Sobre la imposibilidad del juicio y la espectralidad del mal: a propósito de Arendt
- Elidio La Torre Lagares
- 24 abr
- 5 Min. de lectura
¿Puede un orden democrático volverse totalitario sin declararse como tal? ¿Puede la excepción volverse regla sin modificar la ley, sino simplemente aplicándola de otro modo?

I. Ontología de la Obediencia: Entre el Ser y la Orden
¿Qué es una orden cuando no se oye como orden, cuando ya no hiere, ni interpela, sino que se instala como atmósfera, como hábito, como forma de estar?
En Eichmann en Jerusalén, ese texto de 1963 que ya no puede leerse sino como una escena de inscripción, nos enfrenta a un mal que ha perdido su máscara infernal para revelarse, precisamente, como máscara. Aquí Hannah Arendt, su autora, no denuncia la dictadura como una imposición exterior, sino como una lógica interiorizada, una ontología de la sujeción en la que el sujeto aparece como consecuencia, no como punto de partida.
No se nace obediente: se deviene obediencia.
Y en ese devenir, lo que se silencia no es tanto la libertad como la pregunta.
El orden —político, administrativo, militar, digital— no exige convicción, solo continuidad. La dictadura no requiere verdugos ideológicos: le basta con operadores neutros.
El pensamiento en esta topología deviene estorbo, anomalía. Pensar es salirse del archivo, del flujo, de la cadena. Juicio no es aquí sinónimo de justicia, sino su resto: lo que no entra en el protocolo. Y es en ese resto donde Arendt sitúa la política como interrupción, como disidencia no de los hechos, sino de su automatización.
II. Eichmann, o el Rostro de la Ausencia
En el ensayo de Arendt, Adolf Eichmann es figura, pero también es fuga. Es un hombre, pero sobre todo un tipo: el que ejecuta sin pensar, el que administra sin juicio.
Eichman inició su carrera en el Partido Nazi como parte del Departamento Judío, del Sicherheitsdienst (SD), la inteligencis secreta del Estado. Su trabajo: deportar judíos fuera del perímetro del Tercer Reich, trabajo que luego le convirtió en uno de los arquitectos de asesinatos en gran escala contra la nación judía.
Arendt lo muestra sin afectación, sin recurso al melodrama ético. No lo condena por sadismo, sino por su pavorosa normalidad. Lo monstruoso, en su figura, es su banalidad.
Pero ¿qué significa aquí "banal"? No alude a algo trivial o insignificante, sino despojado de profundidad.
Eichmann no fue un ideólogo del mal: fue su técnico. Su crimen no fue el odio, sino la obediencia sin reflexión. Es decir: la suspensión del pensamiento en nombre de la función.
Este vacío —que no es ignorancia sino renuncia activa a pensar— es, para Arendt, el corazón del mal moderno. El mal, diría Derrida, no es tanto lo indecible como lo inadjudicable. No puede ser juzgado porque ha vaciado las condiciones mismas del juicio. Eichmann no carece de moral: carece de diferencia. No hay en él conflicto, solo cumplimiento.
Sustituya a Eichmann por Trump y la formula permanece unívoca.
III. Estados Unidos y la Inscripción del Mal Administrativo
¿Puede un orden democrático volverse totalitario sin declararse como tal? ¿Puede la excepción volverse regla sin modificar la ley, sino simplemente aplicándola de otro modo?
Arendt, si pensara nuestra actualidad, no buscaría equivalencias fáciles con los regímenes que estudió. No necesita trazar una analogía con Hitler o Stalin. Le bastaría observar cómo el lenguaje del poder se ha tecnificado en los Estados Unidos. Cómo la violencia se ha informatizado. Cómo la exclusión se realiza sin pasiones, sin proclamas, sin necesidad de demonización explícita.
Hoy, en Estados Unidos, el horror no aparece bajo símbolos grandilocuentes. Basta un acrónimo (MAGA) para mercadearse como quien vende pasta de dientes o un par de zapatillas deportivas. Se manifiesta en cifras, en algoritmos, en políticas que distribuyen desigualmente la muerte. Los centros de detención migratoria, las cárceles que desbordan de cuerpos racializados, los sistemas de vigilancia predictiva: todos estos son dispositivos de obediencia sin rostro.
