiedad contemporánea: el trabajo mal pagado que no basta para sostener ni una ilusión, la fragilidad de los afectos que se desgastan en la rutina, y esos gestos minúsculos, casi invisibles, de fuga que buscan sustraerse, aunque sea por un instante, a la maquinaria de lo capitalista. El asalto improvisado a una heladería —recordado una y otra vez, como si la memoria lo editara en bucle— se erige así en el eje simbólico de la novela, en el acto que condensa simultáneamente la desesperación y la esperanza, la impotencia y la tentativa, por mínima que sea, de imaginar otros modos posibles de vida.
Que Carla María encarne a la ansiedad como experiencia cotidiana no es sorpresa. Es mujer. Es madre. Es joven. Sus ataques no son descritos como irracionales, sino como un «bofetón de explicaciones superlógicas» que agravan la situación. En La fábrica de la infelicidad: el filósofo italiano Bifo Berardi deshoja la ansiedad como un efecto directo de la imposibilidad de desconectar la subjetividad del régimen de trabajo y consumo.
La vida entera se convierte en un catálogo de posibles catástrofes: el techo que cae sobre la hija, el helicóptero que pierde un aspa, el asma que corta la respiración.
I can't breathe.
Se diría entonces que Los días hábiles constituye una suerte de anatomía —implacable y a la vez entrañable— de la mente precarizada, esa subjetividad que proyecta futuros desastres no como profecías distópicas, sino como simples correlatos de un presente sin garantías. Berardi lo ha explicado con precisión: la aceleración digital, el tiempo saturado de estímulos y notificaciones, erosiona la experiencia de continuidad y disloca la percepción temporal, produciendo fatiga y desorientación. En la novela de Gutiérrez Negrón, esa erosión encuentra su correlato en la memoria del 22 de julio de 2005: un ancla traumática, una fecha repetida hasta el cansancio, narrada desde múltiples ángulos, como si solo en ese instante pudiera suspenderse la inanidad de lo cotidiano y detener, por un segundo, la maquinaria del vacío.
Selwyn Cudjoe lo había dicho a propósito del Caribe: en estas islas menores no hay grandes guerras ni revoluciones para recordar, apenas el día del huracán, del terremoto, de la muerte imprevista. Puerto Rico, “la mayor de las menores y la menor de las mayores”, comparte ese destino de conmemorar lo accidental, lo contingente. Y en Los días hábiles sucede lo mismo: el 22 de julio de 2005 se erige en una efeméride íntima, irreductible, un día que no cambió el mundo pero sí otorgó sentido —siempre ambiguo— a quienes participaron en él.
Uno de los logros más notables de la novela radica en su estilo, en la convivencia de tres registros distintos: la oralidad coloquial, la minuciosidad casi obsesiva de la descripción y una mirada que reproduce las técnicas del cine. La oralidad se despliega en los giros del español caribeño, en frases truncadas, en preguntas lanzadas sin esperar respuesta, en la cadencia de una voz que parece hablarnos de cerca. La descripción, en cambio, fija el detalle con rigor clínico, como si la acumulación de gestos y rutinas pudiese llegar a decir lo indecible. Y la mirada fílmica, mediante recursos de cámara lenta, montaje, repetición de planos, introduce el efecto de un recuerdo que se edita, que se rebobina, que nunca cesa de mirarse a sí mismo. La memoria, aquí, es un dispositivo de edición.
Carla María, asistente dental y madre soltera, encarna con nitidez una generación atrapada entre trabajos precarios, sueños incumplidos y la imposibilidad de imaginar un futuro estable. La maternidad la ata a la tierra y al presente, pero también le recuerda su fragilidad y su melancolía. Magali, la hija, funciona tanto como compañía amorosa como recordatorio del límite, de lo que se debe hacer aunque no se desee. Los demás personajes —los “Cárloses”, Mario, María C.— orbitan en torno a Carla como variaciones de un mismo acorde: jóvenes entre el deseo y la desilusión, entre la camaradería y la intemperie. La subjetividad fracturada de Carla María se convierte, así, en espejo de un país sometido al vaivén de la ansiedad y la incertidumbre.
