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La inteligencia del corazón

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • 18 dic 2022
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 9 may

No conocemos el corazón y precisamos ilustrarnos de muchas maneras desde el grado cero de la existencia, justo donde Ana Clavel sitúa su Breve tratado del corazón, una novela constituida por cuatro historias distintas que se afectan mutuamente.


Quizá no sea que el corazón no piensa, sino que hace pensar. Porque “pensar” no es aquí el verbo que dominen los cerebros, sino la vibración de cuarenta mil células —neuronas del miocardio, dirán los anatomistas—, cuya actividad desafía la hegemonía del cráneo. El corazón: un cerebro sin cabeza, un órgano insurrecto, un archivo vivo, una lámpara. Ana Clavel escribe, más que un archivo de afectos, un Breve tratado del corazón (Alfaguara, 2019), una novela constituida por cuatro historias que confluyen en el dispositivo literario que se pone en función con el texto.


La verdadera lámpara de los deseos ha sido siempre tu propio corazón,” dice Scherezada, y ese decir se cuela en las arterias del texto de Ana Clavel como una corriente eléctrica, como una red clandestina de señales que laten, se aceleran, se coagulan, se abren paso. Porque en Breve tratado del corazón no hay corazón que no sea ya palimpsesto: texto sobre texto, órgano sobre mito, carne sobre leyenda, ritmo sobre lenguaje.


El corazón tiene voluntad autónoma. Se comporta como un necio. Le da pereza. Obvia lo evidente. Y alberga todo lo bueno y todo lo malo. En fin, el corazón merece ser tratado, sea de manera breve o extensa.


Ciertamente, en su ejercicio del tratadismo clásico, Ana Clavel recorre los registros narrativos y expositivos de diversas fuentes de conocimiento que abarcan la filosofía, la espiritualidad, la historia, la ciencia, la poesía y la mitología, en diálogo con las cuatro historias principales de la novela.


El corazón, un Aleph.

El corazón, un Aleph: porque allí están, sin jerarquía, sin centro, sin afuera, las cuatro historias. O ¿no son las historias las cuatro cavidades? ¿Las cuatro válvulas? ¿Las cuatro cámaras de un órgano que, si se abre, no revela anatomía, sino escritura?Sandra, Horacio, Casandra, Omar: cuatro nombres, cuatro figuras, cuatro tonos en la partitura del músculo que no cesa de escribir su propio murmullo.


La novela, como un electrocardiograma literario, traza ondas. Las ondas del amor, del deseo, de la muerte, del espanto, de la carne. El corazón es vasija. Urna. Aleph. No es sólo el contenedor de la vida afectiva; es la trampa, la red, el recipiente, pero también la boca abierta que devora. Porque el corazón no contiene: inscribe.


Y si inscribe, no es una escritura lineal: es un tratadismo quebrado, un tratado desbordado, donde los registros se suceden, se superponen, se interrumpen: la filosofía, la ciencia, la poesía, el mito, la crónica, la foto, la noticia, la disgresión. Una novela tratadista que trata al lector: trata su corazón, lo cura, lo hiere, lo incide.


Sandra, la viajera del corazón.

Sandra, la primera voz, camina al borde de la muerte hasta que la salva un deseo: ver el Taj Mahal. Como si el deseo no fuera solo deseo, sino respiración: la lámpara encendida en medio de la caverna, la lumbre pequeña que dice todavía. Porque el amor no muere mientras su regidor tenga latidos. ¿Pero qué amor es ese? ¿El amor por el otro, el amor por el monumento, el amor por la imagen? ¿O el amor por el deseo mismo, por el deseo que desea seguir deseando?


No, no es solo que Sandra posponga el suicidio: es que abre una grieta, una luz. El corazón se ilumina cuando lo nombra el deseo. Y en esa grieta, en ese desvío, aparece la máscara de la Desconocida del Sena, la sonrisa sumergida, la Gioconda ahogada, la máscara que la mira desde la vitrina y la nombra, que la reconoce y la absorbe. Sandra lleva puesta la máscara sin llevarla. O la máscara la lleva a ella. Porque el corazón también es máscara: rostro que oculta y revela, piel que cubre y expone, velo que no tapa nada.


Horacio, la carne revivida.

Horacio, el de la segunda historia, no es menos que un corazón trasplantado, un corazón intervenido. La operación no solo le cambia la circulación: le cambia el mundo. Ya no ama a su esposa. Ama a Daniela, su otro latido. O ¿ama a Daniela o ama el latido que lo hace amarla? ¿Ama el deseo o la carne del deseo? Porque Daniela es un lenguaje, dice el texto. Y si es un lenguaje, Horacio no sabe si la posee o si ella lo escribe, lo borra, lo reescribe. Porque el deseo, el corazón, el amor: todos escriben. Y todos tachan.


Casandra, el corazón devorado.

La tercera historia es la del corazón comido. Casandra, la joven descuartizada, cuyo corazón es devorado por su asesino. Sin corazón, Casandra vaga, no puede morir. Su fantasma es escritura que no cesa. Su fantasma es la voz que narra porque no puede callar. El corazón devorado: ¿es la pérdida del alma o la multiplicación de las voces? ¿Es el silencio o la repetición infinita? Casandra, cuerpo desmembrado, corazón ausente, pero voz proliferante: la que narra su propia imposibilidad de clausura.


Omar, el corazón que come.

La cuarta historia: Omar, el sicario que come el corazón. El que devora para poseer. El que devora y es poseído. ¿El corazón se vuelve dentro de él o lo vacía? ¿El corazón lo habita o lo exilia? Porque Omar no tiene conciencia, dicen. Pero ¿no es su conciencia esa legión de voces que hablan dentro? ¿No es su yo un espacio ocupado, parasitado, poblado de murmullos que no cesan?


Porque “el corazón es la verdadera lámpara de los deseos”, pero también es laberinto. Y la lámpara ilumina mientras arde. Mientras consume. Mientras consume el aceite. Mientras consume el corazón mismo.


La ciudad-corazón.

Las cuatro historias laten en un mismo cuerpo: la ciudad. La Ciudad de México: cuerpo palpitante, ciudad-cardiaca, espacio donde las historias se cruzan como venas, como arterias, como capilares. La ciudad como corazón colectivo: amoroso, trágico, monstruoso, esplendoroso. Y si la ciudad es corazón, la novela es su electrocardiograma, su trazado, su latido en papel.


Al final, “amar persiste como una forma de inteligencia.” Pero ¿qué inteligencia es esta? No la del cálculo, no la de la razón abstracta. Es la inteligencia que sabe del dolor. La que sabe que solo lo que se ama, duele. La que sabe que solo lo que duele, deja huella. La que sabe que la herida es escritura. Que el corazón es palimpsesto. Que el corazón, al escribir su dolor, escribe también su deseo, o la inteligencia que funciona sin jerárquía y sin subordinación. Una inteligencia que late, que vibra, que siente, que sueña. La inteligencia del corazón: ni metáfora, ni biología. Un saber que no cabe en el cerebro, que no cabe en la lógica, que no cabe en la gramática. Un saber que pulsa, que insiste, que se repite, que se fragmenta, que se fuga.


La inteligencia del corazón: ese imposible que, sin embargo, insiste. Ese imposible que, al pensarlo, ya late. Ese imposible que Ana Clavel escribe, desborda, multiplica, como quien escribe no un tratado, sino un corazón. Como quien escribe no un libro, sino un latido.


Un latido que, al leerlo, nos lee.


 
 
 

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