El desasimiento del rostro: fragmentos para una lectura de la sociedad del miedo en No Longer Human
- Elidio La Torre Lagares
- 15 abr
- 6 Min. de lectura
No hay biografía en Dazai, sino un borramiento incesante, una escritura que deshace al mismo tiempo que inscribe. El texto no cuenta: exfolia.

I. La imposibilidad de ser rostro
No se trata aquí del rostro como imagen, ni del sujeto como portador de nombre. Se trata, más bien, de aquello que queda cuando el nombre no basta, cuando la figura ya no representa, cuando la carne se retrae ante la mirada que la interroga. En No Longer Human, de Osamu Dazai, la subjetividad no emerge, se dispersa. El título original, Ningen Shikkaku, amarra lo que en inglés solo puede ser un infinitivo: “to disqualify”. No es identidad lo que busca Yozo, el protagonista, sino el modo de evitarla. No quiere reconocerse, sino evitar la trampa de ser visto.
El miedo no es una emoción. Es una condición. Es una atmósfera. No remite a un objeto determinado, sino a la imposibilidad de habitar un espacio sin ser desterrado por él. Yozo, en su negación de pertenencia, no enuncia: él se borra. Cada gesto, cada artificio, cada intento de "hacer reír", como él mismo dice, constituye una estrategia desesperada de desrealización. De ahí que no haya biografía en Dazai, sino un borramiento incesante, una escritura que deshace al mismo tiempo que inscribe. El texto no cuenta: exfolia.
II. No ser humano
No Longer Human, bajo su forma declarada de novela, despliega más bien una topología del descentramiento. No una historia en sentido pleno, sino una escritura de la desintegración. No una narrativa de formación, sino un palimpsesto de ruinas subjetivas. En la arquitectura aparentemente simple de tres cuadernos intercalados entre un prólogo y un epílogo —ambos en voz ajena— se inscribe un movimiento de desplazamiento continuo: el yo que escribe, Ōba Yōzō, se sitúa desde el comienzo fuera del marco de lo representable como “humano”. Él no se excluye: ya ha sido excluido.
La figura de Yōzō no se construye en la narración, sino que se evapora en ella. Cada cuaderno funciona como una tentativa —fallida de antemano— de situarse dentro de un discurso, de reconstituir una unidad que ya no puede sostenerse. La infancia, la juventud, la adultez, no son etapas, sino secuencias de erosión. No hay devenir; hay borramiento. El relato no avanza: se hunde.
El gesto inaugural del prólogo, con sus tres fotografías progresivamente vaciadas de rostro, no introduce un personaje, sino que escenifica la imposibilidad de su inscripción. La imagen no representa: disuelve. Lo que se nos muestra no es un rostro, sino la imposibilidad de sostener uno. El narrador, al describir estas imágenes, no narra: anticipa una ausencia. Así, la novela no nos cuenta la vida de un sujeto que deja de ser humano, sino que nos sitúa en la escena —ya perdida— en la que esa humanidad nunca tuvo lugar.
III. Una subjetividad sin soporte
Heinz Bude escribe que el miedo es hoy el principio que sobrevive a todos los demás. Lo que antes era mandato (de clase, de filiación, de destino), se transforma en ansiedad de exclusión. El yo, incapaz de establecer un lazo irreversible, queda atrapado en un bucle de decisiones imposibles. El miedo a fallar ya no remite a un fracaso particular, sino a la posibilidad de habitar una existencia no reconocida, no contada, no confirmada por los otros.
Dazai lo intuye con una precisión que no necesita aparato teórico: “It is almost impossible for me to converse with other people. What should I talk about, how should I say it?”. Esa imposibilidad del habla no se debe a la falta de palabras, sino a la falta de contexto en el que puedan resonar. El lenguaje no es instrumento, es farsa. Clowning, dirá. La risa como dispositivo de camuflaje, como tecnología de la invisibilización. En su teatralidad, Yozo se transforma en simulacro del humano, no por elección, sino porque la opción de ser humano le ha sido retirada. Él no actúa, él se descarta.
