A principios del siglo XX, cuando la fe abandonaba los pulmones quemados por el vértigo de la guerra, los artistas advirtieron que aún si habían perdido todo, les quedaba la contingencia.
El arte, en su polisemia recién desflorada, tomaba formas que lo alejaban del sentido de vivir por sí mismo y mutaba hacia la cercanía de la cotidianidad. Ante la muerte de la religión, La fuente de Duchamp o los poemas sonoros de Hugo Ball planteaban un zeitgeist cultural desde el dadaísmo, cuyo único precedente eran los beligerantes cantos de Filipo Marinetti y su futurismo. Cuando el grito de dolor dinamitó los dientes fuera del pino, bajó un bullicio de oro por entre las vigas del cielo. La negación del arte tal y como lo conocíamos informaba la emergente vanguardia.
Mas, si los humanos somos criaturas de la repetición, ¿podría plantearse un arte que se oponga a lo mimético y de las formas convencionales?
Como Ícaro, se vale intentar, aunque sea para desfallecer en el intento.
Hugo Ball, fundador del dadaísmo en el Cabaret Voltaire de Zurich, escribió en Vuelo fuera del tiempo que, a los inicios de la primera guerra mundial, la vida suponía «enclaustramiento y encadenamiento ante el fatalismo económico» de una época donde a los sujetos, indistintamente si se resistían o no, se les asignaba un papel que deben cumplir dentro de un designio mayor. Este fatalismo generacional, precisamente, detonaba el ataque hacia los cimientos de lo fijo desde la línea de fuego— desde la avanzada.
Como Derrida expondría décadas más tarde, los cimientos del orden presente nunca son fijos. Incluso Heidegger dedicó gran parte de su obra a desmontar aquellos conceptos ontológicos endurecidos en el tiempo y que ocultaban las fuentes primordiales del ser, puesto que, en ánimo vanguardista, la desestabilidad racional rompe los límites de la aserción individual. Del crepúsculo de los ídolos, sabemos por Nietzche, no queda nada. Observamos su vertiginosa caída y nos quedamos con jirones de cielo perfumado con la ilusión de recomponerlo.
Sin pensarlo, y repitiendo a Derridá, no hay nada afuera del texto.
¿Entonces?
La vanguardia surge como el desgaste de la modernidad y sus mitos. Contrario a la energía, el sujeto no se transforma: solo se crea y se destruye.
La «rapidez del siglo», aludiendo a la velocidad, el tema principal de muchos movimientos en Europa, parecía ocupar el imaginario de los poetas vanguardistas. «Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad», escribió Darío en las páginas de Letras en 1909. Sí, Marinetti, como no, pero también hay un atemperamiento a la realidad americana que no se deja pasar por alto. Las vanguardias son, a falta de mejor decir, la primera red de comunicaciones del mundo— la primera resistencia a desaparecer gentilmente en la conformidad.
En Puerto Rico, donde apenas el cambio de dominación política trastocaba la percepción histórica, la sincronía con los movimientos europeos demuestra que la literatura puertorriqueña estaba al tanto con las corrientes artísticas de principios de siglo.
Consideremos que tras la invasión estadounidense durante la Guerra Hispanoamericana en 1898, y desde 1910 hasta finales de los ’40, en Puerto Rico surgieron más de siete movimientos vanguardistas, más que ningún otro país latinoamericano.
En efecto, de acuerdo con el poeta vanguardista y crítico Luis Hernández Aquino, los aires de renovación lírica se promulgaron desde el diepalismo (1921) de Luis Palés Matos y José De Diego Padró (que prosiguiera a su vez al pancalismo y al panedismo de Luis Lloréns) continuado por el euforismo (1922, Vicente Palés Matos, Tomás L. Batista), el Grupo de los Seis (1924), el vanguardismo o girandulismo (1924, 1925, Evaristo Ribera Chevremont), el noísmo (1925-1928, Vicente Géigel Polanco y Emilio Delgado), el atalayismo (1929-1935, Graciany Miranda Archilla, Alfredo Margenat, Clemente Soto Vélez, Luis Hernández Aquino y Francisco González Alberty), hasta el integralismo y el transcendentalismo, ya entrada la década del ‘40.
En poemas como “Abajo”, Palés Matos no solo instaba a derribar «toda esa esa pacotilla inverosímil/ de vieja quincalla literaria», sino que elogiaba al truck, el submarino y el aeroplano. O sea, todo aquello que define la velocidad y reduce el espacio con el avance del tiempo. En «Canto al tornillo», Vicente Palés Matos lo llama «Padre de lo estable y lo fuerte en la mecánica». Mientras los atalayistas se manifestaban en tratados que admirabam «[u]n descarrilamiento de trenes es diez mil veces más bello que los éxtasis de Santa Teresa». También creían que «[l]a Creación determina el carácter del ser pensante». Se trataba, según de Diego Padró, de otorgarle «concentración sintética» a la poesía; ajustarla a la rapidez del siglo, «de modo que las más altas concepciones de belleza queden sustancialmente sugeridas».
Eran tiempos extraños. Difíciles. Duros. Bellos.
Mientras Huidobro, Neruda, Macedonio, Girondo, Lugones, Vallejo, Borges —todos en pie de verso— se dedicaban a avigorar la nueva literatura latinoamericana del siglo XX, en Puerto Rico la vanguardia conflagraba con rabia de nuevos tiempos.
La mejor literatura puertorriqueña contemporánea se debe a las vanguardias de principios de siglo XX.
Hoy, que se nos deshace el país y se nos va la gente; hoy, que hemos visto la desesperanza seducir el aliento de los mañanas; hoy, que miramos las redes sociales como voyeristas de minucias que nos completan la noción de tiempo; hoy, que apostamos a la palabra «resiliencia» como moderación estoica, tal vez sea necesario volver a la semilla. Abanicarnos con los pedazos de cielo caído. Y formar cantos que nos adelanten a la sombra.
Sí. Somos criaturas de la repetición. Vale recordarlo en un país de olvidos.
Publicado en Nagari el 01/04/2018
Comments