El robo se presenta como una interrupción, un paréntesis que resquebraja la linealidad de la vida laboral y abre un mínimo respiro. “¿Es un asalto si no hay víctimas? ¿Es un robo si nadie nota que falta algo?”, se preguntan los protagonistas, desplazando la definición jurídica hacia una reflexión ética. Aquí la novela toca el pensamiento de Fräule Rostalski, quien advierte que los marcos normativos rara vez consideran las violencias estructurales que condicionan la acción de los sujetos. Lo que la ley codifica como crimen, la narrativa lo restituye como respuesta mínima, como exasperación ante una vida que no ofrece alternativas.
Miguel Benasayag ha insistido en que la resistencia no se expresa ya en grandes utopías, sino en fragmentos, en micro-resistencias que sostienen lo irreductible de la vida. El asalto, vivido más como fuga que como crimen, encarna justamente esa lógica: no se trata de instaurar un nuevo orden, sino de saborear, siquiera por instantes, la posibilidad de actuar colectivamente fuera de la norma. No hay codicia, sino hartazgo. No hay proyecto de refundación, sino un acto de comunidad precaria.
Ese gesto mínimo es también lo que la novela convierte en su apuesta estética y política: la celebración de una “utopía menor”, frágil pero significativa, que se manifiesta en la amistad, en el recuerdo compartido, en la fugaz experiencia de la fuga. Resistir no es levantar una bandera de futuro, sino habitar los fragmentos, sostener el instante irreductible.
Como Coupland en Generación X retrató los ‘90, Gutiérrez Negrón dramatiza la precariedad, la ansiedad y las fugas mínimas como los verdaderos constituyentes de la subjetividad contemporánea. Si la ansiedad es síntoma del capitalismo cognitivo, Los días hábiles responde situando la ética más allá de la norma y celebrando esas pequeñas interrupciones que, aunque melancólicas y condenadas a la repetición, iluminan —por un instante— el sentido de existir.
La heladería The Creamery Where Ice Cream Meets Heaven no es solo el escenario en que se fragua la anécdota central, sino la metáfora misma de la vida bajo el capitalismo de consumo en su versión periférica y colonial. El nombre, irónicamente celestial, se opone a lo que en realidad ofrece: un McJob, en el sentido acuñado por Coupland, es decir, un empleo mal pagado, de bajo prestigio y con ninguna perspectiva de futuro, que exige lo mínimo de habilidad y concede aún menos en reconocimiento o ascenso. Ese espacio funciona como microcosmos: allí se concentran la explotación, la vigilancia constante, la repetición mecánica, pero también las estrategias minúsculas —y por ello mismo significativas— de resistencia que los trabajadores jóvenes ensayan entre turnos, bromas, confidencias y silencios.
No se trata de una utopía, y la novela lo sabe. En lugar de proponer un proyecto cerrado, coherente y redentor, Los días hábiles afirma que la vida precarizada solo se sostiene en esos pequeños actos de fuga, en la memoria compartida de un gesto que se repite, en la amistad que resiste incluso en medio de la intemperie. El robo no es heroísmo ni revolución; es apenas la grieta por donde se filtra otra experiencia de comunidad, aunque sea efímera, aunque dure lo que tarda en contarse y volverse a contar.
La importancia de la novela de Gutiérrez Negrón está precisamente en eso: en construir con lo deshecho, en hacer literario lo banal, en otorgar espesor narrativo a lo que tantas veces se descarta como mínimo o irrelevante. Bajo la apariencia de una anécdota juvenil, casi trivial, el texto se afirma en los intersticios de la vida diaria, en los gestos minúsculos que dejan al descubierto la fragilidad y, al mismo tiempo, la obstinación de existir en un mundo precarizado.
Y acaso ahí, en esa apuesta por lo menor, en esa insistencia de que incluso lo ínfimo puede alumbrar sentido, radique la fuerza última de Los días hábiles. Porque lo demás —ya se sabe— es literatura.
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