La arquitectura de la ruina, o el texto como catacumba: Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa
- Elidio La Torre Lagares
- hace 5 días
- 6 Min. de lectura
En Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa no edifica una historia sino que descompone, lenta y meticulosamente, la arquitectura misma de la narración. No escribe desde un plano estructural, sino desde la fisura; no desde la cima del monumento, sino desde el moho que lo socava.

¿De qué está hecha una conversación? ¿Y si la novela no fuera más que eso —una conversación que no cesa, que se desdobla, que se pierde en sí misma como quien busca una salida en un laberinto sin centro ni periferia? En Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa no edifica una historia sino que descompone, lenta y meticulosamente, la arquitectura misma de la narración. No escribe desde un plano estructural, sino desde la grieta; no desde la cima del monumento, sino desde el moho que lo socava.
Publicado en 1969, este libro no se propone contar el Perú. Lo interpela. Lo interroga desde el abismo. Desde una herida que no cierra, porque no se trata aquí de representar, sino de descomponer —no de ilustrar una historia nacional, sino de producir un espacio textual donde la historia se fracciona, se bifurca, se retrasa, se niega a resolverse. El texto se vuelve así ruina viviente, archivo espectral, palimpsesto en perpetua combustión.
No se trata de decirlo todo. Tampoco de callar. Se trata —más bien— de lo que ocurre cuando el lenguaje, al decir, se desborda; cuando lo narrativo, en lugar de esclarecer, arrastra; cuando la voz, en vez de fundar un punto de vista, se disuelve en sus reverberaciones. Conversación en La Catedral, esa arquitectura descoyuntada, esa cripta del tiempo roto, no habla desde un centro, sino desde un vértice en ruina, desde un derrumbe que no cesa. Allí, el lenguaje no narra: murmura, interrumpe, interfiere. Allí, la novela no representa: excede.
Llamémoslo entonces, siguiendo una línea que no es línea, una lógica que no es lógica, hiperglossia. No como adorno ni fenómeno estilístico, sino como fuerza centrífuga, como modo de existencia del texto. La hiperglossia, en este caso, no es la abundancia, sino el rebalse: lo que ya no puede ser contenido por la gramática del relato, lo que se cuela por las junturas de la voz, lo que arruina la forma incluso al sostenerla.
[Conversación como proliferación]
Conversación en La Catedral se inicia en una pregunta que no es origen, sino eco: “¿En qué momento se jodió el Perú?” Y esa pregunta no busca una respuesta. Se derrama, se reitera, se bifurca. Santiago y Ambrosio no conversan: cohabitan una deriva, un vaivén temporal donde el presente no se distingue del pasado, donde el diálogo es ya memoria, donde la memoria se convierte en fábula y la fábula en estrato narrativo.
La novela no estructura su relato, lo interrumpe. La conversación —ese supuesto eje— se fragmenta, se llena de injertos, de escenas insertadas sin aviso, de flashbacks que no regresan sino que se multiplican. El lector, en lugar de avanzar, se hunde. El lenguaje, en lugar de conducir, se desplaza en su propio pliegue. Aquí, la hiperglossia no es sólo una proliferación de niveles: es su confusión performativa. No hay niveles. Todo ocurre simultáneamente: en la superficie del discurso.
[El sujeto como zona de paso]
¿Quién habla?, preguntaba Nietszche. ¿A quién se dirige la voz? ¿Qué lugar ocupa el “yo” cuando su función ya no es fundar identidad sino atravesar un campo de enunciación fragmentado?
En esta novela, Santiago Zavala no es personaje. Es interfase. Es médium narrativo por el que circulan afectos, recuerdos, contradicciones, residuos de otras voces. No hay centro. No hay conciencia unificadora. Solo tránsito. Sólo desvío.
La focalización ya no es técnica, sino operación de diseminación. La hiperglossia, aquí, se manifiesta en la imposibilidad de fijar el punto de vista. La escena cambia de dueño sin advertencia. El pensamiento de un personaje se funde con el discurso de otro. La interioridad no es refugio, sino pasaje: todo se dice desde otro lugar, desde otro cuerpo, desde otra gramática. Lo que se produce no es una psicología, sino una cartografía fracturada de lo indecible.
[El tiempo como ruina simultánea]
Ya no hay tiempo. O mejor: ya no hay cronología. El tiempo narrativo se vuelve hiperposicional: no ocupa un lugar, sino todos a la vez. Cada recuerdo no reconstruye, sino que reactualiza. Cada analepsis no explica, sino que desordena. La linealidad se reemplaza por una constelación ruidosa donde los eventos ya no ocurren: resuenan.
