La novela es en sí una elegante esquizofrenia narrativa, en tanto Rivera Garza teje un texto que se va enunciado desde una variedad de voces narradoras.
Estamos hechos de pasado.
Somos cúmulo de vivencias, conocimientos y actos que van hilando nuestra noción de la existencia. Así nace el tiempo, o el sentido de la experiencia que se va conformando como una serie de imágenes nombradas por el lenguaje y registradas en esa vasta inmaterialidad que llamamos memoria, que a su vez es tiempo y espacio. Perder la memoria, es perderse a uno mismo, que es como una especie de locura. Precisamente, la narradora mexicana Cristina Rivera Garza aparenta escribir un tratado sobre el espacio y la memoria en su novela Nadie me verá llorar, cuyo locus es el manicomio La Castañeda de Ciudad México a principios de siglo XX.
Lo que es disímil es rechazado. Aislado. Apartado.
El argumento de Nadie me vera llorar (reseñada anteriormente en las páginas de Nagari, vol. 8, 2013) comienza y termina en el mismo lugar: el manicomio. Como en «Macario» de Juan Rulfo, aparenta no suceder nada (Nadie me verá llorar carece incluso de un momento culminante o climático), más se trata de una secuencia de eventos que se rememoran desde el anhelo, de manera ilógica y fragmentada, como semiótica vivencial de la protagonista femenina de la novela, Matilda Burgos. La novela es en sí una elegante esquizofrenia narrativa, en tanto Rivera Garza teje un texto que se va enunciado desde una variedad de voces narradoras. Por ejemplo, Matilda, desde su capacidad mnemónica, invoca otras voces que construyen su pasado; Joaquín Buitrago, fotógrafo de prostitutas y co-protagonista de la obra, presta voz a Alberta e incluso recrea a la propia Matilde; por su parte, el doctor Eduardo Oligochea se convierte en conductor de las voces de Diamantina y Cecilia, y así sucesivamente, la conciencia de los personajes que pueblan la novela se van desnudando en lo liminar. La ficción entonces se disuelve en la historia del llamado Porfiriato.
Dentro del proyecto de modernización de México, bajo el mandato de Porfirio Díaz, el manicomio fue institución central. El Manicomio General de La Castañeda, establecido en 1910, cumplía la doble función de hospital y asilo para la atención psiquiátrica a pacientes de ambos sexos, de cualquier edad, nacionalidad y religión, pero primordialmente poblado de niños, delincuentes, ancianos, alcohólicos, drogadictos y, sobre todo, mujeres. El manicomio, de estructura imponente y afrancesada, servía para segregar a todo aquel que no constituyera o representara utilidad para el proyecto de modernización de México bajo el gobierno de Díaz. De todas las potenciales mujeres que podían ser encerradas para tratamiento siquiátrica, recibían atención primordial las que se revelaban contra sus maridos, las de vida licenciosa y las prostitutas. Estas tres tipologías se ajustan a la caracterización de Matilda, que se nos aparece como víctima de un sistema controlado por hombres.
La dinámica de la modernidad deriva, justamente, de la separación del tiempo y el espacio y de la recombinación en formas que permitan la creación de zonas espacio-temporales de vida social, como ha fijado Anthony Giddens en sus estudios. En este sentido, uno de los grandes proyectos de la modernidad fue el de hacer de la realidad una experiencia colectiva, prediseñada y predeterminada de acuerdo a las necesidades de los emergentes estados capitalistas y los sectores sociales de dominio y poder. Las sociedades fueron creando, a estos fines, esferas de acción social donde se excluía lo ilógico, lo irracional y lo subversivo y se aceptaba lo contrario. La manera de rechazar lo extraño e inaceptable era enclaustrándolo.
Si la alta modernidad se construyó en fundamento de opuestos binarios (alto/bajo, hombre/mujer, blanco/negro, luz/oscuridad), Matilda vivirá en el polo opuesto de lo normativo. De ella será el mundo de lo oscuro, de lo irracional, de lo ilícito. Si en la luz de la modernidad predomina el murmullo de la ciudad abierta, para Matilda todo es “silencio y oscuridad” en su encerramiento. La ausencia de lenguaje será virtud y defecto: carecer de lenguaje es disolverse en la inexistencia.
Mas, sin lenguaje, no hay memoria.
El lenguaje es importante para el personaje de Matilda, puesto que las palabras, como la música, se desplazan con un sonido en el tiempo. “Las palabras salen a borbotones durante sus días exaltados… El soliloquio es demencial”.
La modernidad, conocemos por Foucault, creó el concepto de confinamiento como rito de purificación y exclusión de los centros de poder de la metrópoli. El confinamiento confería separación del espacio público, como sucedía con el manicomio La Castañeda, un lugar de exclusión para aquellos sujetos inadaptados a los normas impuestas para la convivencia social.
Matilda muere añorando sus amoríos con Paul Kamàck, empresario geólogo hijo de emigrantes europeos, con quien Matilda comparte un yermo affair, aspecto resaltado por el hecho que ambos se van a vivir al desierto. Al morir su compañero, Matilda pierde toda esperanza y posibilidad de la salvación sentimental y se queda con “tantos años de estudio, tantos libros, y tal vez ningún abrazo”. El amor, el aspecto intangible que domina el reino del instinto, es el gran perdedor de esta novela que se desarrolla al pie de la modernidad racionalista. Subsecuentemente, Matilde fracasa en varias relaciones lésbicas que sostiene a lo largo de la novela, mientras Joaquín Buitragro, narcómano incapaz de ajustarse a su realidad circundante, corre la misma suerte al apartarse de una relación íntima con un abogado que le ayudaría a obtener estabilidad económica. Es el amor vedado por los preceptos sociales la última trasgresión.
Según uno de los preceptos de la modernidad, todo tiempo uniforme presupone no sólo la absorción del tiempo, sino su conquista. En Nadie me verá llorar, los personajes funcionan como hiperenlaces o ventanas a otros mundos y planos narrativos, un esfuerzo por transgredir el tiempo a través del lenguaje.
Sin embargo, lo que une a estos personajes es el anhelo por un objeto del deseo imposible, tronchado ante la imposibilidad del tiempo mismo.
Es un deseo que solo es consecuente en la memoria.
Publicada en Nagari en 28/02/2014
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