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Tango satánico de László Krasznahorkai

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 12 oct
  • 7 Min. de lectura

La primera novela de escritor húngaro, ganador del Premio Nóbel de Literatura 2025.


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Hace un año, mientras trabajaba en un libro sobre teoría de la novela, me detuve a considerar aquellas obras cuya lectura resulta más exigente y sobre las que pudiera ejercer un verdadero torque crítico. De ese examen surgió una selección final, destinada a integrar la obra que una editorial universitaria publicará en 2027. Entre los autores incluidos en la lista preliminar figura László Krasznahorkai, recientemente galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2025.


Nacido en Gyula, Hungría, en 1954, Krasznahorkai ha tejido su obra con la misma lentitud inevitable con que el tiempo se posa sobre las ruinas. Estudioso de la literatura húngara en Szeged y Budapest, y su nombre se asocia desde su primera novela, Tango satánico (1985), con una escritura que parece prolongar la respiración de la tragedia en frases interminables. Sus páginas no se leen tanto como se atraviesan, como si el lector quedara atrapado en un flujo que lo excede.


Krasznahorkai pasa largos periodos en Berlín, en Japón y en diversos exilios voluntarios que hicieron de su biografía un mapa de errancias; esa condición nómada se refleja en su literatura, donde lo humano aparece siempre despojado, arrojado a la intemperie de una historia que ha dejado de prometer sentido. Premio Man Booker International en 2015, Krasznahorkai es un escritor de la espera y del colapso, un filósofo secreto que encuentra en la narración el modo de desvelar la verdad oscura de la existencia.


Al ser una novela con un título irreverente y publicada en el año que Occidente comenzó a socavar el antiguo bloque soviético de Mikhail Gorbachov, y el mismo año que Marty McFly viaja a 1955 en el DeLorean de Doc Brown, Tango satánico se vuelve destino, y en ella resuena la confesión de la historia en un hombre: ese cruce inevitable entre lo que somos y lo que nos acontece.


Tango satánico no puede comprenderse fuera de esa tensión entre un origen que se derrumba y una modernidad que se revela como ilusión rota. Allí donde otros buscarían narrar, Krasznahorkai busca revelar la respiración de lo inacabable.


La espera interminable y el círculo que nunca se rompe detonan el artefacto narrativo donde lo esencial no es el argumento —la llegada de Irimiás y Petrina a una comunidad rural en ruinas—, sino la experiencia de permanecer suspendidos en la eternidad de un instante. En esa suspensión, la lectura se convierte en un equivalente de la espera: ese gesto colectivo y a la vez íntimo de aguardar a que ocurra algo que, sospechamos, nunca ocurrirá.


El comienzo mismo marca ese tono de inquietud: Futaki despierta con unas campanadas que no deberían existir, como si un sonido imposible rasgara el aire. «Seguro que estás dormido todavía, Futaki…» piensa, y en esa vacilación se cifra todo el destino de los personajes, siempre atrapados en la duda entre ilusión y realidad, entre el rumor de salvación y la certeza del colapso. Es una novela poblada de durmientes.


Krasznahorkai construye un universo en que lo cotidiano es ya apocalíptico, donde cada gesto encierra la certidumbre de que nada podrá cambiar. Lo expresa el doctor, una de las conciencias más lúgubres de la explotación, cuando reconoce que todo se reduce a adaptarse a lo espantoso: «uno puede acostumbrarse incluso a ese ‘infernal’, pues, aunque la primera vez lo había escupido indignado, ahora podía beberlo sin mayores estremecimientos». La vida en la explotación no consiste en vivir, sino en acostumbrarse a lo insoportable.


Cuando finalmente aparece Irimiás, una suerte de falso mesías, lo hace con la aureola de quien resucita. Todos lo daban por muerto; su regreso, entonces, parece milagroso. Y él mismo cultiva esa ambigüedad entre la mística y la manipulación que convirtió en celebridades a los teleevangelistas de este lado del Atlántico:

«Recordarán… que la situación de ustedes es crítica… Confían en un milagro que nunca se producirá, esperan a un salvador que se los lleve de aquí… Sin embargo, saben que no queda ya nada en que confiar», dice.


El discurso es calculado: primero diagnostica la desesperanza, luego se ofrece implícitamente como remedio.


Irimiás es, sí, una figura mesiánica, pero también manipuladora, por lo que encarna cómo el poder se ejerce a través de la retórica, la ilusión y la administración de las miserias. Es el capitalismo de la precariedad lo que se asoma.En clave marxista, la novela anticipa el fracaso de los proyectos colectivos en el Este europeo tras el comunismo: la explotación agrícola es un símbolo del derrumbe del sistema.


Walter Benjamin pensaba la historia como una catástrofe continua, no como progreso: Tango satánico muestra precisamente esa ruina interminable, se hace rémora del mesianismo ambiguo de Irimiás, que es la espera mesiánica frustrada, o con Agamben y la noción del estado de excepción, donde la vida queda suspendida. La novela convierte al mesías en estafador, sugiriendo que toda promesa de redención en la modernidad está contaminada.


En clave foucaultiana, Irimiás es un micro-soberano que disciplina, clasifica y conduce a los cuerpos, mostrando cómo el poder circula en las grietas de la precariedad.

