Un momento irrepetible. Liberado del tiempo y del espacio a la vez que, paradójicamente, detiene el tiempo y el espacio. Es una foto de mi madre.
En la foto, la mujer, que ya no es, está. Es un invierno de ladrillo y nieve. La piel de la dama transparenta mientras posa con sus pies enterrados sepultados como si buscaran la tierra bajo el hielo. Entre los tonos sepias de la foto, traspasa un gesto, tal vez de frío, tal vez de ternura. En algún punto el ojo me falla, o la química difumina. Observo que la mujer sostiene la rama muerta de un árbol. No parece haber razón alguna para ello.
La mujer de la foto es mi madre. Entonces, ya deja de ser anónima.
La fotografía reproduce mecánicamente lo que no puede ser repetido ya en la existencia.
Si fuera Mark Strand el que escribiera estas palabras, diría algo así como que siente un profundo e inexplicable asalto de tristeza.
¿Será porque la madre de Strand, como la mía, está muerta? ¿O es porque irradia una juventud que, al menos en mi caso, no le recuerdo? (Mi madre siempre tuvo cuarenta años, aun cuando murió a los setenta y ocho). Las razones son legión. Son cúmulo. Así es la complejidad del que observa y siente. Pero Strand, quien fantaseaba con las relaciones entre la poesía y la fotografía, hubiese puesto atención en la ausencia que evoca la foto.
En fin, ¿quién obturó el disparador? ¿Qué ojo se aglutinó en el visor y se escurrió hacia el espejo donde mi madre reversaba? Una fotografía, como el lenguaje, evoca una ausencia. Mi madre viaje a un desconocido –el que toma la foto– que luego se reduce en importancia ante otro desconocido, que soy yo.
Es una muerte contraria la mía, pienso, y Strand estaría de acuerdo. En la foto, mi madre vive, y yo no.
Ella ni siquiera me conoce. Aún no he nacido (¿Qué año es? ¿1955?) Mi padre estaba en Alemania; ella, en Nueva York. No, yo no existo. Pero ella me mira. Me mira como si me hablara y yo, como un Mark Strand que mira a la foto de su madre en Miami cuando él tampoco había nacido, admiro la belleza y juventud de mi madre.
Todo esto lo sé, lo conozco, por diversas razones, principalmente porque extraje la foto –que nunca antes había visto– del álbum de mi madre el día que ella murió. Sabía de su vida, de cuando se casó con mi padre, y cuándo me trajo al mundo. Y sin embargo, solo puedo significar la foto luego de haberla visto.
La mirada antecede a las palabras. Las cosas carecen de nombre hasta que se lo otorgamos. Es necesario. Más que mirar, “ver” posiciona nuestra relación espacial en la sintaxis en el mundo. Es cierto que a veces vemos lo que queremos; otras veces, nos dicen qué ver. Sin embargo, nunca compaginamos lo que vemos con lo que sabemos.
Igualmente, se lee la poesía y se sabe la poesía. Como en el caso de la fotografía, la poesía requiere de un conocimiento previo que resuelva la distancia entre el pasado y el presente. El ojo comienza a ver en la oscuridad. Todo se desvanece y concurre en la mirada. La visión es posible por virtud de la luz, no por la acción de su biología. Ver es interpretar.
Un momento irrepetible. Liberado del tiempo y del espacio a la vez que, paradójicamente, detiene el tiempo y el espacio.
Por tanto, el amante de la poesía, como el que admira una fotografía, no se esparce en la eternidad, sino que se detiene en un punto fijo a lo largo de ella. Así, la poesía y la fotografía se amparan en la liminalidad y el tiempo– luz y exposición.
Convenimos: la poesía reproduce lo que ya no puede ser repetido.
En Cámara lúcida, Roland Barthes presenta dos conceptos relacionados a la fotografía que bien podrían calzar a la apreciación por la poesía: el de “studium” y el de “punctum”. Como espectadores, abordamos la fotografía y al poema desde un significado universal –el studium–, curiosidad o interés por el objeto observado. Como asistir a un velorio de un desconocido y no saber más allá de la vida del difunto que no sea que ya no vive y que así se supone terminemos todos. Pero el punctum es cuando la foto o el poema le hablan al lector. El punctum punza, hiere, lacera y hace el acto de ver algo absolutamente íntimo en sus apreciaciones. Si el studium es lo dado, lo reconocible, el punctum es el signo que libera lo inaprehensible del poema o la foto. Barthes diría que el punctum aspira a un esplendor crudo que le proporcione acceso a la dignidad del lenguaje.
Como decir agresión. Una necesaria, claro.
Como la del poema cuando nos rompe en su ímpetu intruso. Entonces, nos detenemos a recapacitar ese algo que nos aguijona y nos perfora en la revaloración de aquello que hemos presenciado o leído. Esta experiencia, como todo lo genuino, es intransferible. Nadie puede decirme como sentir una foto o un poema, aunque, por hábito o mercadotecnia, hay casos en que podrían convencernos de lo contrario. En todo caso, ese algo no reside en la composición ni tampoco en lo que representa, sino en lo que nos mueve.
Una fotografía, como el buen poema, no puede decir lo que no está contenido en ella. Pero el lenguaje, sí.
El lenguaje puede inventarlo. El poema que escribí tras mirar un rato la foto se titula «Deadwood».
La rama muerta en la foto soy yo, y mi madre, al recogerla, me quiere hacer saber que, no importa lo –, siempre estará conmigo.
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