A medida que nos separamos de nuestro contacto con la naturaleza y virtualizamos la experiencia de vida por medio de teléfonos inteligentes y tabletas, nos vamos deshaciendo de la idea de nosotros mismos.
Tiene nombre de institución en una novela de Orwell: Ministerio de la Soledad.
Me entero, durante un reciente viaje a Londres, que en enero de 2018 el Reino Unido estableció organismo como parte de una iniciativa gubernamental, principalmente conservadora, que pretendía abordar el «problema de la soledad y el aislamiento social en la población».
Entonces hay soledad y hay soledades. Soledad de los jóvenes. Soledad de país. De los números primos. La de las ballenas. La de los cien años.
Lo que obtura el botón del pánico en el gobierno británico es la alarmante cifra de envejecientes que aparecen muertos en la soledad de sus hogares, muchos de ellos encontrados, literalmente, por los olores objetables que dejan sus penosos estados de descomposición.
«Ah, look at all the lonely people», cantaban Los Beatles en «Eleanor Rigby». «This is for all the lonely people», susurraba America en 1975. La soledad sonora de Calderón de la Barca. Ensordecedora.
La soledad para mí no es extraña, pero el nuevo conocimiento, como todo lo que maravilla, me encontró pensando en el asunto durante el vuelo de regreso a Nueva York. Es ese deseo de alcanzar y apropiarse de una objetividad evanescente. A medida que nos separamos de nuestro contacto con la naturaleza y virtualizamos la experiencia de vida por medio de teléfonos inteligentes y tabletas, nos vamos deshaciendo de la idea de nosotros mismos.
En España se estima que, al 2024, un 20% sufre de «soledad no deseada», al borde de considerarse casi una epidemia (El País). En Estados Unidos llega al 30% (NPR). Entonces, en Gran Bretaña hay todo un ministerio para atender la siledad como problema de salud pública.
All the lonely people. Where do they all come from?
Byung Chul Han le llama el infierno de lo igual. Es pandémico. Viral, como todas esas experiencias que requerimos en redes sociales constantemente para llenar los espacios vacíos.
No se equivoca Chul Han al decir que, a pesar de la proliferación de herramientas de comunicación digital, las personas están más aisladas que nunca, una paradoja a la naturaleza de las interacciones digitales contemporáneas, que reemplazan los encuentros genuinos y corporales con meros intercambios de información.
La información es eso. Información. Lo que requerimos, tal vez, es conocimiento. Tocar, sentir, escuchar, hablar en tiempo real y en persona con alguien, es conocer. Si hay algún sentido que la virtualidad nos va quitando es el de oler. Nada reemplaza sentarse al pie de una playa y dejar que el aire salinado entre en tu cuerpo.
Terminamos, entonces, en este mundo extraño de conectividades superficiales que no suplantant la necesidad humana más profunda, que es la de las relaciones significativas y personales.
El Ministerio de la Soledad en el Reino Unido emergió como respuesta al creciente reconocimiento de los efectos devastadores que la soledad puede ejercer sobre la salud mental y física de las personas, así como sobre el bienestar colectivo de la sociedad.
Pero, ¿qué sociedad?
La culpa siempre es huérfana. Porque el mismo sistema que nos impulsa en la implacable búsqueda de productividad y éxito en la sociedad exacerba este sentimiento de soledad. En muchos otros países, la soledad se asume como un problema de salud pública abre la puerta a la depresión, la ansiedad, y hasta las enfermedades cardiovasculares. Los estudios han mostrado que la soledad crónica puede ser tan perjudicial para la salud como fumar o la obesidad.
Viene a mi mente Milán Kundera, quien, en su novela La insoportable levedad del ser, postula que la percepción de la soledad está estrechamente ligada al peso existencial que cada uno de nosotros lleva. Por ejemplo, Tereza, un personaje central, encarna el «peso» con su amor profundo y exclusivo por Tomás, reflejando un profundo miedo al abandono y una necesidad de conexión humana significativa. Su soledad surge de la «levedad» de Tomás, cuya naturaleza despreocupada y su conocida promiscuidad contrarrestan cualquier deseo de profundidad y permanencia en la relación. Es decir, estar con la persona equivocada también es otro modo de vivir en soledad.
En su obra "La era del vacío", Gilles Lipovetsky analiza cómo se desgastan las identidades sociales bajo el embate de un individualismo extremo que glorifica la liberación personal, el psicologismo y la expresión libre. Esto puede que no nos suene como un asunto conflictivo, hasta que implica una redefinición de la lógica de vivir en sociedad, donde se percibe la desaparición de lo colectivo. Aunque esta tendencia promueve la libertad y la personalización, también engendra un profundo vacío y aislamiento en la sociedad moderna, alimentando un narcisismo estéril. Chul-Han sugiere que el deseo genuino se encuentra en el Otro; el Eros reside en el encuentro con lo distinto, sin el cual solo queda Thanatos, la muerte.
En contraste, el Ministerio de la Soledad en el Reino Unido emerge como respuesta organizativa para gestionar políticas y programas que combatan la soledad. Estos esfuerzos podrían incluir la promoción del voluntariado y la creación de espacios comunitarios con intereses afines.
Para Lipovetsky, esa es la paradoja: agruparnos con quienes nos son similares, configurando colectivos hiperespecializados y miniturizados por algoritmos.
Estas solidaridades de microgrupos enfatizan lo idéntico y excluyen lo diferente, perpetuando así el «infierno de lo igual» (Han, nuevamente).
Y, ¿qué pasa con los que no quieren aferrarse a las categorizaciones?
El resultado es un aumento del aislamiento social y una disminución en la calidad de vida para quienes experimentan la soledad en la sociedad contemporánea.
El desierto crece. Y, por desgracia, son nuestros ancianos los que se quedan. Viviendo solos; muriendo solos. Sabiéndose solos. Como nosotros.
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