Pero lo más perturbador es la manera en que su retórica desnuda la fragilidad humana: ¿no queremos todos que alguien venga a librarnos, aunque sepamos que es imposible? Irimiás encarna esa paradoja: un charlatán y a la vez la encarnación misma del deseo de redención. Su escepticismo radical, sin embargo, lo delata: «Todo es una ilusión. ¿Cielo? ¿Infierno? ¿Más allá? Tonterías. Estoy convencido de que con estas ideas no acertamos en absoluto. Aunque nuestra imaginación funcione sin cesar, no nos acercaremos ni un paso a la verdad».


En este punto la novela roza la filosofía de un nihilismo nietzschiano, sereno, donde no hay salvación, ni siquiera en la imaginación. Y, pese a todo, los demás lo siguen. Porque lo insoportable de la intemperie humana exige creer en algo, incluso si ese algo es la nada.


El círculo vicioso marca la estructura del libro —catorce capítulos dispuestos en orden invertido y simétrico, como un tango que avanza y retrocede— refuerza la idea de un disco eterno. La segunda parte culmina con el capítulo titulado, precisamente, «El círculo se cierra». Allí, el doctor contempla la explotación y constata que nada ha cambiado, que nada cambiará. La repetición es su consuelo y su condena: «constató ‘con satisfacción’ que fuera todo seguía igual».


El tiempo en Tango satánico no progresa: se dobla sobre sí mismo, se devora, se inmoviliza en un eterno retorno que carece de sentido trascendente. Cada intento de huida —Futaki que sueña con marcharse al sur, Schmidt que imagina otra vida con el dinero— se disuelve en el fango del presente. La novela es un laboratorio del fracaso.

Esperanza, desesperanza, autoengaño.


El tema central podría formularse en la tensión entre esperanza y desesperanza. Los campesinos se aferran a Irimiás como a la última posibilidad, aunque lo saben impostor. El autoengaño se convierte en la condición mínima de supervivencia: «esperan a un salvador… saben que no queda ya nada en que confiar».


No hay utopía que quede pie ni tampoco salvación que descienda desde un cielo de algodón de azúcar para salvarnos.


Esta duplicidad, reminiscente del estilo de Javier Marías, nos muestra cómo pensamos una cosa mientras decimos otra, cómo la mente duda incluso de su propia duda. En la prosa de Krasznahorkai, los personajes parecen atrapados en una sintaxis interminable que reproduce el vaivén de esa indecisión: frases que se estiran como si quisieran abarcar la totalidad de lo irremediablemente roto.


Georg Lukács pensaba que la novela, el género por excelencia de un mundo “roto”, es decir, de una totalidad perdida, era una deformación de la modernidad que llegó para destruir la armonía que en la epopeya clásica era posible porque el mundo poseía una unidad orgánica: los hombres, los dioses y la comunidad compartían un mismo horizonte de sentido. En cambio, hoy la novela surge justamente como la forma literaria que expresa la disonancia entre individuo y mundo.


La filosofía implícita por qué es: vivir es aguardar a que ocurra lo que ya sabemos que será decepción. Como el fondista que, empaquetando sus cosas, decide no mirar atrás: «no miraría atrás, no volvería la cabeza ni una sola vez, se libraría cuanto antes del cadáver, intentaría borrar de la mente cuanto antes ese triste edificio, confiando en que algún día se hundiera, la tierra lo sepultara y ni siquiera los perros salvajes se detuvieran allí».


¿No es esta la condición misma de la modernidad, ese deseo de olvidar la ruina que cargamos a cuestas?


En este sentido, Tango satánico se hermana con Kafka y con Beckett, pero también con cierta tradición barroca que entiende el mundo como teatro de vanidades desmoronadas. La explotación agrícola, escenario de la novela, es metáfora de un orden social en decadencia, de un sistema que alguna vez prometió prosperidad y que ahora solo ofrece barro y muros resquebrajados.


La ruina no es un accidente, sino el estado natural del mundo. Y en ella, los personajes se descubren como sombras de sí mismos, como reflejos desvaídos. Futaki lo experimenta de manera literal: «vio aparecer una forma desdibujada en el vidrio… unos ojos de expresión asustada; y entonces reconoció su «propia mirada desgastada»… una gran, una extraña pobreza se reflejaba en esa imagen». Esa escena, tan simple, condensa la poética de Krasznahorkai: el sujeto se contempla en el espejo de su tiempo y sólo encuentra erosión, desgaste, ausencia de futuro.


El estilo es la condena de Tango satánico; es decir, leerse sin atender a su estilo. Las frases interminables, sin respiro, arrastran al lector en una corriente que se asemeja al fango donde los personajes se hunden. Se lee casi sin respirar, como si el aire fuera cada vez más escaso. Escribir así no es un capricho, sino una decisión ética: si el mundo es insoportable, el lenguaje mismo debe volverse insoportable, llevarnos al límite de la paciencia.


Krasznahorkai no busca el placer de la lectura, sino su incomodidad. Narrar es reproducir la deriva del pensamiento, sus círculos, sus repeticiones, sus pausas que no llegan nunca a conclusiones; recordar es tambiën deformar la memoria,


En Tango satánico, «todo es una ilusión… Ni existe», dice Irimiás. Y, sin embargo, todos siguen bailando ese tango satánico, ese compás de dos pasos adelante y dos atrás que no lleva a ninguna parte. La novela, como el baile, consiste en girar en torno a un vacío, en moverse sin avanzar.

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