No se trata de que no existen responsables; es que la responsabilidad ha sido disuelta en la lógica de la gestión.
Y en esa disolución, el juicio deviene impracticable.
IV. Juicio y Desobediencia: El Intersticio Negado
La posibilidad del juicio es, para Arendt, inseparable de la capacidad de desobedecer.
En el contexto de Arendt, el juicio no puede entenderse como simple acto de evaluación racional ni como aplicación de normas preestablecidas a situaciones concretas. Más bien, el juicio se sitúa en una zona de indeterminación, una aporía, donde el pensamiento se ve forzado a responder sin garantías, a decidir sin cobertura ontológica ni moral plenamente asegurada. El juicio, en este sentido, es la capacidad de interrumpir la automatización de la obediencia mediante una decisión singular que acoge la alteridad del otro y se responsabiliza de lo incalculable. Es un ejercicio ético-político que no deriva de la norma, sino que abre la posibilidad de una normatividad nueva, en el vacío dejado por el colapso de las evidencias.
Entonces, ¿qué queda de esa capacidad cuando la desobediencia ha sido delegada al espectáculo? ¿Cuando decir “no” se convierte en una performance más dentro del aparato que la digiere?
Para que haya juicio, debe haber interrupción. Para que haya interrupción, debe haber riesgo. Y para que haya riesgo, debe haber responsabilidad.
Eichmann representa la negación de ese intersticio: el lugar donde la elección, aunque mínima, aún era posible. Su frase —“yo solo cumplía órdenes”— no es excusa, sino síntoma.
Es la huella de un pensamiento que no quiso soportar el peso de decidir. Y sin embargo, el juicio no puede ser externalizado. No hay algoritmo que lo supla, ni sistema que lo automatice. El juicio es siempre incalculable. No se deduce, no se aplica: acontece.
V. El Colapso del Espacio Público: Entre la Polis y el Feed
Pensar requiere mundo. No mundo en el sentido geográfico, sino en el sentido arendtiano: espacio de aparición, de co-presencia, de diferencia sostenida. Pero el mundo ha sido desplazado. Ya no deliberamos en la plaza, sino en la interfaz.
El juicio, en tanto facultad política, se ha visto reemplazado por la reacción instantánea. El tiempo necesario para pensar ha sido colonizado por la necesidad de responder.
En este nuevo régimen —llámese infoesfera, tecnópolis, capitalismo de datos—, el feed sustituye al foro, y la viralidad al argumento.
Ya no hay pluralidad, sino fragmentación; ya no hay diálogo, sino concatenación de consignas. Y en ese paisaje semiótico, el juicio pierde suelo. No porque no haya ideas, sino porque ha desaparecido el espacio donde puedan colisionar sin anularse mutuamente.
El algoritmo, ese nuevo legislador invisible, no permite disenso: solo divergencia domesticada.
VI. Pedagogía del Juicio: Contra el Automatismo de la Conciencia
Arendt no nos ofrece una receta para evitar el totalitarismo. Su pensamiento no es normativo, sino preventivo. Una pedagogía del juicio no se enseña como doctrina, sino como disposición. Se trata de cultivar la atención, el tiempo, la interrupción. El juicio—ser juicioso—no se toma como opinión fundamentada, sino como hospitalidad hacia la alteridad. Pensar es dejar entrar lo que desestabiliza, lo que interrumpe la cadena de obediencia, lo que imposibilita la repetición sin diferencia.
Hoy, cuando Trump reclama que "América" funciona “mejor” que nunca —más veloz, más exacta, más impersonal—, Arendt nos recuerda que el juicio es lo único que puede detener la maquinaria. No por nostalgia de la razón, sino por apuesta al desgarramiento.
Lo humano, si aún tiene sentido, reside en ese espacio donde decidir sigue siendo más difícil que obedecer. Ahí, decir “no” aún es posible, no por deber, sino por interrupción del deber.
El mal, decíamos, no necesita demonios. Le basta con una ciudadanía sin juicio, sin mundo, sin demora. Pensar, entonces, no es recordar lo que fue, sino resistir lo que viene. En diferido, en exilio, en huella.
El porvenir del juicio está en su imposibilidad.
Como Eichmann, Trump es un personaje del siglo XX.
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