IV. El miedo como inscripción imposible
Si el miedo, como propone Bude, estructura hoy las formas de la percepción social, No Longer Human es su cifra narrativa. No porque represente los miedos de una época, sino porque los subvierte desde la intimidad de una escritura desfondada. La palabra aquí no testifica. No denuncia. No narra. Es un murmullo. Una deriva. Una escritura sin promesa. Cada fragmento —los cuadernos, los retratos, las voces indirectas— funciona como una inscripción fallida, una tentativa de dejar rastro que no pueda ser leído.
Desde niño, Yōzō es incapaz de conectar emocional o éticamente con quienes lo rodean. No entiende las normas sociales, no experimenta empatía y teme profundamente el juicio de los demás. Para esconder su diferencia, desarrolla una máscara de payaso social, haciendo reír y actuando como un bufón para evitar ser visto realmente. Su vida familiar, aunque económicamente cómoda, está marcada por la frialdad y el silencio.
¿Quién escribe a Yozo? ¿Quién lo observa? ¿Quién certifica su existencia más allá de la descomposición? El prólogo nos ofrece tres fotografías, tres simulacros del rostro: un niño grotesco, un joven bello pero irreal, un adulto sin facies. Lo que se presenta como archivo visual es, en realidad, el fracaso de toda representación. No hay rostro, porque no hay sujeto que pueda sostenerlo. El miedo, entonces, se convierte en topología: el lugar en el que el rostro se ausenta.
V. La ética del desarraigo
Hay una tentación de leer a Dazai como puro testimonio de un yo enfermo. Error. No hay enfermedad, porque no hay norma previa desde la que pueda declararse una desviación. El yo de Yozo no está fracturado: está espectralizado. Está hecho de vacíos que no se pueden rellenar, de gestos que no representan, de palabras que no comunican. Su deshumanización no es castigo, sino forma. Forma vacía.
Durante sus años de estudiante en Tokio, Yōzō profundiza su desconexión con el mundo. Se involucra con el arte, el alcohol, el sexo y la política comunista, aunque sin convicción. Tiene múltiples relaciones, todas frágiles y fallidas. Su primer intento de suicidio, con una mujer que muere mientras él sobrevive, marca el comienzo de su ruina pública y existencial.
En este sentido, su posición es ética. Porque no es el rechazo de lo humano lo que articula su experiencia, sino la evidencia de que lo humano ya no sostiene. Como diría Bude: “El miedo se ha convertido en la realidad de la libertad como posibilidad antes de la posibilidad”. Lo que hay, en Yozo, es libertad sin anclaje. Elección sin deseo. Autonomía sin rostro.
Y sin embargo, esa misma vacancia se convierte en umbral. Porque al habitar la exclusión no como catástrofe sino como modo de existencia, Yozo ofrece una resistencia sin gesto. No hay lucha. No hay afirmación. Solo un descenso. Pero en ese descenso se cifra un tipo de presencia que no busca reconocimiento. Una forma de ser que no espera ser aceptada, sino apenas subsistir sin traicionarse.
VI. Escribir desde la no-pertenencia
No Longer Human es una novela sin relato. No hay transformación, ni aprendizaje, ni redención. El yo no se construye, se deshace. La cronología es un falso orden: cada cuaderno reitera, desplaza, rehúsa. Cada mujer, cada gesto de deseo, cada vínculo con el Partido, con el padre, con el alcohol, constituye una tentativa de anclaje que fracasa. La escritura de Dazai es un ejercicio de derrumbe, no de confesión. Es una escritura que no busca ser comprendida, sino desmantelada.
¿Quién queda, al final, para dar testimonio? Un observador anónimo que dice: “He was an angel.” Ironía, piedad, compasión, desconcierto. El juicio no es moral. Es espectral. Angelical no por pureza, sino porque no deja huella, no deja cuerpo. Como el miedo que describe Bude, que no se discute, sino que se contagia.
VII. A modo de murmullo
Dazai no escribe para salvar. Escribe desde un lugar en que la salvación ya no tiene sentido. Su literatura no denuncia, no propone, no enseña. Su literatura deja que el miedo hable sin voz, que el yo se desintegre sin violencia, que el rostro desaparezca sin escándalo. Es allí, en esa evaporación del sujeto, donde resuena, no la política, sino la posibilidad de pensar de nuevo qué significa hoy, en esta era del desasosiego, habitar sin ser rostro, sin ser nombre, sin ser humano.
Porque hay algo que persiste. Incluso en la descalificación: el gesto de seguir escribiendo.
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