Con sus manos ya casi transparentes, con su piel cada vez más pálida, Yeong-hye, la protagonista de La vegetariana, renuncia a la humanidad.
Imagina que cada día se levanta como otro cualquiera, sin la promesa de un cambio. La casa se enciende en una rutina de sonidos familiares, el reloj se mueve al compás de los hábitos, y Yeong-hye, silenciosa y enigmática, parece encajar en el molde de la esposa ideal. Pero entonces, casi sin pensarlo, así porque sí, decide que la carne no debe entrar en su cuerpo. Así, sin drama, sin discursos. Deja de comer carne. Punto. Sin convicción espiritual o estridencias discursivas. Ni siquiera media un giro hacia el wellbeing. Se trata de una renuncia. Un no más. Y el gesto, que parece una rareza sin consecuencias, se abalanza en revolución. Esta es La vegetariana, la novela con la que Han Kang, Premio Nobel de Literatura 2024, pone el dedo en la llaga de las normas que sostenemos sin cuestionarlas.
Abandonar la carne es renunciar a más que un alimento; es rechazar el sistema que, desde que nació, ha regulado cada aspecto de su vida, desde su rol en la mesa hasta el silencio de su dormitorio. Su esposo, que nunca había notado nada especial en ella, se siente sacudido. Su masculinidad anda algo herida. Se pregunta cómo es posible que esa mujer, tan discreta, tan invisible, se haya convertido de pronto en un problema que no puede entender, y mucho menos controlar.
Controlar. Dominar. Que lo obedezca.
El rechazo de Yeong-hye a comer carne es solo el primer paso en una cadena de desafíos. Durante una cena en la casa de sus padres, la negativa de la mujer suscita una comedia de errores cuando su madre fracasa en sus intentos de persuasión y su padre pretende obligarla a comer carne a la fuerza, acción que Yeong-hye corresponde tomando posesión de un cuchillo que finalmente persuade a los presentes de su insistencia. Su negativa se cuela en cada rincón de la casa, desde la cocina hasta el dormitorio, pasando por la sala de visitas, donde la familia, desconcertada, intenta hacerla regresar al orden. Su padre, su esposo, su cuñado, todos ven su decisión como un insulto, un desprecio hacia las expectativas que depositaron en ella. Y así, en su negativa a seguir la norma, Yeong-hye se va retirando, apartándose de cada lazo humano que la une al mundo.
La novela se despliega en tres perspectivas distintas, aunque Yeong-hye permanece siempre en las sombras, como una figura enigmática a la que todos observan, pero nadie logra descifrar. En la primera parte, “La vegetariana”, es su esposo quien narra, intercalado por la voz interior de su esposa. Desde su mirada práctica y desencantada, la decisión de Yeong-hye de abandonar la carne le parece no solo irracional, sino un acto de subversión personal que amenaza el equilibrio de su vida cotidiana. El desconcierto se sobrepone cuando el esposo no encuentra en ella rastro alguno de la mujer que una vez conoció, razón por la cual Han Kang opta por hacerla callar en las dos partes subsiguientes, donde los monólogos dramáticos de Yeong-hye dejan de escucharse.
La segunda parte, “La mancha mongólica”, sigue al cuñado de Yeong-hye, un artista cuyo lente transforma su obsesión en un lienzo. Desde su perspectiva, el cuerpo en degradación de Yeong-hye deviene en un objeto de fascinación mórbida y estética. Para él, su transformación es el germen de una idea artística inconfesable, una revelación incómoda que lo conduce hacia un límite inquietante, donde el respeto por la autonomía de ella se disuelve en impulsos propios.
Finalmente, en “Florecer en la oscuridad”, es In-hye, la hermana de Yeong-hye, quien toma la palabra. Su narración es un hilo fino y contenido, que permite entrever la complejidad de su vínculo, su historia familiar y sus reflexiones sobre la fragilidad de su hermana. A través de In-hye, descubrimos los resquicios de una relación teñida de ternura y sufrimiento, una perspectiva en la que el dolor ajeno se refleja en los propios abismos que ella misma ha aprendido a ocultar.
El consenso de la familia de Yeong-hye es que ella es una traidora a la vida cotidiana, alguien que desafía la estructura familiar en la que su esposo, sobre todo, creía vivir cómodamente. Nadie la ve como Yeong-hye. Ella es solo un recipiente donde cada cual vierte sus frustraciones y expectativas, hasta el punto de que su identidad se convierte en un terreno de disputa que la aleja, no solo de los demás, sino de sí misma.
Pero ¿qué pasa cuando el silencio de una mujer comienza a adquirir una textura vegetal? ¿Cuándo los sueños que la persiguen por las noches se llenan de sangre y de hojas, de raíces que la anclan a una vida que ella ya no quiere?
En esos sueños, Yeong-hye encuentra el refugio que el mundo despierto le niega. Ahí puede contemplar su propia violencia, su propio miedo, sin que nadie le pida explicaciones. Y mientras más se hunde en esos sueños oscuros, más se aleja del ruido, más se acerca a una paz que ni siquiera puede explicar.
La postura irreverente de Yeong-hye se decanta en la admisión de que no quiere seguir siendo mujer, ni esposa, ni nada que tenga que obedecer. Una inquietante necesidad de convertirse en algo vegetal se posesiona de ella, lo que constituye un rechazo radical que los otros, los «normales», no pueden permitir.
Hay que corregirla, salvarla, devolverla al redil.
Pero Yeong-hye les responde con su silencio. Un vacío imposible de llenar con palabras. O con carne.
La novela de Han Kang es la historia de una renuncia. Yeong-hye no quiere explicarse, ni desea regresar a la normalidad. Quiere hundirse en el suelo, perderse en la tierra, renunciar a sus ojos, a sus manos, a su sexo, a todo lo que alguna vez la definió. Su camino, paradójico y desesperado, no tiene una meta clara, porque ella sabe que no puede dejar de ser humana, ni de soñar, ni de despertar con el eco de una pesadilla en el pecho. Pero tampoco puede dejar de desearlo, con una intensidad que desconcierta y desarma a quienes intentan devolverla a la razón.
La vegetariana nos deja frente a un espejo turbio, donde el deseo de Yeong-hye por escapar del mundo nos enfrenta a nuestras propias prisiones. Queda la mudez vegetal. La quietud que, como un bosque, parece contener toda la vida y toda la muerte en su silencio espeso.
Con sus manos ya casi transparentes, con su piel cada vez más pálida, Yeong-hye renuncia a la humanidad.
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