La hiperglossia se vuelve aquí temporal: ya no hay antes y después, sino capas superpuestas que se filtran entre sí. El pasado es una presencia espectral que no cesa de irrumpir. El presente es apenas un pretexto. El futuro, una ironía. Lo que emerge es una forma de diacronía simultánea, una temporalidad sin vector, sin dirección, sin destino. La novela ya no narra desde el tiempo: lo produce como exceso.
[La ciudad como glosa imposible]
Lima, en esta novela, no es escenario. Es cuerpo textual. Es geografía del desastre. No hay lugares: hay residuos de lugares. Bares que son umbrales, calles que son heridas, redacciones que funcionan como catacumbas. La ciudad no se describe: se convoca como espectro.
Cada espacio está cargado de restos, de signos rotos, de olores que narran más que las palabras, de sonidos que cortan más que las acciones.
La hiperglossia, en este plano, opera como geopoética del derrumbe. No hay representación espacial: hay invasión. Cada lugar habla, pero no con voz, sino con saturación. El espacio ya no alberga la historia, sino que la refracta. Lima es un personaje porque es un palimpsesto: cada rincón tiene capas, cada superficie oculta otra superficie, cada barrio se pliega sobre sí mismo en una semiosis sin fondo.
[Sintaxis del ahogo: lengua como materia oscura]
Vargas Llosa, en esta novela, no escribe en español. Escribe en una lengua que ya no obedece. El lenguaje aquí no comunica, no representa, no ordena. El lenguaje complica, entorpece, excede. La puntuación se disuelve, los sujetos se ocultan, los diálogos se mezclan con los recuerdos, las frases se estiran como si la sintaxis misma se resistiera a clausurarse.
La hiperglossia es, entonces, una materialidad verbal. Cada oración arrastra consigo restos de otras oraciones. Cada página se vuelve superficie de acumulación, de sobreinscripción. El texto se vuelve ilegible no porque esté mal escrito, sino porque está demasiado escrito. No hay limpieza. No hay transparencia. Lo que hay es una lengua cargada, barroca, febril. Una lengua que se derrumba mientras habla, que se pudre mientras enuncia.
[La novela como ruina]
Conversación en La Catedral no cuenta. Derrama. No representa. Exuda. No narra al Perú: lo descompone. La pregunta que la estructura —“¿en qué momento se jodió el Perú?”— no tiene objeto. No busca origen. Es, ella misma, el dispositivo que activa la hiperglossia: un texto que no cesa, una lengua que no se contiene, una historia que no se estabiliza.
La novela, entonces, no es totalizadora. Es totalizante: no en el sentido de que abarque todo, sino en el sentido de que no deja nada fuera. Lo absorbe todo: voces, gestos, tiempos, ruinas, silencios. Es una catedral invertida, sin altar, sin fe, sin liturgia. Una catedral donde las voces no rezan: gritan desde el subsuelo de la lengua.
Aquí, la hiperglossia no es exceso retórico. Es forma de lo político. Porque lo que no puede ser dicho —lo reprimido, lo traicionado, lo olvidado— habla en esta novela no por lo que dice, sino por cómo se desborda. Porque narrar, en este texto, no es organizar. Es interrumpir. Es dejar que el lenguaje diga más de lo que se puede entender. Y allí, en ese más que desborda, es donde lo político del lenguaje se vuelve forma, donde la novela se convierte en espacio de lo irrecuperable, de lo que ya no puede ser narrado, pero aún persiste —en el murmullo, en la pregunta, en la ruina de una lengua que se dice a sí misma: demasiado.
[Coda]
Decir “conversación” no es decir “diálogo.” No es la armonía de dos voces que se intercalan en equilibrio retórico. Es, más bien, la interrupción, la superposición, el exceso. El título, Conversación en La Catedral, no es un umbral temático, sino una clave de deconstrucción: se trata de una conversación que se pliega sobre sí misma, que se pierde en sus propias digresiones, que no produce sentido sino por acumulación caótica. Santiago Zavala y Ambrosio no son personajes que se “recuerdan” mutuamente, sino agentes de una rememoración dislocada, intempestiva, llena de zonas muertas.
La conversación se convierte en laberinto. Un presente narrativo que es continuamente saboteado por las intrusiones del pasado, por los murmullos de otras voces, por la imposibilidad misma de mantener la linealidad. No hay cortes claros. No hay umbrales narrativos. Todo está ya contaminado de antemano por otra cosa, por lo otro del tiempo, por lo otro del relato. La narración se convierte en una máquina de fuga, una fuga que no conduce sino a la deriva.
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